Por Andrés Gomberoff, académico UNAB Junio 13, 2013

En los cristales, los átomos se disponen espacialmente en una red compacta y ordenada. Estos arreglos tridimensionales poseen simetrías que permiten explicar muchas de sus propiedades, tales como su dureza, transparencia, su predisposición a conducir el calor o la electricidad.

Cuando Shechtman anunció el descubrimiento de “cuasicristales”, el rechazo que provocó fue tal, que a la mañana siguiente se encontró con un sarcástico regalo: el manual cristalográfico que se usaba en todos los laboratorios con un post it: “Léelo”. Era el jefe de su laboratorio.

La mañana del 8 de abril de 1982, Dan Shechtman trabajaba solo en el microscopio electrónico del laboratorio del National Bureau of Standards en Gaithersburg, a pocos kilómetros de Washington. Allí observaba las marcas producidas por un haz de electrones al impactar sobre placas fotográficas, luego de pasar a través de un cristal construido a partir de una aleación de manganeso y aluminio. Esta suerte de radiografía de la estructura atómica del cristal es como su huella digital.

Pero lo que Shechtman observó esa mañana no podía ser cierto. Todo lo que se sabía hasta entonces en la teoría de los sólidos cristalinos, cimentado en rígidos teoremas matemáticos y décadas de evidencia experimental, hacía completamente imposible la existencia de un patrón como ése. “No puede existir una criatura así”, se dijo a sí mismo. Tenía que haber un error. Quizás la muestra estaba contaminada o algo había fallado en el montaje experimental. Es lo esperable cuando éste arroja un resultado inverosímil.

Quizás, sin embargo, había algo más. Eso que todo científico sueña, con el corazón palpitante, cuando es testigo de una observación anómala: estar frente al gran descubrimiento  de su vida.

Y así fue.

LOS MOSAICOS DE LA ALHAMBRA

Hay pocas imágenes más cautivadoras que la Alhambra iluminada por el sol del atardecer, una de las muestras más sobrecogedoras del arte islámico medieval, en la que también es posible admirar la capacidad de abstracción y honda comprensión matemática de sus artistas.

La imposibilidad de representar iconográficamente a su dios, sumada a la búsqueda de la máxima sofisticación y belleza a la hora de construir obras en su tributo, parece haber empujado a los musulmanes a desarrollar un entendimiento profundo de la geometría. Los mosaicos de la Alhambra, de gran complejidad, son una acabada muestra de ello. Un museo matemático que Dan Shechtman, asiduo visitante, conoce a la perfección. Quizás atraído por su parecido con las obras artísticas que la naturaleza pone diariamente frente a sus ojos en el intrincado universo molecular de la materia, Shechtman asegura que puede reproducir los detalles de las paredes de la Alhambra en el fondo de sus párpados cerrados.

Imaginemos que queremos cubrir una pared con mosaicos. Es evidente que podemos utilizar azulejos cuadrados o rectangulares, pero también es posible cubrir el mural con piezas hexagonales. Así es como las abejas hacen sus panales. Un hexágono puede ser dividido en triángulos, de modo que también podríamos utilizar estos últimos. Sin embargo, si tuviéramos la peregrina idea de utilizar cerámicos pentagonales, no nos llevaría mucho rato comprobar que se trata de una empresa inviable. No es posible completar con ellos el teselado de una pared. Johannes Kepler ya había explorado esta posibilidad en 1619, llegando a la conclusión de que los inevitables huecos que dejaban los mosaicos pentagonales adoptaban formas interesantes como, por ejemplo, estrellas de cinco puntas como las que dibujan los niños. Tampoco es posible cubrir una superficie plana con mosaicos de siete o más lados.

Si ahora observamos los motivos pictóricos de cada uno de los azulejos de la Alhambra, notaremos que el criterio estético seguido por los artistas musulmanes buscaba representar un patrón complejo, pero ordenado. La distribución simétrica de formas y colores produce una sensación armónica en nuestro cerebro, un raro bienestar que nos conmueve, al que asociamos con la belleza. Figuras que se repiten, patrones especulares, representaciones que al ser giradas vuelven a su disposición original. Todas estas regularidades nos resultan agradables. Llevan consigo el encanto y el esplendor, la perfección de la simetría.

LA BELLEZA Y LA SIMETRÍA

Los elementos básicos de la simetría son operaciones espaciales que dejan invariante al objeto sobre el que actúan. Por ejemplo, las rotaciones o la reflexión especular. La estrella de David, símbolo de los judíos, resulta inalterable si se la rota 60 grados. La cruz cristiana, en cambio, quedará inmutable si intercambiamos sus lados derecho e izquierdo respecto de una línea vertical que pasa por su eje central. No es casual la elección de objetos simétricos,  una propiedad asociada a la belleza y a la perfección, como símbolos religiosos. Un rostro bello es, ante todo, simétrico. Ligeras asimetrías, sin embargo, como el mítico lunar que lucía Marilyn Monroe en su mejilla izquierda, pueden ser muy atractivas y un ejemplo de la complejidad del sentido estético humano.

Otra simetría importante está dada por las traslaciones: un patrón que se repite a intervalos regulares suele ser placentero. Resulta particularmente incuestionable en una distribución temporal, y está en la raíz de la relevancia del ritmo en la música. Menos evidente que las anteriores es la reflexión seguida de un deslizamiento a lo largo del plano. Como en una pared de ladrillos o en la inquietante obra “Caballeros” de Escher.

Traslaciones, rotaciones, reflexiones especulares y reflexiones desplazadas son los ingredientes básicos que nos permitirán clasificar los distintos tipos de simetría de un mosaico plano.

¿Cuántas posibilidades distintas existen? Diecisiete. Ni una más, ni una menos. Así lo demostró el matemático ruso Evgraf Stepanovich Fedorov en 1891. Más sorprendente es el hecho de que los artistas medievales de al-Ándalus, varios siglos antes, fueran capaces de plasmar estas diecisiete posibilidades en los mosaicos de la Alhambra. Esos que Dan Shechtman conoce de memoria.


LOS CRISTALES: MOSAICOS DE LA NATURALEZA

A la mayoría de quienes se sumergen en los esfuerzos intelectuales por entender las leyes de la naturaleza, éstas les resultan tremendamente bellas. Sencillas, simétricas, elegantes. Una naturaleza dotada de estas leyes no podría privarse de la ocasión de realizar por sí misma una obra que le vaya a la par a los mosaicos de la Alhambra. Es capaz, de hecho, de ir un paso más allá y producir mosaicos tridimensionales. Son los materiales sólidos a los que llamamos cristales. En ellos, los átomos se disponen espacialmente en una red compacta y ordenada. Estos arreglos tridimensionales poseen simetrías que permiten explicar muchas de sus propiedades, tales como su dureza, transparencia, su predisposición a conducir el calor o la electricidad. Un ejemplo familiar es la sal de mesa o cloruro de sodio. Éste es un cristal en el que los átomos se ordenan en una red cúbica, intercalándose un átomo de cloro y otro de sodio en cada fila, mientras la fila de al lado es exactamente igual, pero desplazada una posición, de modo que frente a cada átomo de sodio, en todas las direcciones espaciales, hay uno de cloro.

Al igual que con los diecisiete embaldosados periódicos del plano, estos arreglos atómicos se repiten en todas direcciones a distancias que, en la escala atómica, resultan prácticamente infinitas. Podemos recurrir nuevamente a la matemática y clasificar los cristales según las simetrías que poseen. En este caso, el número de posibilidades es mayor. Existen treinta y dos grupos de simetría cristalográficos. Tras décadas de exploración, se fueron encontrando materiales que se ajustaban a cada uno de ellos, dejando en evidencia que la naturaleza también es una artista ambiciosa, que agota las posibilidades que le ofrece la paleta de sus leyes.

Ningún cristal podía estar fuera de este abundante pero selecto catálogo. Ninguno. Aquella fue la verdad inconmovible que se desmoronó con estrépito la mañana en que a Dan Shechtman se le ocurrió enfriar rápidamente una aleación de manganeso y aluminio.

UNA ALHAMBRA PARA PENROSE

Roger Penrose es un caso único. Al tiempo que realizó contribuciones sustanciales a la relatividad general, su insaciable curiosidad geométrica le llevó a apretar las tuercas de muchas verdades incuestionables que acabaron crujiendo y cediendo ante su ingenio. Una de ellas fue la de la completitud del catálogo de mosaicos de la Alhambra. Si bien Penrose comprendía que las conclusiones de un teorema son inexorables, su intuición le decía que el restringir nuestra atención a los diecisiete tipos de embaldosados periódicos podía resultar en la pérdida de muchas y hermosas posibilidades. Quizás eliminando alguna de las restricciones impuestas a los embaldosados podríamos obtener resultados interesantes.

¿Era realmente necesario pedir que los patrones se repitieran infinitamente en todas las direcciones? Tal vez fuera posible dejar de lado el mantra subyugante de la simetría de traslaciones y considerar un mosaico infinito, construido con un grupo bien determinado de azulejos, pero que nunca repitiera sus patrones. Un teselado “aperiódico”. En un trabajo publicado en 1974, inspirándose en una ilustración del libro Harmonices Mundi de Kepler, Penrose demostró que era posible embaldosar el plano infinito, basado en pentágonos y usando seis tipos de baldosas. A pesar de que los teselados de Penrose no tienen la simetría de los periódicos, uno puede observar ciertas regularidades. Por ejemplo, tienen un punto en torno al cual podemos rotar de modo que una región cercana al eje de rotación no se modifique. Esta simetría es pentagonal, tabú absoluto en los embaldosados periódicos.

Cuando Roger Penrose encontró en el universo de la abstracción geométrica estas nuevas estructuras, se preguntó si las leyes de la naturaleza podrían hacer uso de esta fuente de belleza y se respondió negativamente. ¿Por qué? Al no ser periódicos, los teselados de Penrose son no locales: al alejarse del punto de simetría pentagonal, su estructura queda rígidamente determinada, algo que parece muy difícil de replicar en el mundo natural: ¿cómo podría la naturaleza producir estructuras extendidas en las que dos partes alejadas tuvieran que saber la una de la otra?

CASTIGO Y REIVINDICACIÓN

Al enfriar bruscamente la aleación metálica, Shechtman esperaba haber creado un completo desorden en su estructura cristalina. El patrón resultante de la difracción electrónica, en cambio, correspondía a un orden atómico perfecto, salvo por un hecho perturbador. Rotando las placas fotográficas 72 grados, un quinto de vuelta, los puntos brillantes volvían a su posición inicial. ¡Un patrón ordenado con simetría pentagonal! Shechtman encontró azarosamente el mecanismo que la naturaleza tenía reservado para hacer realidad la geometría de Penrose.

Cuando se convenció de que el resultado no se debía a la superposición de dos cristales, anunció en el laboratorio el descubrimiento de “cuasicristales”. El rechazo que provocó fue tal, que a la mañana siguiente se encontró con un sarcástico regalo: el manual cristalográfico que se usaba en todos los laboratorios, con un post it: “Léelo”. Era el jefe de su laboratorio. Él le respondió que no necesitaba leerlo, que enseñaba todo eso en el Instituto Technion, y que lo que había encontrado no estaba allí. Días después fue expulsado del laboratorio por ser una deshonra para el grupo. El dos veces premio Nobel Linus Pauling llegó a declarar que “no existen los cuasicristales, sólo existen los cuasicientíficos”.

Pero la abnegada determinación de Shechtman es un poderoso ejemplo de pasión por la ciencia. Refugiado en una ciudad amurallada, la Alhambra de su voluntad e intelecto, siguió luchando por sus ideas en contra de los más prestigiosos científicos de la época. Hasta que otros laboratorios del mundo terminaron por darle la razón. La shechtmanita, como bautizaron inicialmente al controvertido cristal, era una realidad en nuestro universo. Algo que lo hace más hermoso, más complejo. Los tributos humanos a la naturaleza o a sus deidades, como la Alhambra, jamás podrán competir con los prodigios que la naturaleza parece reservar para el hombre. Como estos mosaicos tridimensionales que tuvieron que esperar 14 mil millones de años para que un ser humano, un tal Dan Shechtman, pudiese vivir el placer y la pasión de observarlos.

Relacionados