Por José Edelstein, profesor de Física Teórica de la U. de Santiago de Compostela y Andrés Gomberoff, vicerrector de Investigación y Doctorado UNAB // Ilustración: Hernán Kirsten Abril 9, 2014

© Hernán Kirsten

La mecánica cuántica es uno de los dos pilares que sostienen a la física moderna. El otro es la teoría de la relatividad general. Los agujeros negros ofrecen el campo de batalla en el que ambas dirimen sus conflictos. El primero en hacerlo claro, con exquisita brillantez, fue el propio Hawking.

Si la argumentación de Hawking fuera correcta, la pérdida de información en los agujeros negros marcaría el crujido de los cimientos que sostienen a la física cuántica. Deberíamos interpretar que estos monstruos del cosmos nos dicen con voz ronca que la mecánica cuántica es incorrecta.

“Los agujeros negros no existen”, afirmó Stephen Hawking en una charla que impartió por videoconferencia en la Universidad de Santa Barbara, en agosto pasado. La reciente aparición de un artículo suyo basado en dicha ponencia generó un barullo informativo considerable en los medios de comunicación. Pasadas unas semanas, sin embargo, sus ecos se han disipado. La información naufragó en el torrente de noticias que se disputan el protagonismo diario, para desaparecer poco después. Una ironía del destino, tratándose del hombre que vaticinó hace casi cuatro décadas la pérdida inexorable de información debida a la mera existencia de los agujeros negros. Aquellos de los que ahora parece renegar en un artículo breve, carente de ecuaciones y de efímero interés informativo.

Veamos qué entendemos por información en física. Para esto consideremos un sistema físico relativamente simple y familiar, como el formado por el Sol, la Tierra y la Luna. Supongamos que se nos permitiera alinearlos de modo que un espléndido eclipse de Sol tuviera lugar en el sitio y a la hora a la que usted lee esto. Esta información quedará grabada en la futura evolución del sistema. En cualquier momento podríamos observar su estado y deducir la pretérita existencia de ese eclipse. De hecho, podemos determinar con precisión las fechas y lugares de todos los eclipses, tanto pasados como futuros. La información, en este ejemplo, como vemos, no se pierde.

Pasemos a un sistema más complicado. Un vaso de agua en el que billones de billones de moléculas se mueven, colisionan y rotan sin descanso. Este tipo de sistema se estudia utilizando las técnicas de la mecánica estadística y la termodinámica. Aquí ya no nos interesa el estado de cada molécula, sino el comportamiento macroscópico del agua: su volumen, su presión, su temperatura. Cantidades asociadas a promedios de aquellas que describen a cada molécula. Así, aunque no sepamos el estado de una en particular, podemos conocer la probabilidad de que, por ejemplo, se desplace a cierta velocidad. No es que no podamos, en principio, tener toda la información del sistema. Es que el obtenerla es una empresa impracticable y, lo que es peor, irrelevante para la mayoría de las preguntas que podrían interesarnos. En mecánica estadística renunciamos al embotamiento por exceso de información para quedarnos con aquella que es relevante.

Tomemos ahora un frasco de tinta y un pincel. Con un trazo rápido escribamos el PIN de la tarjeta de crédito sobre la superficie del agua. Los números tendrán una duración efímera. La tinta se difundirá rápidamente por todo el volumen accesible y terminaremos con un vaso de agua coloreada. ¿Se ha perdido inexorablemente la información que hace unos instantes estaba impresa en la superficie? En la práctica, sí. La imposibilidad de calcular el estado de cada una de los billones de billones de moléculas con precisión nos obliga a conformarnos con los promedios. Y en esta teoría de los promedios llamada termodinámica hay una cantidad que describe precisamente la pérdida de información, la desaparición del orden, a la que estamos condenados. Es la entropía, que siempre aumenta homogeneizándolo todo, borrando información. Como una gran cuchara que revuelve el universo.

UNA CUESTIÓN DE PRINCIPIOS

Somos conscientes de que nuestro ejemplo del número en el agua es extremo. Para guardar información preferimos medios más estables. Un papel, la memoria de un computador. Pero sobre éstos también opera la entropía. Los papeles y las memorias se degradan, se borran. Nada podemos hacer para salvaguardar del devenir del tiempo la información grabada en cualquier medio material. De hecho, en el aumento inevitable de la entropía radica la propia noción del transcurso del tiempo.

Notemos, sin embargo, que a pesar de que en la práctica el aumento de la entropía es un obstáculo para nuestro afán de guardar información, en principio las noticias no son tan pesimistas. Si pudiésemos conocer con precisión el estado de cada molécula del vaso de agua, podríamos utilizar las leyes de la física para determinar su estado pasado y futuro. En particular, recopilando los datos correspondientes a los pigmentos disueltos podríamos recuperar el número que hace segundos habíamos trazado en la superficie. Tranquilizador, quizás, pero impracticable. La información está allí, sólo que es difícil recuperarla.

Podemos invertir el problema. Queremos ahora destruir el papel que nos envió el banco con el PIN de la tarjeta de crédito y para ello usamos una trituradora de papel. Está claro que, a priori, nada impide la reconstrucción del documento original si se dispone de suficiente paciencia. ¿Y si lo quemamos? Las leyes fundamentales de la física nos dicen que, por imposible que parezca, a partir del estado final de las cenizas, del humo y el sonido que acompañó a la combustión, y del efecto sobre cualquier objeto cercano que haya sido afectado por el calor emitido, sería posible determinar la secuencia de cifras que alguna vez estuvieron impresas.

FUNES Y LA FÍSICA CUÁNTICA

El universo microscópico vive en un estado de obstinada e íntima indeterminación. La naturaleza es intrínsecamente probabilística a escala atómica y subatómica. Son las leyes de la física cuántica. Un electrón no puede determinar simultáneamente cuál es su energía y en qué instante de tiempo está teniendo lugar su existencia. Debemos, sin embargo, distinguir entre las probabilidades que surgen de este devaneo cuántico y las derivadas de nuestra ignorancia como observadores.

Si sabemos de un sistema cuántico todo lo que nos permite su intrínseca irresolución, decimos que se encuentra en un estado puro. En cambio, si nuestra información es parcial e incompleta, como suele ocurrir en sistemas macroscópicos de muchas partículas, decimos que está en un estado mezcla.

Las leyes de la mecánica cuántica, verificadas por usted mismo cada vez que utiliza un dispositivo electrónico, aseguran de manera categórica y tajante que un estado puro no puede convertirse en un estado mezcla por la mera acción del paso del tiempo. De otro modo, si dicha conversión fuera posible, se perdería información. Como en “Funes el memorioso”, el cuento de Borges, un sistema cuántico está condenado al recuerdo perfecto. No puede olvidar nada. Absolutamente nada.

Hay algo de paradójico en todo lo anterior. Las leyes más elementales de la física, aquellas que gobiernan el comportamiento de los constituyentes fundamentales de la materia, nos impiden la destrucción irreversible de la información. Vetan la existencia de trituradoras perfectas. Y sin embargo, a nivel macroscópico, lo que resulta imposible es salvaguardar la información de su inevitable deterioro. La termodinámica veta la existencia de memorias perfectas. ¿No es esto contradictorio? Lo que parece dejarnos a salvo de la paradoja de un Funes que padezca Alzheimer, es que no parece posible que los sistemas físicos sean microscópicos y macroscópicos al mismo tiempo. ¿O es posible?

¿TRITURADORES O MEMORIOSOS?

La mecánica cuántica es uno de los dos pilares que sostienen a la física moderna. El otro es la teoría de la relatividad general, la que nos permite predecir los eclipses con total precisión. Los agujeros negros ofrecen el campo de batalla en el que ambas dirimen sus conflictos. El primero en hacerlo claro, con exquisita brillantez, fue el propio Hawking. Los agujeros negros son entes fascinantes. Tanto desde la perspectiva astrofísica como puramente teórica. Tenemos fuertes indicios de que todas las galaxias poseen en su centro un gigantesco agujero negro con una masa que va desde el millón hasta los mil millones de masas solares.

Los agujeros negros son el estado final de muchas estrellas que al agotar el combustible nuclear que les da estabilidad, colapsan, cayendo sobre sí mismas por los efectos de la gravedad hasta terminar transformadas en objetos infinitamente pequeños, de densidad infinita. Es lo que en física llamamos la “singularidad”. Alrededor de ésta se forma un “horizonte de eventos”, una superficie imaginaria con la propiedad de que si algo la traspasa no podrá salir jamás. Ni siquiera la luz. De allí la negrura.

En agosto de 1975, Stephen Hawking mostró una propiedad asombrosa de los agujeros negros. Estudiando las propiedades cuánticas del vacío en las inmediaciones del horizonte de eventos, demostró que éstos emiten luz y otras partículas elementales, como si tuvieran temperatura. La forma en que la energía está distribuida entre las partículas radiadas por el agujero negro resulta ser la de un objeto caliente, idéntica a la que observamos entre las partículas que componen el vaso de agua de nuestro ejemplo.

Un agujero negro con la masa del Sol está a 0.06 millonésimas de grado sobre el cero absoluto, y a mayor masa menor temperatura. Esto hace virtualmente imposible la detección de la radiación térmica de los agujeros negros, teniendo en cuenta que el gélido espacio exterior está aun más caliente. Sin embargo, la radiación de Hawking debe existir. Un suave fulgor que acompaña su lenta evaporación, hasta la total desaparición.

HAWKING EN SU LABERINTO

En su artículo “Ruptura de la predictibilidad en el colapso gravitacional”, Hawking se dio cuenta de que los agujeros negros serían capaces de destruir la información más básica que podamos imaginar, en contradicción frontal con los principios fundamentales de la física cuántica. Podrían proporcionar una forma de eliminar la información para siempre. Tanto que ni siquiera en principio pudiésemos recuperarla. La trituradora de documentos perfecta y final.

Si un agujero negro se creara a partir de un estado puro, las leyes del universo cuántico nos dicen que estará siempre en un estado puro. Sin embargo, la radiación de Hawking es de naturaleza termal. Como la que emite un carbón caliente en la parrilla. Cuando el agujero negro se haya evaporado, nos legará una colección de partículas y luz propias de un objeto caliente, totalmente inespecíficas. La radiación térmica es la huella dactilar de un proceso en el que se ha perdido información. Es el equivalente del agua coloreada. De otro modo, si lanzamos el papel del banco con el PIN de la tarjeta de crédito dentro de un agujero negro, no podremos reconstruirlo ni siquiera en principio. Esto es, ni con toda la paciencia ni disponiendo de todos los medios para capturar información que poseamos. En palabras del propio Hawking, “no sólo Dios juega a los dados, sino que a veces nos confunde  tirándolos en lugares en los que no podrán ser vistos jamás”.

Si la argumentación fuera correcta, la pérdida de información en los agujeros negros marcaría el crujido de los cimientos que sostienen a la física cuántica. Deberíamos interpretar que, desde el fondo de sus fauces, estos monstruos del cosmos nos dicen con voz ronca que la mecánica cuántica es incorrecta. Si, en cambio, la argumentación resultara incorrecta… lo cierto es que ¡nadie sabe muy bien, tras cuarenta años, cómo corregirla! Cientos de propuestas, de ideas descabelladas, olvidadas, retomadas, descartadas… La paradoja de la información de Hawking es uno de los grandes misterios de la física contemporánea.

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