Por Charlie Donoso A. Abril 18, 2013

Neptuno fue el primer planeta descubierto sólo con lápiz y papel, lo que tuvo un gran impacto. Algunos llegaron incluso a plantear que el fin de la ciencia estaba cerca.

Galileo Galilei podría haberlo evitado todo. Si cuando se obsesionó con las lunas de Júpiter -entre enero de 1610 y enero de 1613-, lo que lo llevó a concluir que la teoría heliocéntrica de Copérnico  era correcta, se hubiera percatado de que esa esfera azulada que confundió con una estrella era en realidad un nuevo planeta, habría impedido una intriga que enfrentaría a Francia e Inglaterra por más de un siglo y medio.

No sucedió así, claro. Galileo fue condenado por la Inquisición y el expediente con los documentos que aclaraban el descubrimiento de Neptuno -muy posterior- desapareció de la Universidad de Cambridge en la década de los 60 sólo para aparecer, bajo una cama, en La Serena, Chile, en 1998. Sólo entonces el mundo conoció la verdad.

La historia comenzó a fines del siglo XVII, cuando se observaron anomalías en el movimiento de Urano. Era un problema apremiante de la mecánica celeste, pues cuestionaba la teoría de la gravitación universal: o Urano, por estar muy lejos del Sol, no obedecía a las leyes de Newton, o un planeta distante lo perturbaba.

En 1845, el director del observatorio de París, François Aragó, encargó a Urbain Le Verrier -brillante estudiante de la Ecole Polytechnique- solucionar el problema Urano. El 1 de junio de 1846 la Academia Francesa de Ciencias publicó su respuesta al enigma: un objeto planetario no identificado debería encontrarse en los 325° de longitud eclíptica. El 23 de septiembre de 1846, Johann Galle exclamó en el Observatorio de Berlín: “¡Ese astro no está en el mapa!”. El planeta de color azul verdoso fue llamado Neptuno en referencia al dios romano del mar. Gloria para Francia.

Pero, al otro lado del canal de la Mancha, se escribía una historia paralela. En Inglaterra, en 1845, el matemático John Adams había entregado cálculos posicionales sobre un astro desconocido a George Airy, astrónomo real, y al director del Observatorio de Cambridge, James Challis, quienes lo ignoraron. Cuando se enteró del descubrimiento de Le Verrier, Challis rastreó entre julio y septiembre de 1846, sin éxito. Los cálculos de Adams eran inexactos.

Neptuno fue el primer planeta descubierto sólo con lápiz y papel, lo que tuvo un gran impacto. Algunos llegaron incluso a plantear que el fin de la ciencia estaba cerca. “Lord Kelvin dijo que a la física le faltaba resolver dos pequeños problemas: la radiación de cuerpo negro y el resultado negativo del Experimento de Michelson y Morley”, comenta el chileno José Maza, Premio Nacional de Ciencias 1999 y director del proyecto AstroBus, sobre el presidente de la Royal Society de ese entonces. “El primero originó la mecánica cuántica y el segundo la Teoría de la Relatividad. Así de pequeñas eran las cositas de Lord Kelvin. ¿De dónde le venía esa confianza? Del orgullo que significó descubrir Neptuno con un lápiz”.

Inglaterra estaba en shock. Airy comunicó al mundo que recibió los datos de Adams antes que Le Verrier descubriera Neptuno y pidió a París compartir el éxito.

Airy también procedió a ordenar la correspondencia sostenida con Adams y con la elite científica británica y francesa por el caso Neptuno. Archivó todo en una carpeta que nombró “The Neptune File” y depositó en la bodega del Observatorio Real de Greenwich (RGO). Desde ese lugar, y posteriormente desde Cambridge, la respuesta a los historiadores que querían consultar ese expediente siempre fue: “Archivos imposibles de hallar”. En 1994, el bibliotecario de Greenwich, Adam Perkins, anunció que los Papeles Neptuno estaban perdidos desde los años 60. Era difícil creer que documentos con tal valor histórico desaparecieran. Así fue creciendo el rumor de una conspiración británica.

 

Una vida en la oscuridad

En 1948, en la Universidad de Wisconsin, Estados Unidos, Olin J. Eggen obtuvo su doctorado en Astrofísica. Fue pianista, barman y espía durante la Segunda Guerra. Publicó relatos como The Lunatic Fringe bajo el seudónimo de Nilo Negge. Entre 1949 y 1977 investigó en el Observatorio Lick, en California, y fue asistente del astrónomo real en el RGO entre 1956 y 1961, y entre 1963 y 1965. Aquí reordenó la biblioteca trasladada al castillo de Herstmonceaux. Luego sufrió la decepción de no ser nombrado astrónomo real tras la muerte del titular, cargo honorífico cuya misión es informar a la familia real, y quien tradicionalmente cumplía la importante labor de diseñar las cartas estelares para navegación en alta mar.

Tras enseñar en el Instituto de Tecnología de California (Caltech) y el Observatorio australiano de Mount Stromlo, en 1977 Eggen llegó al Observatorio Interamericano  Cerro Tololo (CTIO), entonces el más grande del hemisferio sur. Le gustaba trabajar solo. En Notas desde una vida en la oscuridad, apuntó: “Los años recientes revelan una especie en extinción: el astrónomo solitario”.

El astrónomo inglés Malcolm Smith, ex director de AURA en Chile (el consorcio estadounidense que administra el CTIO), lo recuerda como una persona reservada. “Una vez renunció a la mitad de su sueldo para que contratáramos a un astrónomo joven”, rememora. El actual director de CTIO y representante de AURA en Chile, Chris Smith, fue colega de Eggen en los años 90 y dice que en las reuniones se imponía su autoridad. “Si Olin hablaba, todos callaban”, recuerda.

En 1996, Eggen contestó desde La Serena una carta al investigador Peter Andrews, de Greenwich, consultándole por la famosa carpeta de Neptuno. La respuesta fue: “No tengo esos archivos”. La misma respuesta envió al escritor Ian Ridpath. Malcolm Smith recibió otros requerimientos, en particular del investigador Dennis Rawlins, quien siempre creyó que los británicos conspiraron. “Cuando le preguntaba (a Eggen), respondía: No recuerdo tener esos papeles”, cuenta Smith.

El 2 de octubre de 1998, en un vuelo entre Sidney y Canberra, Olin Eggen falleció de un paro cardíaco.

 

La caja debajo de la cama

El 16 de octubre de 1998 el astrónomo Nick Suntzeff -cofundador del grupo de caza de supernovas High-Z que ganó el Nobel de Física 2011- y la asistente Elaine MacAuliffe ingresaron a la casa de Eggen en La Serena para retirar sus cosas y enviarlas a su familia en California. Unas cajas bajo la cama llamaron su atención: Suntzeff las abrió y alzó un grupo de manuscritos de una carpeta con el nombre “The Neptune File”.

“Fue un shock”, recuerda Suntzeff. “Fue fascinante tocar las cartas de los protagonistas de la controversia Neptuno”. Entre ellas, se contaban 106 remitidas por Airy, 45 por Adams, 41 por Sir John Herschel, hijo del descubridor de Urano y autor del lamento “Lloro la pérdida ante Inglaterra de un descubrimiento que debió ser de ella”; 22 de Challis y 22 de Le Verrier, incluida una en que escribió “Neptuno” y dibujó su símbolo, un tridente, remitida días después de ser notificado que el planeta había sido encontrado.

A fines de octubre de 1998, mientras la noticia se expandía por el mundo con la gran ayuda de internet, en CTIO fotocopiaron los documentos y los enviaron a la sede de los observatorios nacionales en Arizona, a Caltech y al insistente Rawlins.

El 20 de octubre, Adam Perkins solicitó por medio de un correo electrónico a Malcolm Smith chequear la presencia de documentos de propiedad británica. Suntzeff recuerda que el origen de los textos y libros  valiosísimos era impreciso. “Entre ellos las cartas de Halley, quien postuló la periodicidad de los cometas al tímido Newton, donde lo instaba a publicar sus teorías”. El 2 de mayo de 1999, Perkins llegó a CTIO. Tras recopilar los archivos (estuvo dos semanas en ello), entregó en reconocimiento una copia de la carta que Darwin escribió a su hermana el 31 de mayo de 1835, desde Coquimbo, cuando recorría el litoral chileno en el Beagle. Resaltó la importancia de que no hubiera reproducciones. Suntzeff le contó de las copias. Perkins meditó y dijo: “A esta altura de la historia ya no importa”. Sonrió y volvió a Cambridge con la valiosa carga.

Suntzeff sostiene que “tener a Olin fue un privilegio: un astrónomo gigante del siglo XX. Era el típico estadounidense del Medio Oeste, para el cual su vida personal es infranqueable”.

El enigma de Eggen

Hay coincidencia en que el descubridor de Neptuno fue Le Verrier y que de alguna forma los ingleses “le robaron” Neptuno. Como apunta Suntzeff, “el francés hizo los cálculos y los publicó, método que la ciencia exige”. El profesor Maza cita a la revista Sky &Telescope, de julio de 2003, que publicó que los ingleses nunca mostraron los cálculos de Adams en la época de la discordia. “Y cuando se conocieron eran imprecisos. Por años se dijo que Airy fue negligente (y también Challis) y que Adams fue genial y había antecedido a Le Verrier. Hoy sabemos que ni Adams fue concreto ni Airy negligente. El descubrimiento es de Le Verrier y lo de los ingleses fue una anécdota desafortunada”, comenta.

En 1862, Adams sucedió a Challis como director del Observatorio de Cambridge, hasta su muerte en 1892. Le Verrier asumió la dirección del Observatorio de París en 1853, hasta su fallecimiento en 1877. Frustrado porque nunca recibió los cálculos de Adams y porque erró en la predicción matemática de un nuevo astro (bautizó en 1860 como Vulcano a un supuesto planeta entre Mercurio y el Sol), envejeció mal.

¿Qué motivó a Eggen? ¿Una revancha por no ser nominado astrónomo real? ¿Su afición de coleccionista de historia de la ciencia? Quienes lo conocieron, como Elaine MacAuliffe y Chris Smith, dicen que estudiaba a los astrónomos reales y los archivos garantizaban la investigación. Sus manuscritos se enviaron a la Universidad de Wisconsin.

Hoy, la biblioteca del CTIO lleva el nombre de Olin J. Eggen. José Maza recuerda que Eggen “trabajó en la estructura de la Vía Láctea y era quien más sabía de moving clusters. Todo indica que tomó y ocultó los archivos. Se ignora qué quería hacer con ellos. Puede que probar la participación de Adams en la trama Neptuno. Cometió el pequeño crimen de haberlos tomado y negarlo, pero no el gran crimen de destruirlos”.

Frente al Observatorio de París está la estatua del descubridor de Neptuno.

 “La lección de esta historia es que a las ideas hay que perseguirlas con pasión y no cejar hasta que se demuestren correctas o equivocadas”, concluye Maza. Neptuno y sus trece lunas tardan casi 165 años en completar su giro alrededor del Sol. En él soplan vientos de hasta dos mil kilómetros por hora. Suficientes como para agitar la vanidad humana.

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