Por Nicolás Alonso Agosto 7, 2013

© Fernando Rodríguez

Le gusta pensar como un investigador o un viajero en el tiempo, una especie de Sherlock Holmes de la fauna chilena, que sigue huellas que no son pisadas en el barro, sino secuencias genéticas. “El ADN es maravilloso, es una ventana en la que uno puede ver el pasado”, dice Ángel Spotorno.


“Esto nos da a entender que nuestra biodiversidad está aún en pañales, y especialmente en el Norte”, dice Pablo Valladares, biólogo del equipo. “Es probable que estemos afectando a especies que aún no conocemos”.


El científico se sube a su auto y deja las dos cajas sobre el asiento del copiloto. Maneja lento, con cuidado, mirándolas de reojo. Está nervioso. Sabe que las posibilidades son mínimas, pero lo aterra la idea de que alguien lo choque y el auto se incendie. No soportaría perder esas muestras. 

Se baja en el Museo de Historia Natural con el material en las manos, y con aire solemne. Le entrega en sus manos al curador el trabajo en que ha estado concentrado con su equipo desde 2005. Este 6 de agosto sucede algo que no ocurría desde hace 21 años: la institución inscribirá un nuevo tipo de mamífero chileno. Ángel Spotorno, de 69 años, el descubridor tanto ahora como hace dos décadas, recibe las felicitaciones de rigor.

Luego sale, con una tristeza que no entiende bien, y se sumerge de nuevo en su mundo: la Facultad de Medicina de la U. de Chile, sus laberintos de salas subterráneas, su laboratorio de genética evolutiva. Allí ha estado los últimos 47 años, estudiando la morfología, los cromosomas y el ADN de los mamíferos chilenos, buscando algún rastro que lleve a eslabones perdidos. También ha recorrido el país poniendole trampas a esos animales fantasmas.

Spotorno es una de las mayores eminencias en genética evolutiva del país y un experto en Darwin, pero también tiene otra faceta: es catequista los fines de semana, y desde hace 23 años prepara a padres para bautizos en una iglesia de La Cisterna. Por eso, al final de varias horas de conversación, dirá que una razón de lo que hace también es para complacer a Dios. “Es un acto trascendental. En primer lugar un mandato bíblico que está en el libro del Génesis”, dice, no sin emoción. “En él, Dios le ordena al hombre, después de crearlo, que ponga nombre a las plantas y animales. Es plenitud la palabra que mejor refleja lo que se siente al cumplir esa misión esencial”.

En las dos cajas que entregó estaban los resultados de esa misión: el holotipo, el esqueleto y los órganos de su nueva especie, la cuarta de su paternidad, descubierta en las dunas de Punta de Choros, y luego rastreada genéticamente, miles de años hacia atrás, hasta tener la certeza de que se trataba de una rama evolutiva nunca antes vista. 

Es el mamífero 5.502 en ser nombrado, según registró el mes pasado la revista neozelandesa Zootaxa. La Eligmodontia dunaris o la “laucha de las dunas” chilena. 

Una menos, para Spotorno, en esa vieja deuda con Dios.

 

EXPLORADOR DE GENES

Decía Borges que toda vida consta en realidad de un solo momento: el momento en que el hombre sabe para siempre quién es. Spotorno puede decir, sin vacilar, cuál fue el suyo: a los diez años, por culpa de un insectario. Le habían pedido que lo hiciera como tarea en su escuela de San Felipe. “Perseguía a una pepsis, y recuerdo dónde la pillé, en qué matorral, a qué hora. Es el momento peak de mi vida”, dice. “Algo pasó en mi mente que las cosas enfocaron, adquirieron sentido. Una sensación de que la vida no es vana, sino una aventura”.

Cuenta esa historia sentado en su pequeña oficina-laboratorio del Instituto de Ciencias Biomédicas, entre montones de papeles amarillos acumulados durante décadas, y cajas con cabezas de roedores. Son los materiales con los que ha descrito, junto a su equipo, los cromosomas de una treintena de mamíferos chilenos, y cerca de 900 secuencias de ADN. Sólo para la dunaris, las bases a analizar eran 58 mil, de 27 ratones. Por su sala ha pasado una generación de genetistas, y se lo considera pionero en medicina evolutiva del país, una disciplina que busca encontrar aplicaciones de la evolución en la medicina, y los vestigios de moléculas apagadas en los genes. “El ADN es algo maravilloso, es una ventana en la que uno puede ver el pasado”, dice entusiasmado. “¡Es nuestra máquina del tiempo!”.

Le gusta pensar en esos términos, como un investigador o un viajero en el tiempo, una especie de Sherlock Holmes de la fauna chilena, que sigue huellas que no son pisadas en el barro, sino secuencias de ADN. Así pudo saber que la “laucha de las dunas” se trataba de una eligmodontia, una rara línea de roedores sudamericanos muy pequeños y de pelaje suave. Pero también que no era ninguna de sus parientes argentinos, ni chilenos. Esto era otra cosa, y así lo demostraban sus piernas largas, su lomo de dos tonos y sus 7 cm de largo, sin cola, pero también lo más importante, su sangre. En esta última se juega el descubrimiento en nuestros tiempos. A él le hubiera gustado nacer antes, ser un explorador, pero no se queja. “Ahora tenemos herramientas maravillosas”, dice. “Darwin buscaba conchitas, y yo busco cromosomas”.

Sobre su escritorio está el libro Darwin y la evolución, que publicó con Alberto Veloso para el bicentenario del naturalista inglés. Es el científico que siempre lo ha obsesionado, a quien cita con facilidad, y el primero en describir una eligmodontia en el Beagle. Es la sombra que lo mira desde el pasado. Porque primero fue el insectario, pero el segundo golpe llegó con Darwin y sus ideas, aún polémicas en la época, que le cambiaron la visión del mundo. Y lo llamaron a ser un descubridor. 

Luego de estudiar Biología, decidió irse a Berkeley a cursar un doctorado en Zoología. La elección no fue casual: era la única universidad que tenía una colección importante de mamíferos chilenos. En Chile, dice, casi no se le daba importancia al tema, debido a que había un desprecio generalizado por la taxonomía. Por eso partió con una maleta llena de ropa, y con otra llena de hígados de mamíferos chilenos escondidos, con los cuales se encerró durante dos años, al otro lado del mundo, con el objetivo de saberlo todo sobre los mamíferos de su país.

A su regreso, cuenta, no tardó demasiado en lanzarse a buscar nuevas especies. La Unesco reconoce la zona central de Chile como uno de los 25 sitios con mayor número de especies exclusivas, y en ese momento ya había diez. En 1992 llegaría la número once, y primera de Spotorno: un roedor llamado Loxodontomys pikumche, descubrimiento al que nadie le dio mucha importancia. Al genetista le pareció un escándalo el poco interés general por la fauna, pero luego correrían similar suerte sus hallazgos de un nuevo lagarto y una vizcacha ecuatoriana. Acostumbrado a la indiferencia, aún no comprende la gran repercusión que está teniendo su roedor de las dunas. Pero tiene algunas hipótesis: “En primer lugar, éste es un roedor bonito, eso influye, pero también hay un mayor cultura ambientalista, y recordemos que es de Punta de Choros”, dice. “Ahí hay algo de política”.

Mientras dice eso, va al fondo de su oficina y saca una cajita. La abre con delicadeza y muestra un ratón disecado, de color amarillo grisaceo en el lomo, y blanco abajo. Luego saca una serie de pequeños cráneos bañados en metal, y unos frasquitos llenos de diminutos órganos. Toma un pequeño cráneo con sus manos, y se detiene a mirarlo. “Los cráneos son un objeto tan bello, tan lleno de información”, dice.

Lo que tiene en la mano es el mamífero número 12.

 

GÉNESIS DE UN ROEDOR

La historia comienza en las dunas de Punta de Choros. Carlos Zuleta, un biólogo de 50 años de la U. de La Serena, que alguna vez fue un estudiante que quedó impactado por una conferencia de Spotorno sobre Darwin y se transformó en su aprendiz, recorre las costas de Los Choros haciendo un estudio de la biodiversidad del lugar. Entonces, uno de sus estudiantes se acerca con una trampa llena, y de ella saca un roedor pequeño, que a simple vista parece diferente. Más tarde, en su laboratorio, lo ve pararse en dos patas y caminar dando saltos. Entonces, decide inmediatamente llevárselo a su maestro. “Veo a Ángel como un segundo padre, porque él me formó como persona”, dice Zuleta. “Ahora le quise devolver la mano”.

Tomó un bus a Santiago con tres ratoncitos encima, e irrumpió en la oficina de su maestro el 5 de septiembre de 2005. El genetista no lo podía creer: por sus características, lo que le mostraba su ex alumno era un animal de desierto, que nada tenía que hacer en la IV Región. Rápidamente se transformó en una obsesión que implicó viajes por el desierto, y decenas de trampas instaladas. “Nadie nunca había siquiera mencionado a este bicho en toda la historia, había cero pistas”, dice Spotorno. “Era un problema auténtico, me sentí como un niño de nuevo”.

En dos años, con tres ejemplares analizados, podían afirmar que la dunaris había bajado desde el Norte, valiéndose del desierto florido, y sobreviviendo en uno de los territorios más hostiles del mundo. El proyecto, que  también había incorporado a los científicos Laura Walker, Juan Marín y Germán Manríquez, estaba completado, pero entonces pasó algo que no esperaban: fue rechazado por la Revista Chilena de Historia Natural. Molestos, quisieron subir la vara y postular a una revista internacional, pero necesitaban más ejemplares. Ahí contactaron a Pablo Valladares, otro ex alumno de Spotorno, biólogo de la U. de Tarapacá de 41 años, descubridor de lagartijas, y “trampero” de buena parte del desierto de Atacama. Le pidieron que buscara a su ratón en esas tierras inhóspitas.

Ese fin de semana, afirma Valladares, por primera vez en su vida, seis dunaris, a quienes nunca había visto antes, cayeron en sus trampas, y luego otros ocho. Entusiasmado, se tomó un avión con los ratones escondidos, y se unió al equipo. Dice Valladares: “Esto es muy importante, porque nos da a entender que nuestra biodiversidad aún está en pañales, y especialmente en el Norte, que está siendo muy explotado. Es probable que estemos afectando a especies que aún no conocemos”.

Lo que vino después fueron numerosas pruebas, moleculares, de ADN y cromosomas -que recién terminaron de hacerse en 2011-, la redacción del artículo y el posterior éxito de ser aceptados por Zootaxa. Pero quizás lo más emotivo para el genetista no fue eso, sino el viaje que tuvo que hacer a Valparaíso a revisar los antiguos libros de Charles Darwin. A ver sus enormes grabados y acuarelas con los animales que vio en Chile, para cerciorarse de que su roedor era completamente nuevo. Que su gran maestro no le había ganado la partida.

Entonces sí, claro que se sintió un explorador.

 

DUNARIS, SPOTORNO 

Ángel Spotorno tiene la intuición de que hay especies de vizcachas que no conocemos, y que ésa puede ser su nueva presa. Ya tiene mucho material guardado al respecto. Luego, le gustaría escribir un capítulo contundente sobre la evolución de los mamíferos sudamericanos.

Muchas de sus respuestas las busca en la naturaleza. Todas las mañanas, dice, al atravesar la carretera, mira hacia Farellones, donde descubrió el pikumche, y se carga de inspiración. “Así me conecto con el llamado de la naturaleza”, asegura. Y agrega: “Hoy no ser un ambientalista es ser un suicida. Llevamos años de producir cobre y nada más, porque no miramos lo que tenemos, y por lo tanto tampoco sabemos para qué nos puede servir”.

También, dice, encuentra otras respuestas en la religión. Nunca entendió la contraposición entre evolucionismo y fe. Incluso, dice, es posible creer que Dios sopló al australopiteco para transformarlo en Homo sapiens. Cuando era estudiante, le bastó con mirar sus propios cromosomas para entender la relación entre ambas cosas. “El genoma es como la expresión secular del alma”, dice.

Antes de retirarse, quiere concretar un proyecto mayor: escribir un gran libro sobre la evolución del hombre. Allí quiere volcar toda su experiencia: entender su pasado, para leer su presente, e intentar responder la gran pregunta, cómo será su futuro. Cuenta esto de regreso del Museo de Historia Natural, y siente la plenitud de haber cumplido con la ley de Dios, y también, dice, con la de los hombres, al entregar su material para la historia.

Cuenta que hace dos días lo llamó su nieto de seis años, emocionado porque lo había encontrado en Wikipedia. Había visto el nombre de su abuelo junto al de su “hija” de cola larga: Eligmodontia dunaris, Spotorno. Dos nombres que, probablemente, ya no vuelvan a dividirse.

“Mi nombre va a quedar en el nombre de un ratoncito. Me produce gratitud hacer esa contribución, aunque sea en un ratón. Además, es un bicho precioso, ¿o no?”, dice, y se ríe fuerte, antes de contestarse: “Encantador, sin duda”.

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