Por Andrés Gomberoff, académico UNAB Marzo 14, 2013

Es una historia conocida. La enseñan en los colegios. Hace 100 años, más de la mitad de las arcas fiscales chilenas eran alimentadas por el salitre, una sal químicamente conocida como nitrato de sodio, importante tanto en la industria de los fertilizantes como en la de explosivos. Se llegó a producir hasta 3 millones de toneladas al año.  Pero luego la industria entraría en crisis. En 1913, la compañía química alemana BASF comenzó a producir nitratos sintéticos a partir del “proceso de Haber-Bosch”, desarrollado por los alemanes Fritz Haber y Carl Bosch. Veinte años más tarde, el volumen y precio alcanzado por la industria sintética dejaron a Chile fuera de competencia.

Pero por muy conocida que sea, hay que decir que es una historia de la que se habla poco. Quizás por dolor. Quizás por vergüenza. Y precisamente ahora, en el centenario del proceso de Haber-Bosch, el gobierno declara “el año de la innovación”. Curiosa ironía. Buen momento para reconciliarnos con la historia. Para aceptar esa derrota y reconocer que  seguimos viviendo en un país dependiente de materias primas,  de productos de baja complejidad. Es momento de releer esta historia que, además, es un ejemplo demasiado hermoso de cómo nace la genuina innovación. De las fuerzas que la inspiran y la guían. Es una historia fascinante en donde la curiosidad humana, la voluntad, el emprendimiento, el nacionalismo, la codicia y la necesidad de supervivencia se dan en la mezcla precisa para que una obra monumental aflore. Una capaz de dar vida y dar muerte. Pan y dinamita.

 

Una pareja explosiva

El nitrógeno es un elemento químico peculiar. Es el cuarto más abundante en la materia biológica, después del oxígeno, el carbono y el hidrógeno. Es parte esencial del ADN y de las proteínas, abnegadas trabajadoras de la maquinaria celular. Usted tiene más de dos kilogramos de nitrógeno en su cuerpo. Una cantidad nada despreciable, considerando su escasez: aunque es tremendamente abundante en nuestra atmósfera (es el 78% del volumen del aire que respiramos), es poco lo que podemos usar de él. En el aire está presente en forma de moléculas muy poco sociables: el nitrógeno molecular (N2) contiene dos átomos de nitrógeno fuertemente ligados y que difícilmente interactúan con otros átomos. Es por esto que es muy difícil para organismos vivos romperlas y utilizar su par de átomos en la construcción de moléculas útiles para su biología. Afortunadamente, la corteza terrestre también contiene algo de nitrógeno en forma de sales, que pueden ser asimiladas por las plantas. Una de éstas es el salitre, cuyas moléculas contienen nitrógeno. Eso permite el crecimiento de las plantas y -ensaladas mediante- todos quienes les seguimos en la cadena alimenticia.

De manera natural, el nitrógeno puede pasar de la atmósfera a las formas biológicamente útiles en la Tierra a través de dos mecanismos: o en un súbito y energético golpe como el de un rayo, que rompa las moléculas de nitrógeno; o con cierto tipo de bacterias que evolucionaron con la envidiable capacidad de hacer lo mismo.

Estos mecanismos de “fijación de nitrógeno” aumentan el contenido útil de este elemento en la corteza terrestre. Pero son procesos muy lentos, que por sí solos nunca podrían haber explicado cómo hoy se pueden alimentar siete mil millones de personas en la Tierra. De hecho, se estima que actualmente la mitad de los átomos de nitrógeno en nuestros cuerpos no vienen de ninguno de estos procesos naturales. Fueron artificialmente sintetizados en plantas de Haber-Bosch.

Si utilizáramos sólo métodos orgánicos de cultivo, con suerte podríamos alimentar a dos tercios de la población mundial.

Pero el nitrógeno no sólo es parte fundamental de muchas moléculas biológicas. Es también un ingrediente principal de la mayoría de los explosivos convencionales,como la pólvora, la dinamita y el TNT.  En estos casos, el nitrógeno atmosférico tampoco es útil. Es necesario tenerlo en formas más reactivas, como el salitre. 

Así, la importancia de nuestro antiguo producto estrella está a la vista. Es lo más cercano a una sal milagrosa que puedo imaginar.

A fines del siglo XIX, comenzó a ser evidente para la comunidad científica que el gran problema que debía enfrentar la humanidad era la futura escasez de nitrógeno. Hasta entonces, la mayor parte del nitrógeno era reciclado: los fertilizantes eran desechos orgánicos de los organismos vivos que lo contenían. Los más usados eran excrementos y orinas. El rey Carlos I de Inglaterra, por ejemplo,  en 1626 ordenó a sus súbditos recolectar la orina que acumularan durante el año, y donarla para la producción de  nitrato de potasio, otra sal rica en nitrógeno. También se utilizaba la rotación de cultivos. En particular, cada cierto tiempo era importante plantar legumbres, cuyas raíces alojan colonias de bacterias capaces de fijar el nitrógeno atmosférico.

Durante las primeras décadas del siglo XX, el salitre chileno se transformó en la gran fuente de nitrógeno. Hacia 1900, Chile producía dos terceras partes del fertilizante que se usaba en el mundo. Pero no era suficiente. Se sabía que las reservas se agotarían y se vaticinaba el fin de la civilización para mediados de siglo. Pero, como es habitual, los juglares del apocalipsis no contaban con el poder de la creatividad humana.

 

El hombre que fijó el nitrógeno

La historia de Haber y Bosch está notablemente relatada en  The Alchemy of Air, un gran libro de no ficción del norteamericano Thomas Hager (que, dicho sea de paso, sería un gran fertilizante intelectual para nuestros ciudadanos), en cuyo subtítulo se resume parte de la tragedia de este cuento: “... el descubrimiento científico que alimentó el surgimiento de Hitler”.  

Va así. Fritz Haber no era un químico muy conocido. Tenía ya 40 años en 1909, cuando obtuvo el resultado que catapultó su fama y cambió su destino. Haber logró fijar el nitrógeno del aire, algo que hasta entonces los únicos organismos vivos que lo habían logrado eran un poco común grupo de bacterias. Esto le valió el Premio Nobel de Química en 1918. La máquina de Haber era capaz de romper el N2 y crear amoniaco, molécula que contiene un átomo de nitrógeno y tres de hidrógeno.  Esto lo hacía mezclando el nitrógeno atmosférico y el hidrógeno a altas presiones y temperaturas.Haber sabía que a través de otros procesos químicos era posible transformar ese amoniaco en los codiciados nitratos.

Haber era un patriota. El incentivo máximo que alimentaba su obsesión por investigar el cómo transformar el aire en algo útil era el amor por su país.  Ese mismo patriotismo lo llevo más tarde, durante la Primera Guerra Mundial, a entrar al campo de las armas químicas: fue pionero en el desarrollo de este siniestro método de combate, produciendo el gas cloro, muy utilizado por el ejercito alemán en la guerra de trincheras.

Pero su patriotismo poco le sirvió con la llegada de Hitler. Haber era judío, y fue prontamente expulsado del instituto Kaiser Wilhelm, que dirigía. Por esos años el grupo de Haber desarrollaría el pesticida Zyklon A, que los nazis alterarían para producir el Zyklon B, gas que utilizaron para exterminar a millones de judíos. Una trágica ironía que Haber no alcanzó a presenciar. Murió en Suiza en 1934, producto de un infarto. Su corazón probablemente no soportó la traición del amor de su vida, el país al que había ofrendado su existencia.

 

El problema oportunidad

En 1874, Chile y Bolivia firmaban el tratado que regulaba los impuestos de empresas chilenas exportadoras de nitratos. El mismo año nacía Carl Bosch, el ingeniero que convirtió el método de Haber en un proceso industrial de gran escala y que le valió el premio Nobel en 1931.

Las investigaciones de Fritz Haber habían sido financiadas por BASF, la más importante entre las industrias químicas alemanas. Era una compañía cuyo rumbo hacia la genuina innovación quedaba de manifiesto en un dato: hacia 1900 tenía entre sus empleados a 148 químicos científicamente entrenados. Carl Bosch era el ingeniero a cargo de las investigaciones en nitrógeno. En la Primera Guerra Mundial, el bloqueo aliado a los embarques de salitre chileno hacia Alemania hizo del desarrollo de nitratos sintéticos un programa estratégico nacional. Bosch supo aprovechar estas necesidades, y en 1913 terminó la primera planta de amoniaco en Oppau, que ese año produjo 36 mil toneladas de sulfato de amonio, otra sal rica en nitrógeno. La importancia de la planta para la producción de explosivos hizo que fuera el objetivo del primer bombardeo aéreo estratégico de la historia militar, perpetrado por Francia en 1915. Bosch en 1925 funda IG Farben, empresa de la cual es nombrado director y que une a las compañías químicas alemanas.

Como director de la empresa, conoció al hombre a cuyo apellido quedaría ligado el suyo: Fritz Haber, con quien llegó a entablar una amistad, aunque no alcanzaron a coincidir mucho tiempo. Sus destinos, claro, serían muy distintos.

Hitler entendía la importancia crítica de la industria química para la guerra, por lo que el gobierno financió muchos de los proyectos dirigidos por Bosch, quien supo coquetear con los nazis, a pesar de ser un gran crítico a sus políticas, particularmente de las raciales. De acuerdo al libro de Hager, en una reunión con Hitler, Bosch le habría mostrado la gran importancia que los judíos alemanes tienen en el desarrollo de la física y la química. “¡Usted no entiende!”, habría respondido Hitler. “¡Entonces tendremos que trabajar 100 años sin química ni física!”.

Hoy las plantas de Haber-Bosch producen 500 millones de toneladas de fertilizantes al año, del orden de todas las reservas chilenas de hoy. Estas plantas utilizan más del 1% del consumo mundial de energía y sin ellas más de 2 mil millones de personas morirían de hambre. Su origen y desarrollo fue impulsado por muchos factores, pero de éstos, los irracionales fueron los más importantes. No se trataba de caminar sobre la seguridad de un plan estratégico hacia productos probados en algún focus group. Se trataba de salvar el mundo. De entregar todo por el país, por la ciencia, por la urgencia de ser el primero, por dejar una huella en la historia.

Una nota personal: ojalá entendamos esto a tiempo. Que el año de la innovación brillen las ideas demenciales, la ciencia básica, los empresarios audaces. Que se entienda que la genuina innovación no puede ser liderada por “expertos en innovación” ni enseñada en charlas TED. Que la fuerza de nuestra historia y nuestros errores nos guíen hacia el éxito, defendiendo aquello que Bosch tuvo el valor de defender en un memorándum al ministro de Educación nazi: la libertad intelectual y la importancia de la investigación científica sin pensar en ganancias inmediatas. ¡Feliz año de la innovación!

Relacionados