Por Nicolás Alonso Julio 25, 2013

© José Miguel Méndez

El inesperado proyecto escolar, hoy continuado por tesistas de magíster y por científicos en Argentina, podría generar un futuro cambio en el continente antártico.


Las jóvenes científicas viajaron a la Antártica en febrero de este año, tras ganar el primer premio de la Feria Antártica Escolar.


El buque de la Armada se detiene en una de las islas Shetland del Sur, el grupo de científicos se baja, toman trozos de hielo, fragmentos de tierra o porciones de agua, y siguen a la próxima isla. No cualquier día se pisa la Antártica, y por eso José Manuel Pérez, doctor en Microbiología de la U. de Chile y de la Usach, se apura en tomar sus muestras, con la esperanza de encontrar lo que está buscando. No es fácil. Si todo el planeta Tierra fuera del tamaño de una célula humana, el Dr. Pérez caminaría hasta el Estadio Nacional, saltaría el alambrado, entraría en el terreno de juego y agarraría con sus manos la pelota de fútbol, gritando ¡eureka! Ahí una idea del tamaño de lo que busca: bacterias capaces de producir nanopartículas fluorescentes, puntos ínfimos en forma de cristal, con los que quiere crear celdas solares de bajo costo, potenciando el uso de energía solar.

Bacterias hay en todos lados, pero él, como muchos otros científicos en la actualidad, las buscan en el continente más inhóspito del mundo por un motivo muy simple: son las más duras del barrio. Soportan fuerte radiación UV, fríos extremos, escasa luz solar. Y, por lo mismo, muestran capacidades fuera de lo común, como elaborar el cristal de las nanopartículas antárticas con muy poca energía. El Dr. Pérez recogería muchas muestras durante ese verano de 2012, pensando también en algo más grande: aprovechar lo que llama “el gran laboratorio” blanco, para crear un banco de bacterias antárticas y buscar todo tipo de propiedades magníficas.

Mientras todo eso sucede, dos jóvenes alumnas de 17 años del Liceo 1, Naomi Estay y Omayra Toro, buscan un proyecto para presentar en la Feria Antártica Escolar, organizada cada año por el Instituto Antártico Chileno (INACh). Durante todo el año anterior, sin clases por el conflicto estudiantil, han aprovechado su tiempo libre para desarrollar un ambicioso proyecto científico sobre levaduras antárticas resistentes a rayos UV, con la obsesión de ganar la feria y en especial el premio de un viaje al Continente Blanco, pero ni siquiera han sido seleccionadas. Luego de llorar, y de tomarse el tema como algo personal, decidieron presentar un nuevo proyecto, aún más complejo. “Aprendimos fracasando, que es lo que debe hacer todo científico”, dice Naomi Estay.

En eso estaban cuando leyeron un boletín del INACh en que hablaban de un científico de la U. de Chile que estaba recolectando bacterias antárticas para buscar propiedades extraordinarias. En la misma publicación, un segundo artículo trataba la creciente contaminación por derrames petroleros en la Antártica, producto del crecimiento de la actividad científica y turística, y la preocupación que causa en la comunidad científica nacional. Leyeron también que la mayor dificultad era que el Tratado Antártico no permite introducir químicos en los 14 millones de km² de territorio blanco, ni bacterias externas para hacer limpieza mediante biorremediación. No se podía hacer nada si no era con algún componente propio de la Antártica.

Fue tan sencillo como sumar A + B. El resultado de esos dos eventos paralelos, que llevaría a las jóvenes a cruzarse en una serie de coincidencias asombrosas con el Dr. Pérez y sus bacterias, y luego a trabajar en conjunto en su laboratorio, no sólo terminó ganando la feria, si no que las tiene hoy, aún en cuarto medio, a punto de partir a Suecia a competir en un certamen mundial por US$5.000.

El inesperado proyecto escolar, hoy continuado por tesistas de magíster en la U. Andrés Bello y por científicos en Argentina, podría generar un futuro cambio en el continente antártico.

 

CIENCIA EN EL LICEO

El gran giro de sus vidas, dicen ambas jóvenes, fue la llegada al liceo de Roxana Nahuelcura, su actual profesora de Biología. Para entonces, Omayra, hija de taxista y de contadora en Quilicura, soñaba con ser abogada; mientras Naomi, hija de vendedora de ropa y funcionario de banco en Puente Alto, ya tenía la idea de estudiar Medicina. Antes de ese momento, en que la profesora las invitó a postular a la Feria Antártica Escolar, nunca en sus vidas se habían planteado hacer un proyecto científico propio.

Con Nahuelcura las cosas empezaron a tomar un nuevo rumbo. La profesora las hacía buscar artículos en revistas como Nature, y las invitó a formar parte de su taller de ciencia experimental. Como tampoco tenían mucho que hacer durante los siete meses que duró el paro, se dedicaron a leer papers universitarios, y a hacer sus primeros experimentos. Otras alumnas ya habían participado en ferias, y se estaba generando a través de ex alumnas un ecosistema con científicos tutores, que hoy tiene, por ejemplo, a jóvenes de segundo medio buscando algas antárticas capaces de degradar cobre. “En general, los profesores somos reticentes. Muchos subestiman a sus alumnos, creen que no van a ser capaces”, dice Nahuelcura. “O pensamos: qué gano yo. Pero las que ganan son ellas. A mí me emociona ver las oportunidades que tienen a través de esto”.

Ya tenían su gran idea: buscar una bacteria antártica capaz de degradar hidrocarburos para ocuparla como método de limpieza en la misma Antártica. Entonces la casualidad les dio una mano. El Dr. Pérez, parte de los científicos que se ofrecen para asesorar a jóvenes para la feria antártica, escogió ser tutor del Liceo 1, un poco por azar y otro poco porque prefiere integrar a su laboratorio a jóvenes de colegios públicos, más lejanos a la ciencia. El científico, que ya había hecho algunos experimentos de degradación de hidrocarburos, quedaría impresionado al oír a las estudiantes. “Yo estaba muy interesado en encontrar bacterias para buscar enzimas; pero a ellas se les ocurrió la vuelta de tuerca de ocuparlas para limpiar la Antártica. Es una aplicación supernovedosa”, dice José Manuel Pérez. “Fue casi un evento cósmico que ellas quisieran hacer ese proyecto, que nosotros estuviéramos haciéndolo, y que tuviéramos las muestras”.

Lo que vino después, durante casi todo 2012, fue la dedicación total de las jóvenes a aprender, con ayuda de su profesora, sobre microbiología, y realizar los experimentos para probar el crecimiento de más de cien tipos de bacterias en exposición al fenantreno, un hidrocarburo presente en el petróleo. Luego de meses de fracasos, y de quedarse hasta tarde esperando ver un crecimiento que no llegaba, a un mes de la fecha de entrega decidieron arriesgar. Adoptaron una nueva metodología de trabajo: intentarían hacer crecer consorcios de bacterias en vez de aislarlas, lo lógico para este tipo de experimentos. No se equivocaron. “No podíamos fallarle al profesor. Nos faltaban recursos y tiempo, por lo que tuvimos que inventar algo nuevo”, dice Omayra Toro.

Como no tenían la información para saber qué bacterias utilizar en esos consorcios, eligieron -lo dicen con risas de vergüenza-, las de colores más bonitos. Contra el tiempo, y luego de pasar una semana en el laboratorio gracias a una nueva toma, un día notaron algo distinto: una de las muestras amaneció turbia, señal de que las bacterias habían crecido. Subieron con el Dr. Pérez rápidamente a hacer los chequeos y vieron la evidencia: la bacteria, bautizada 38-C, había digerido el fenantreno hasta crecer casi al mismo nivel que la muestra paralela en glucosa. Pérez sintetizó todo en una frase: “Chicas, el experimento es un éxito”.

Las dos jóvenes, emocionadas, y aún no del todo conscientes de la importancia de lo que habían logrado, se abrazaron y sólo atinaron a llamar a su profesora.

Después de todo, dicen, se lo debían a ella. 

 

LIMPIAR EL BLANCO

Las dos jóvenes entran al laboratorio en la U. Andrés Bello, se ponen los delantales blancos sobre sus jumpers, y muestran sus experimentos. Luego de identificar a la 38-C, y más tarde a otras 11 bacterias también con resultados positivos, ganaron el primer lugar en la feria antártica, y viajaron a ese continente, en donde comprobaron la contaminación que han producido viejos tanques de petróleo y naufragios. Allí se convencieron de la importancia de intentar en el futuro aplicar un plan de biorremediación. “Para la gente es muy lejano pensar en la Antártica, pero es muy relevante que se esté contaminando”, dice Naomi Estay. “Hay millones de cosas que estudiar en ella. Es un laboratorio gigante”.

Ahora, mientras se preparan para competir en septiembre en el Junior Water Prize en Estocolmo, una de las mayores competencias de ciencia escolar del mundo, Alejandro Gran, estudiante de magíster en Bioquímica, ha profundizado su línea de trabajo, y está caracterizando las bacterias identificadas. “Lo de ellas fue un aporte gigantesco, porque fue el primer paso, y los primeros pasos son siempre vitales”, dice Gran, quien está postulando para ir a la Antártica a comprobar en la práctica el proceso.

En el laboratorio, motivados por el éxito de las jóvenes científicas, ya tienen otras dos niñas del Liceo 1 trabajando en detección de nanopartículas, y el equipo se comprometió a apoyar a todo un colegio de bajos recursos. El Dr. Pérez, por su parte, dice que tienen las puertas del laboratorio abiertas para cuando quieran volver como científicas. “Siempre les digo que ya me gustaría tener tesistas de pregrado como ellas”, dice. “Sería un lujo”.

El mayor sueño de ambas es servir como ejemplo para que otros alumnos, especialmente de liceos, se atrevan a dar el paso a la ciencia, y sus profesores los impulsen para hacerlo. “Nuestro laboratorio no era el mejor, ni nuestro colegio tenía las mejores dependencias, pero es muy valioso cuando te dan oportunidades”, dice Omayra Toro. “Creo que la profesora nunca se hubiera imaginado que con una simple invitación podía formar a una científica del futuro”.

También, dicen, un poco en secreto, que tienen otro sueño, más personal. Cuentan que el último día, antes de volver de la expedición, tuvieron que hacer un juramento por la Antártica en Puerto Natales, y tirar cada una un trozo de hielo al mar, en dirección al Sur.

Una juró que sería científica, la otra que como doctora o como pudiera ayudaría a difundir la importancia de cuidar la Antártica.

Y que volverían a ella, claro.

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