Por Juan Pablo Garnham Junio 5, 2013

“No cocinamos en base a lo que queremos, sino en base a lo que el suelo nos da”, explica Guzmán, “y Chile es una de las despensas endémicas más grandes de la Tierra”. Este énfasis los obliga a salir hasta tres veces a la semana a terreno.

“Esto no es para cocineros, es para mostrarle a Chile lo que le hace bien”, dice Guzmán sobre el laboratorio que montará en su restaurante. Trabajarán en tres líneas: investigación, consultoría de alimentos y divulgación de la despensa endémica de Chile.

El suelo cruje con cada paso. Después de dos días de lluvia, el sol se cuela entre los pinos de un bosque en Quintay. Cinco hombres caminan con cuidado sobre esa frazada húmeda de hojas que han caído desde la llegada del otoño. Observan. Buscan pequeños manchones de verde donde, saben, va a aparecer en algún momento un tesoro. “A esto le llamamos leer el bosque”, dice Rodolfo Guzmán, quien los encabeza.

Los tesoros que hoy buscan se llaman setas. “Suillus luteus y Boletus granulatus”, dice Rodolfo, como si estuviera hablando de sal y pimienta. Las primeras lluvias del año las deberían hacer aparecer en cualquier momento. De un día para otro, van a surgir de esta tierra de hojas y con ellas llegarán nuevos platos al restaurante Boragó, delicias que le han permitido a este local ser el único latinoamericano en la lista de los mejores 60 restaurantes del mundo del sitio WBP Stars.

Guzmán es el el chef ejecutivo y dueño del restaurante, pero no podría quedarse en su oficina; necesita estar ahí,  junto a cuatro miembros de su cocina, buscando esas setas. Lo hace por dos razones. Primero, porque le gusta. “Me fascina. Si no estoy, me privo de algo que amo”, comenta. Segundo, porque no es tan fácil.

“Son difíciles de pillar. Se esconden bajo las hojas”, comenta, mientras muestra unos hongos que prefiere no tocar. “Hay que tener cuidado. Ésta es una seta que se parece mucho al robellón, pero que es venenosa”, dice. El chef la reconoce de lejos. “El ojo se te va afinando”, comenta. Lleva casi diez años estudiando la flora y fauna nacional. Si tiene alguna duda, le saca una foto y se la manda a una bióloga que es experta en hongos. El esfuerzo vale la pena. Le permite hacer cocina con lo que Chile entrega.  Cocina chilena, basada en el entorno endémico, como la definen.

“No cocinamos en base a lo que queremos, sino en base a lo que el suelo nos da”, explica, “y Chile es una de las despensas endémicas más grandes de la Tierra”. Este énfasis los obliga a salir hasta tres veces a la semana a terreno, al Manquehue, a Chacabuco, a Quintay. La idea es aprovechar los productos que la tierra y el mar dan a 200 kilómetros de distancia del restaurante. Esto lo complementan cinco recolecciones mayores durante el año, cuando van a San Pedro de Atacama, al desierto florido, a Chiloé y a la Patagonia.

“Si te piden que vayas a la recolección, vas”, dice Juan Pablo Reyes, un boliviano que está en su último día de práctica en el restaurante. “En otros lados puedes aprender a montar platos, pero no aprendes el origen de las cosas, como aquí”, comenta Reyes, cargando una caja de plástico. Pero la caja está vacía. Las setas aún no aparecen. Esos platos tendrán que esperar.

EL PLAN MAESTRO

Son las cuatro de la tarde en el restaurante Boragó, en calle Nueva Costanera. Reyes ya volvió a Bolivia y es el primer día de Adolfo, un practicante peruano. Está en la entrada del restaurante, observando con detención una planta de menta. Saca una por una las hojas, las limpia y las deja en un pocillo con agua. En la cocina, unos limpian lechugas, otros pelan papas topinambur, otro corta ajíes. El jefe de cocina afila un cuchillo. Faltan cuatro horas para que lleguen los comensales, por lo que este tiempo es aún de calma. Pero en el segundo piso del local pasa algo fundamental. Ahí, mientras otros trabajan, el equipo de investigación y desarrollo de Boragó piensa.

“Si se acaba una seta, hay que cambiar el menú”, dice el peruano Tommy De Olarte, sous chef y uno de los encargados de I+D. “El año pasado hicimos 750 platos, pero no porque quisiéramos innovar, sino porque el producto lo demanda”. De Olarte trabaja en esa oficina junto a Guzmán y al otro sous chef, el mexicano Sergio Meza. Lo rodean decenas de libros de cocina y de biología, prototipos de vajilla y grandes pizarrones llenos de post it de colores. Éstos conforman el sistema de organización de ideas de Guzmán y su equipo, el “canvas”, como lo llaman. Al lado izquierdo de la muralla está un calendario con las recolecciones y los viajes. Lo sigue otro calendario, que indica las fechas de aparición de pescados, frutos, hierbas y otros alimentos. Finalmente, al lado derecho, un centenar de post it indican potenciales nuevos platos: algunos dibujados, otros explicados con la letra de Guzmán. Su posición en este mapa indica su estado de desarrollo. “El canvas nos permite ver todo lo que vamos a hacer de aquí a 2014. Nos permite ordenar, visualizar y clasificar”, dice el dueño del restaurante.

En esa muralla hay ideas por hacer, como un plato en el que esperan replicar al Norte. “Queremos que te comas el desierto, pero en realidad es un macarrón gigante, con esas trizaduras que se dan en la tierra”, dice De Olarte, quien antes trabajó en los aclamados Central y Astrid y Gastón, en Lima. También hay otras invenciones ya terminadas, como un postre que evoca al Sur. “Recuerdo cuando Rodolfo me dijo que quería hacer la oveja”, dice el peruano. La idea estaba en la cabeza del chef desde hace dos años. A De Olarte no le tincó mucho, pero Guzmán insistió. “No, vamos a hacer una oveja, va a ser gracioso, pero también muy profesional”, dijo el dueño de Boragó. Construyeron una torta de leche de oveja chilota -que sólo da leche seis meses al año- que va cubierta por un algodón de azúcar integral a modo de lana. La cara es una bolita de helado, con dos granos como ojos. El resultado es tierno y delicioso.

“El desarrollo de un plato puede tardar un año o un día”, dice Rodolfo Guzmán, “tomamos vehículos para crear”.

Más que un proceso lineal, el chef lo explica como un círculo con múltiples entradas. “A veces se empieza por la estética, otras por el producto, otras por el contexto o por el juego. En muchos casos se parte del humor”. En su catálogo hay un pastel de rica rica, por ejemplo, que llega sin cubiertos y que obliga a repetir la experiencia infantil de lengüetear un plato. Otro que causa risas y sorpresa es el “frío glacial”: un pequeño merengue que llega al final de la comida. Al masticarlo suelta un sabor de menta fuerte y un vapor helado que sale por la boca y por la nariz y que evoca la experiencia de la Antártica.

“Un día puede llegar Tommy con alguna fruta del cerro, diciendo que es impresionante y en el canvas está la idea de hacer calzones rotos, entonces Sergio puede decir ‘rellenemos los calzones rotos con esto’”, explica Guzmán, “el vehículo a la memoria chilena va a ser el calzón roto, pero te lo vamos a dar de una forma en que nunca lo hayas probado”.

EL MENÚ DE HOY (NO DE MAÑANA)

Era 2001, si bien lo recuerda. Pedro Bouchon, profesor de Ingeniería Civil en Alimentos de la Universidad Católica, venía llegando de terminar su doctorado en Inglaterra. Estaba volviendo a acostumbrarse al campus San Joaquín cuando se dio cuenta de un personaje que se veía ajeno a la facultad merodeaba por el laboratorio de José Miguel Aguilera, hoy presidente de Conicyt. “Venía este ser que entraba y salía y yo me preguntaba quién era”, recuerda. Al poco tiempo lo conoció: era Rodolfo Guzmán, quien se había acercado a Aguilera para comenzar a experimentar y entender mejor los procesos químicos.

“Estaba empezando a trabajar con nitrógeno líquido, empezando a usar equipos que nosotros usamos, por ejemplo, para extraer pigmentos de flores y arbustos”, comenta Bouchon. “Me encantó su aproximación a los fundamentos, estaba tratando de descubrir la ciencia detrás de las cosas”.

En ese momento comenzó una relación cercana, que ha mantenido a Guzmán ligado al mundo académico. No es raro que sea invitado a dar charlas, por ejemplo, al magíster de Innovación que dirige Bouchon. En 2006, incluso, Bouchon, Aguilera y Guzmán viajaron juntos a un congreso científico en Windermere, Inglaterra. “Se trataba de un tema muy particular: trabajar la aireación, vender aire, que se ha transformado en un boom científico”, dice Bouchon riéndose. Cuando fue invitado, Guzmán rápidamente dijo que sí y también aprovecharon de ir a The Fat Duck, uno de los restaurantes más innovadores del mundo, cuyo dueño es Heston Blumenthal, una leyenda de la alta cocina. “Esa visita le permitió a Rodolfo reafirmar los conceptos había aprendido antes”, comenta Bouchon.

El ingeniero dice que la primera evolución que Guzmán vivió fue cuando abrió este restaurante, en 2007, pero que hoy está avanzando hacia una nueva etapa. “El nuevo momento de evolución que tendrá es el que está viviendo ahora”, comenta.

Desde el principio, la propuesta de Guzmán estuvo marcada por la experimentación y la búsqueda de materiales locales, pero hace dos años hubo un cambio. “Estuvimos a punto de quebrar por lo menos unas cuatro o cinco veces, hasta principios de 2011. Pero en 2011 el restaurante fue escogido en la lista de los 60 mejores del mundo de la WBP Stars y esto transformó nuestra vida”, comenta el chef. Empezaron a ver diferencias en los montos de facturación, más gente pedía el menú de degustación completo y no platos a la carta, llegaban reservas desde afuera de Chile con un mes o más de anticipación. Enero y febrero, antes meses muertos, empezaron a ser muy productivos. “Esto nos permitió proyectarnos y tener libertad en la cocina, que es lo más importante”, dice.

En paralelo, las recolecciones empezaron a ser cada vez más comunes. A esto se sumó la creación de la oficina de Investigación y Desarrollo. “Antes, en 2010, el menú era más estacional, pero con la oficina dijimos: vamos a pensar más, vamos a reflejar al pie de la letra lo que pasa en el suelo de Chile hoy, no mañana”, recuerda Guzmán.

Hoy no sólo están desarrollando nuevos platos constantemente; además tienen en proyecto dos libros, una línea de vajilla hecha por artesanos chilenos y una línea de ropa para cocineros cuyas ganancias, en parte, van a ayudar a una escuela de escasos recursos en Chiloé. Pero lo que más entusiasma a Guzmán es algo que, en los próximos meses, debería instalarse en una gran sala en el segundo piso del Boragó. “Junto con la Universidad Católica estamos creando un centro de investigación, donde cocineros, biólogos, ingenieros y otros científicos trabajaremos juntos”, dice el chef. Pedro Bouchon sería la contraparte desde la UC.

La idea es materializar el proyecto dentro del próximo semestre. “Esto no es para cocineros, es para mostrarle a Chile lo que le hace bien”, dice Guzmán. Trabajarán en tres líneas: investigación, consultoría de alimentos y divulgación de la despensa endémica de Chile. Entre otras cosas, van a publicar gran cantidad de información que Boragó ya ha recolectado sobre frutos, hierbas y otros alimentos en un sitio web, explicando cuándo y dónde crecen, cómo extraerlos sin dañar el entorno y cómo cocinarlos. “En Chile todas las especies están bien documentadas, pero nadie lo ha hecho desde el punto de vista gastronómico”, concluye Guzmán.

TESOROS ENTERRADOS

En Quintay, todo es perfecto. Toda la filosofía del restaurante está sintetizada. “Es un lugar al que puedes venir a recolectar todo el año”, dice Guzmán. De hecho, el chef ha creado más de un plato inspirado en este sector. Hay un pescado que se saca de esta playa y se sirve encima de las hojas de los pinos, evocando el aroma de este lugar. Otra creación es un tártaro de una vaca que pasta en esa zona, servido con una especie de trébol que se da de vez en cuando por ahí: la Oxalis carnosa. “Es cítrica, pero salada. Somos adictos a sus hojas, son súper sustanciales”, comenta Guzmán, quien está feliz, a pesar de que las setas no aparecen por ningún lado aún. Al no encontrarlas, deciden dejar el bosque y bajar a los roqueríos.

“Vamos a sacar perejil de mar. Mira, hay espinacas de mar”, dice el chef. “Toma, prueba”, repite una y otra vez. Este gesto es casi un mantra: lo hace con hojas y flores, todas las cuales identifica con sus nombres, sabores e historia. En el caso de estos vegetales, la sensación es la de sus parientes del campo, pero con un toque salino, rastro del mar que revienta a unos metros. El chef y su equipo empiezan a cosechar, con cuidado de no dañar las plantas. Y, de repente, encuentran algo que los sorprende: Oxalis carnosas. Se supone que se habían acabado.

“¿Es broma, o no, Rodolfo? ¡Que haya carnosas todavía!”, dice Sergio Meza, uno de sus sous chef. Hace unas semanas habían venido y no quedaban. Ya se había acabado la temporada. “Esto es un lujo”, responde Guzmán mientras se llena las manos de estos tréboles, que por un lado de sus hojas son verdes y por el otro son brillantes.

El viaje ha valido la pena. El chef está satisfecho. “Todo esto podría ser una tontera para unas personas”, concede Guzmán, “pero para nosotros es lo que nos hace únicos en el planeta”.

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