Por Andrés Gomberoff, académico UNAB Diciembre 18, 2013

© Frannerd

Un electrón moviéndose recorre todos los caminos, posibles e imposibles, todos al mismo tiempo. No existe la noción de trayectoria en el universo cuántico. Pero no todos son igualmente importantes.

El estudio de la realidad del universo subatómico siguiendo estas ideas se conoce como la formulación de la integral de caminos de la física cuántica. Quiere decir, precisamente, que para entender un fenómeno en estas escalas debemos sopesar todas y cada una de las posibilidades.

Hagamos un experimento. Imaginemos que nos situamos a cierta distancia de una superficie plana, una pared blanca y limpia. Entre nosotros y la pared interponemos un panel negro, que no nos deja ver ni un resquicio de lo que está detrás. Ahora realizamos un corte en el panel, dos ranuras delgadas, verticales y paralelas entre sí. A través de ellas, claro, vemos dos finos trazos de la superficie nívea. Nos ubicamos de manera que las ranuras estén dispuestas simétricamente. Sacamos una ametralladora de pequeñas bolitas de pintura roja, y con los ojos vendados disparamos una caudalosa ráfaga, como Tony Montana en Scarface. “Say hello to my little friend!”.

Al quitarnos la venda está claro lo que nos encontraremos. El panel manchado de pintura por todos lados. Pero lo interesante está en la pared. Allí veremos dos segmentos rojos verticales, que replican a las dos ranuras, separados entre sí un poco más que éstas, dispuestos exactamente en aquella parte de la pared que podíamos ver a través de las ranuras. La explicación, creemos, es muy sencilla. Esas líneas rojas son el producto de aquellos proyectiles que, siguiendo una línea recta, lograron pasar por las ranuras. Todas las manchas del panel corresponden a aquellos que no pudieron vencer el obstáculo. Concluimos, por último, que nada cambia si repetimos el experimento sin vendarnos los ojos. Si fuéramos capaces de ver la trayectoria de cada proyectil, confirmaríamos nuestra hipótesis y nos daríamos por satisfechos.

Luego decidimos hacer el mismo experimento, pero en versión bonsái, usando electrones por proyectiles y ranuras de dimensiones atómicas. Sabemos que las bolitas de pintura están hechas de moléculas y éstas de átomos. Éstos, a su vez, tienen un núcleo y electrones a su alrededor. Estamos seguros de conocer el resultado, pero no podemos reprimir el deseo de repetir lo anterior en miniatura. Calentamos un filamento metálico y con una batería conseguimos el efecto buscado, disparar electrones a mansalva. Tras un instante, desconectamos la batería y vemos lo ocurrido.

La pared había sido preparada previamente para que los electrones dejen su huella: pintada de negro, el impacto de éstos se vería blanco. Al sortear el panel de las ranuras, nos encontramos con una imagen sorprendente: en lugar de las dos ranuras blancas verticales, una mancha blanca y dilatada domina la escena en el centro de la pared. A ambos lados, un sector ligeramente más angosto se mantiene oscuro. Luego un tramo claro, menos intenso y ancho que el del centro y así: una sucesión de claros y oscuros, cada vez menos intensos y menos anchos. ¿Cómo puede ser? ¿En qué momento de la miniaturización dejó de comportarse la materia como lo hacían las bolitas iniciales?

LA ONDA ES BIFURCARSE

Desconcertados, hacemos un nuevo experimento. En lugar de partículas, usamos ondas. Sustituimos la ametralladora por un parlante que emita una nota pura y constante. Un arreglo de micrófonos desplegados en la pared medirá la intensidad del sonido en cada punto de ésta, dejando una marca de color proporcional a la misma. Un instante después, vemos el resultado: es idéntico al obtenido con los electrones. La diferencia es que ahora entendemos lo que sucede.

Las ondas de sonido son oscilaciones de la presión del aire, como las olas del mar. Al igual que ellas, tienen máximos y mínimos que interfieren al encontrarse. Si la cresta de una ola se superpone a un valle, la intensidad de la onda se anula. Por el contrario, si dos crestas o dos valles se superponen, la intensidad se duplica. La onda pasa simultáneamente por las dos rendijas. De hecho, cada una de ellas se convierte en un foco de emisión, como si fuera un pequeño parlante imaginario. Cada vez que dos crestas se superponen sobre la pared, los micrófonos registran un máximo de intensidad.

Si el oleaje es continuo, es evidente que dos crestas recorrerán la misma distancia para encontrarse en el centro de la pantalla. Eso explica la mancha dilatada del centro. Asimismo, una cresta puede encontrarse con aquella que marcha detrás en alguna posición de la pantalla en que la distancia que ambas recorren es la misma, y ése es el origen de los tramos coloreados que aparecen más alejados del centro. Los sectores oscuros resultan del encuentro de las crestas con los valles. Así se forma un patrón de interferencias que es la huella dactilar del fenómeno ondulatorio. De hecho, fue este mismo experimento el que hizo el gran científico británico Thomas Young en 1803 para derribar la ya frágil teoría corpuscular de la luz de Newton y mostrar que se trataba de una onda, como ya muchos teóricos pregonaban.

El experimento de Thomas Young  terminó de derribar la ya frágil teoría corpuscular de la luz de Newton

EL HAZ SENSOR

Rendidos a la evidencia, estamos dispuestos a concluir, siguiendo a Young, que los electrones son ondas. Pero sabemos que no lo son. Podemos manipularlos uno a uno, ver sus trayectorias en una cámara de burbujas o medir su presencia en las gotas de aceite del experimento de Millikan, descrito tiempo atrás en estas mismas páginas. Sin embargo, el patrón de interferencia que observamos en la pared es señal inequívoca de que los electrones pasaron por ambas ranuras. ¡Claro!, pensamos, el comportamiento ondulatorio estará en el torrente de electrones, al igual que millones de gotas forman un fluido que puede tener olas, a pesar de que una sola de ellas no las presenta.

Decidimos despejar nuestras dudas lanzando electrones de uno en uno. Así, pensamos, podremos saber realmente cómo se están comportando. Luego de cada impacto observamos la pantalla y lo que sucede es aún más sorprendente y misterioso. Vemos las marcas que cada electrón deja en la pantalla. Al comienzo prestamos atención al hecho de que éstas sean puntos, confirmando la imagen que tenemos de ellos como trocitos mínimos de la materia. Sin embargo, a medida que se acumulan las marcas, vemos que poco a poco se va formando un patrón: ¡el mismo patrón ondulatorio que dejó el haz del primer experimento!

Los electrones, uno a uno, parecen parte de una conspiración inverosímil. Dejan una marca puntual, pero construyen un patrón ondulatorio. Esto último indica algo espeluznante: cada electrón pasa indefectiblemente por las dos ranuras para interferir consigo mismo.

SIN NOCIÓN DE TRAYECTORIA

Sin saber si nos encaminamos a aclarar algo o a ensanchar el desconcierto, hacemos una tercera ranura en el panel y repetimos el último experimento. El patrón de la pared nos indica que cada electrón, esta vez, ha pasado por las tres ranuras al mismo tiempo. Hacemos una cuarta ranura, una quinta… diez, cien, mil, y cada electrón pareciera muy a gusto pasando por todas ellas a la vez.

Aumentamos la apuesta, agregando un segundo panel antes del que ya teníamos. Trazamos las ranuras y el resultado es desquiciante: no importa cuántos paneles pongamos ni cuántas ranuras hagamos en ellos, cada electrón, partícula subatómica que podemos encontrar en cualquier átomo de la materia, se comporta como si pasara por todos los caminos puestos a su disposición. Explora todas y cada una de las ranuras de todos y cada uno de los paneles.

Nada nos impide imaginar algo estremecedor. Un plano paralelo al panel en el que no hay nada más que aire puede pensarse como un panel con infinitas ranuras. De modo que si pensamos en la totalidad del espacio (incluso del espacio vacío) como un continuo de planos, estaríamos en la situación en que tenemos infinitos planos con infinitas ranuras. La conclusión es espectacular: un electrón moviéndose recorre todos, absolutamente todos los caminos, posibles e imposibles, todos al mismo tiempo. No existe la noción de trayectoria en el universo cuántico. Pero no todos son igualmente importantes. Los caminos que más se parecen a lo que haría una bolita son los que tienen mayor peso en esta naturaleza errante y errática de los electrones.

El estudio de la realidad del universo subatómico siguiendo estas ideas se conoce como la formulación de la integral de caminos de la física cuántica. Esta expresión quiere decir, precisamente, que para entender un fenómeno en estas escalas debemos sopesar todas y cada una de las posibilidades. Los primeros pasos hacia esta construcción fueron obra de Paul Dirac, pero el magnífico edificio conceptual, una joya resplandeciente en el cuerpo de ideas de la ciencia, tuvo como arquitecto a un joven desenfadado y extrovertido llamado Richard Feynman.

LA PERPLEJIDAD CUÁNTICA

Todo lo explicado hasta este punto es exactamente lo que muestran los experimentos, por muy inverosímil que parezca. Pero la sorpresa mayor aún nos espera. Volvamos al panel único con dos ranuras. Supongamos que instalamos un dispositivo en una de ellas, el cual, aun dejando pasar a los electrones, detecta sin margen de error su paso por ella. Queremos verificar esta incomprensible realidad de los infinitos caminos.

Los electrones son lanzados de a uno y en nuestra bitácora apuntamos por qué ranura han pasado, según la reacción del detector que acabamos de introducir. Comprobamos que lo siguiente ocurre para todos y cada uno de ellos. O bien el detector delata el paso por la ranura en la que se encuentra y el electrón acaba impactando en la pared en el sitio justo en el que la bolita de pintura lo habría hecho, o el detector no se activa, delatando su paso por la otra ranura y, en efecto, el impacto se produce en el otro segmento vertical marcado por las bolitas de pintura. ¡Ahora los electrones se comportan como partículas! El solo hecho de observar ha modificado el resultado del experimento. ¿Extraño? Bienvenido al universo cuántico.

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