Por Andrés Gomberoff, académico UNAB Agosto 14, 2013

© Frannerd

Arrow demuestra que es imposible encontrar un sistema de elecciones, es decir, una fórmula para ordenar las preferencias de la sociedad a partir de las preferencias de cada votante que cumpla con todas las características de un resultado matemáticamente “justo”. 


Robin Farquharson y Michael Dummett formularon una célebre conjetura: si un sistema electoral satisface la condición de unanimidad, si además siempre da origen a un ganador sin posibles empates, y si no es manipulable, entonces… sólo puede ser una dictadura.


Al aproximarse a una elección, y en el fulgor encendido del debate sobre la justicia de los distintos sistemas electorales, surge una pregunta esencial: ¿existe algún sistema electoral perfectamente justo?  La intuición parece decirnos que no. Podemos ejemplificarlo con un partido de tenis: es posible ganarlo a pesar de que nuestro adversario consiga la mayoría de los juegos (por ejemplo, al ganar en tres sets 0-6, 6-4, 6-4). Alguien podría decir que eso es un poco injusto, de igual manera como en Estados Unidos un candidato a la presidencia puede ganar la elección sin tener la mayoría de los votos de los ciudadanos. En el caso norteamericano, los puntos son a los ciudadanos lo que los electores a los juegos del tenis.  Pero las reglas, más que ser justas o injustas, reflejan cómo queremos que sea el juego. El sistema electoral influye en el comportamiento de una sociedad tal como las reglas de puntuación del tenis en el comportamiento de los tenistas.  

Así, existen muchos métodos electorales, cada uno con sus ventajas y sus falencias, y el que firma está lejos de ser un experto en estas vicisitudes. Sin embargo, incluso si pedimos a un sistema eleccionario condiciones mínimas,  en una sociedad perfecta sólo imaginable en el universo abstracto de las matemáticas, llegamos a una conclusión aterradora: no existe un sistema que refleje de modo perfecto las preferencias de la ciudadanía en un conjunto finito de personas.

Un resultado de este tipo fue publicado por primera vez  por el economista neoyorquino Kenneth Arrow en 1951, en su tesis de doctorado. Allí establece el que conocemos hoy como el teorema de imposibilidad de Arrow, fundando al mismo tiempo una nueva disciplina: la teoría de la elección social. En 1972 recibió el Premio Nobel de Economía. Tenía 51 años y es todavía el más joven de los galardonados en esta área.

 

CONDORCET: LA PARADOJA Y LA PENA

Marie-Jean-Antoine Nicolas de Caritat, conocido como el marqués de Condorcet, fue una de las mentes más brillantes del siglo XVIII. Practicó la filosofía, las ciencias sociales y las matemáticas, además de ser un influyente líder de la Francia revolucionaria.  Él pensaba que la ciencia debía ser capaz de resolverlo todo, y debe haber sido uno de los primeros en utilizar las matemáticas para estudiar problemas sociales. “Todos los fenómenos son igualmente susceptibles de ser calculados, y todo lo que se requiere para reducir la naturaleza a leyes similares a las que Newton descubrió con la ayuda del cálculo es tener un número suficiente de observaciones y una matemática suficientemente compleja”, escribió. En particular, pensaba que las matemáticas debían ser utilizadas para encontrar el sistema electoral perfecto. Uno que produjera una justicia democrática reflejando, en el resultado de una elección, la preferencia de los electores de forma óptima. Construyó entonces un sistema que conocemos como el “criterio de Condorcet”, y al mismo tiempo se dio cuenta de una sorpresiva paradoja. Suponga que tenemos tres candidatos en cierta elección. Cada participante de la elección debe ordenar a los candidatos en su orden de preferencia. El criterio de Condorcet indica que el ganador de la elección es aquel candidato que enfrentado a cualquiera de los otros dos obtiene un mayor número de preferencias. Esto parece obvio. Sin embargo produce situaciones paradojales. Veamos un ejemplo (uno que el mismo Arrow discute en su artículo fundacional).

Suponga que los tres candidatos son: Rojo, Amarillo y Verde. Y hay tres votantes, Pedro, Juan y Diego. Obviamente  esto no es realista, pero no importa, pues es sólo un ejemplo.  Suponga que Pedro prefiere a Rojo sobre Amarillo y a Amarillo sobre Verde. Juan prefiere a Amarillo sobre Verde y a Verde sobre Rojo. Diego a Verde sobre Rojo y a Rojo sobre Amarillo. Entonces ¿Quién gana la elección?  La mayoría, prefiere a Rojo sobre Amarillo (Pedro y Diego). También la mayoría prefiere a Amarillo sobre Verde (Pedro y Juan). En este momento podríamos concluir que la comunidad prefiere a Rojo sobre Amarillo y a Amarillo sobre Verde, y por lo tanto que Rojo es el ganador y Verde el perdedor. Pero la sorpresa es enorme al constatar que las mayoría prefiere a Verde sobre Rojo (Juan y Diego). Una bella paradoja. La paradoja de Condorcet. El criterio de Condorcet falla en elegir un ganador en este caso. 

El destino de Condorcet también fue paradojal. Su ideal de justicia lo obligaba a estar en contra de la pena de muerte. Fue así como su oposición a la ejecución del rey Luis XVII lo llevó a prisión. Ahí fue encontrado muerto en marzo de 1794, en misteriosas circunstancias.

 

JUSTO EN LA MEDIDA DE LO POSIBLE

¿Existe un sistema electoral que siempre determine ganadores y que sea perfectamente justo? La pregunta no está bien planteada hasta que no definamos con mayor precisión la palabra “justo”. Es difícil hacer precisiones matemáticas de conceptos valóricos. Sin embargo, hace 62 años, el economista estadounidense Kenneth Arrow aceptó el desafío. Era estudiante de doctorado en la Universidad de Columbia, y en su trabajo de tesis “Elecciones sociales y valores individuales” propuso lo que hoy se denomina Teorema de imposibilidad de Arrow. En este trabajo, el autor imagina  un sistema electoral en que cada ciudadano, al igual que en el caso de Condorcet, debe hacer un ranking de sus preferencias. Arrow demuestra algo espectacular e inesperado: es imposible encontrar un sistema de elecciones, es decir, una fórmula para ordenar las preferencias de la sociedad a partir de las preferencias de cada votante que cumpla con todas y cada una de las siguientes características, que él propone como una razonable definición matemática de un resultado “justo”. Primero, la llamada condición de unanimidad, que dice que si todos los votantes prefieren a un candidato sobre otro,  digamos a Rojo sobre Verde, entonces  el resultado de la elección ordenará  a Rojo sobre Verde. Segundo, que no hay dictadores. Esto es que no existe un ciudadano cuya preferencia decida la elección. Tercero, que la preferencia social de cierto candidato respecto de otro, digamos, Verde sobre Rojo, es independiente de la existencia de otros candidatos.

Dicho de otra manera, si al terminar el proceso uno de los candidatos se retira, esto no afecta el resultado. 

Las tres características parecen razonables, y sin embargo son matemáticamente incompatibles. La demostración, desafortunadamente, es más compleja y larga de lo que nos permite este espacio. 

 

SINCERIDAD VERSUS "VOTO PERDIDO"

En lo anterior asumimos que cada individuo ejercía su voto sinceramente.  Sin embargo, esto suele no ser así. Escuchamos a menudo a algunos que nos sugieren no votar por cierto candidato que nos gusta, aduciendo que será un “voto perdido”. Que es mejor apoyar a otro con ideas similares para asegurar su elección. Un buen sistema electoral debiese incentivar el voto sincero, de modo que el resultado de la elección sea una fotografía real de las preferencias ciudadanas. Este problema fue observado en 1873 por el matemático y escritor británico Charles Lutwidge Dodgson, más conocido por su seudónimo literario, Lewis Carroll. Escribió: “Este sistema hace que una elección sea más un juego de habilidades que un test real de los deseos de los electores (...) mi opinión es que es mejor que las elecciones sean decididas por los deseos de la mayoría que por aquellos que resulten tener mayores habilidades en este juego”.

Se dice que un sistema eleccionario es manipulable cuando a algún individuo le conviene mentir en sus preferencias para que el resultado de la elección esté más de acuerdo a las opciones que él quiere favorecer. Un precursor del estudio de este fenómeno fue el sudafricano Robin Farquharson, quien, junto al filósofo Michael Dummett, formuló  en la década de los 50 una célebre conjetura, que luego fue demostrada por Allan Gibbard y Mark Satterthwaite. Se trata de otro teorema de imposibilidad. Plantea que si un sistema electoral satisface la condición de unanimidad discutida arriba, si además siempre da origen a un ganador sin posibles empates, y si no es manipulable, entonces…  sólo puede ser una dictadura. Sorprendente. O quizás no tanto. Estamos hablando aquí de matemáticas. Los sistemas de elecciones de una u otra manera nunca satisfacen por completo todas estas condiciones.  Por otra parte, en la práctica hay muchas otras variables y complejidades que estos escenarios matemáticos simples no pueden tener en cuenta. 

Lo importante para estos efectos es notar que las cosas no son siempre como uno tendería a pensar. Y que la ciencia es útil incluso en áreas en donde la discusión pública suele ignorarla.  Eso lo entendía muy bien  Farquharson. Al igual que el marqués de Condorcet, el destino del sudafricano fue una irónica tragedia, que lo terminó marginando de la misma estructura social que había sido el objeto de sus cuidadosos estudios. En el caso de Farquharson, fue un desorden bipolar con fuertes episodios psicóticos lo que le impidió seguir su carrera científica -y  probar por sí mismo su conjetura- a la edad de 25 años. Encontró trabajos esporádicos  y pasó largos periodos vagabundeando, durmiendo en casas de conocidos o en la calle. Escribió un libro, Drop out!, acerca de su vida marginada de la academia y de la sociedad. El príncipe de la sinceridad electoral, una mente simultáneamente privilegiada y enferma, murió a los 42 años en Londres, en abril de 1973. 

Su muerte, en medio de un incendio aparentemente intencional, sigue siendo tan misteriosa como la de Condorcet.

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