Por Esteban Catalán, desde Washington Marzo 28, 2018

Es mediodía del sábado 24 de marzo en la capital de los Estados Unidos de América cuando Edna Chávez, de diecisiete años, sube al escenario. A esa hora ya han llegado, al menos, doscientas mil personas a escuchar a los adolescentes que pedirán mayor control en la venta de armas.

“Buenas tardes”, dice Edna en un perfecto español que resuena por los parlantes instalados a pocos metros de la Casa Blanca para la llamada Marcha por Nuestras Vidas, convocada por el movimiento Never Again. Luego cambia al inglés para presentarse: “Soy una sobreviviente”.

—He perdido a muchos seres queridos por las armas. Y esto es lo normal. Normal al punto de que aprendí a esquivar las balas antes de aprender a leer.

Edna se detiene para secarse los ojos con el dorso de la mano. La multitud la anima a seguir.

—Mi hermano estaba en la secundaria cuando murió. Fue un día como cualquier otro. Escuchas explosiones pensando que son fuegos artificiales. No eran. Vi que la piel de mi hermano se volvía gris. Se llamaba Ricardo. ¿Pueden decir su nombre conmigo? —pregunta Edna, que habla con seguridad aunque ha empezado a temblar.

Y la gente dice, a múltiples ritmos, con acentos distintos: Ricardo.

 

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La normalidad, en Estados Unidos, es un territorio pantanoso. Los tiroteos son un ejemplo. En el estado de Texas, cada primer día de clases se pueden ver letreros con las instrucciones sobre cómo actuar en un tiroteo. Los consejos son tres. Primero, correr: tratar de salir del espacio en donde te puedan alcanzar las balas. Segundo, esconderse: intentar que el que dispara no te vea. Y tercero, pelear: si todo falla, se les pide a los estudiantes y profesores enfrentar al atacante.

La masacre de Las Vegas —58 muertos y 851 heridos en octubre pasado, a manos de un contador de 64 años—, la más sangrienta de la historia, no fue capaz de generar un cambio en el control de la venta de armas. Lo mismo pasó antes, incluso con aquellas en donde las víctimas fueron niños y adolescentes: pasó con Columbine y con Virginia Tech. Así pasó después del llanto de Obama por los niños de primaria en Sandy Hook.

El mismo ciclo se repite una y otra vez. Primero, consternación general. Luego, los proarmas —encabezados por la Asociación Nacional del Rifle (NRA)— citan la Segunda Enmienda a la Constitución de Estados Unidos: “El derecho del pueblo a tener y portar armas no será vulnerado”. Luego, columnas furiosas en varios medios denunciando que la NRA financia las campañas de decenas de congresistas. Luego, banderas a media asta. Y siempre, en cada parte del proceso, oraciones. Muchas oraciones. Luego, cada matanza desaparece del ciclo noticioso con una naturalidad desarmante.

Los propios sobrevivientes de Parkland dijeron estar cansados de las oraciones. Ridiculizaron a los líderes adultos de respuestas tibias y apuntaron a la Asociación Nacional del Rifle.

La serie parecía repetirse tras la matanza de Parkland, una pequeña ciudad en las cercanías de Miami, en donde hace poco más de un mes un ex alumno de 19 años mató a catorce estudiantes, tres profesores e hirió a otros catorce armado con un fusil semiautomático tipo AR-15, cargadores, granadas de humo y una máscara antigás.

Pero entonces los propios sobrevivientes de Parkland cambiaron las cosas. Dijeron estar cansados de las oraciones. Ridiculizaron a los líderes adultos de respuestas tibias y apuntaron directamente a la NRA. Se concentraron en pedir cambios específicos. Organizaron protestas: en varias escuelas vaciaron las aulas por 17 minutos, uno por cada víctima. Con la presión en aumento, lograron que el Congreso de Florida —un estado conservador que se inclinó por Trump en la pasada elección— elevara de 18 a 21 años la edad mínima para comprar rifles.

Luego la revista Time los puso en portada. Y convocaron esta marcha. Y doscientas mil personas llegaron a escucharlos.

 

Student Gun Protest Wisconsin

 

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—Por décadas, mi comunidad se ha acostumbrado a esta violencia —dice Edna en el escenario—. Es normal ver velas. Es normal ver posters. Es normal ver globos. Es normal ver flores homenajeando las vidas de los jóvenes negros y morenos que han perdido sus vidas con una bala.

Cada “normal” de Edna se vuelve una palabra más aguda y alta. Los parlantes amplifican su voz hasta los jardines de la Casa Blanca, aunque Trump no está ahí. El presidente ha viajado el día anterior precisamente a Florida para cenar con su abogado. La razón es que el canal CBS ha anunciado una entrevista a la actriz porno Stormy Daniels, que luego dirá, en horario prime, que le dio unas nalgadas al ahora presidente y luego fue amenazada frente a su hija para no recordar el episodio.

El rol de Trump, paradójicamente, resultó crucial para impedir el habitual olvido de la matanza de Parkland y avivar la indignación. Después de la tragedia, sus asesores organizaron una audiencia con víctimas de la violencia armada destinada a darle aura de estadista. Ahí fue fotografiado con un torpedo de instrucciones, como decirles a las víctimas “te escucho”. Trump lanzó entonces su propuesta: si hay tiroteos en las escuelas, armemos a los profesores. La idea, por insólita que parezca, encontró defensores en medios como Fox News, el canal favorito de la derecha estadounidense.

El presidente de Estados Unidos quiso además dejar en claro que él le habría hecho frente al asesino. “Realmente creo que habría corrido hacia adentro (de la escuela), incluso si no tuviera un arma”, dijo ante la mirada de las víctimas. Luego llamó “cobarde” y “repugnante” al guardia del colegio que no entró a detener al atacante.

Ahora, en la marcha que recorre la avenida Pennsylvania en este sábado soleado, la mayoría de los manifestantes se acuerdan de Trump. En el escenario, Edna ha dejado su lugar a un chico que pide “armarnos con lápices, ¡con lápices!”. En el público, destaca el cartel de una profesora veterana: “No me armen, apenas puedo sostener mis cosas”.

En el escenario, un chico pide “armarnos con lápices, ¡con lápices!”. En el público, destaca el cartel de una profesora veterana: “No me armen, apenas puedo sostener mis cosas”.

La protesta parece animar por igual a chicos y veteranos. Jackson Faw, de 58 años y nacido en Atlanta (Georgia), marcha con un cartel que dice: “Sólo porque soy un redneck no significa que voté por este hijo de puta”.

—Desafortunadamente, tengo que tener uno de estos carteles por estos días porque todos juzgamos  —dice—. Soy un hombre blanco del sur, de mediana edad, así que demográficamente sería uno de los votantes de Trump. Esto (el cartel) es un chiste, pero a la vez es malo que sea necesario llevarlo.

—Me imagino que ha visto muchas de estas protestas por control de armas en su vida. ¿Cree que pueda cambiar algo ahora?

—Absolutamente. Ya ha habido un cambio. Hemos visto que piden el chequeo de antecedentes para comprar un arma, que definitivamente tiene que pasar, e incluso hay apoyo entre los congresistas que reciben dinero de los fabricantes de armas. Creo que esos cambios los veremos.

—¿Y prohibir las armas de asalto (rifles, por ejemplo)?

—Esa está difícil. Esa sí va a demorarse un tiempo. Pero creo que vamos en la dirección correcta.

Esa es la paradoja de la marcha: la pasión y la épica del escenario no exigen impedir la compra de armas. Ni siquiera cuestionan el derecho que defiende con fervor la otra mitad del país. Los objetivos son humildes —como prohibir los fusiles semiautomáticos y vigilar los antecedentes de los compradores—, a excepción de uno: hay que inscribirse y empezar a votar. Porque el voto de los jóvenes —los denominados millennials, es decir, los que tienen entre 18 y 34 años— sería clave para generar cambios: representan el 31% del electorado en Estados Unidos y suman cerca de 70 millones de votos. Sin embargo, en la última elección votaron menos de la mitad.

 

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La normalidad, en Estados Unidos, es una foto borrosa. Algunos cálculos aseguran que hay más armas que habitantes. Según la Campaña Brady, que aboga por mayores controles, cada día mueren 93 personas por disparos. Lejos del progresismo de las grandes ciudades, en los estados mayoritariamente rurales el derecho a portar armas es casi un principio sagrado. Pero hay pequeñas señales de cambio. Una encuesta de comienzos de marzo mostró que nueve de cada diez estadounidenses aprueban pedir más control de antecedentes a compradores de armas y ocho de cada diez respaldan subir a 21 años la edad mínima para adquirir una.

Detrás del debate subyace una batalla política feroz. Cuando los sobrevivientes de Parkland empezaron a atraer la atención mediática, desde el Partido Republicano acusaron que no era más que un grupo movilizado por los demócratas e incluso repleto de “actores”. Un candidato de Maine llegó a llamar “lesbiana skinhead” a Emma González, la cara más visible del movimiento. El repudio general lo obligó a retirar su candidatura.

La apuesta demócrata es que el fervor crezca a la espera de las elecciones del midterm, en noviembre próximo, cuando se renueve la Cámara de Representantes y un tercio del Senado, además de gobernadores. El control republicano de ambas cámaras del Congreso anula hoy cualquier chance de una reforma profunda sobre las armas. Pero la cúpula demócrata confía en que el movimiento Never Again marque los comicios de fin de año. De recuperar la mayoría en la Cámara Baja, se abre el camino para otro objetivo mayor: el impeachment a Donald Trump.

 

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Las pantallas muestran el éxito de la convocatoria en otras ciudades como Nueva York, en donde la policía terminó sobrepasada. Uno de los manifestantes en la Gran Manzana es Paul McCartney, que llega a protestar frente al edificio en donde John Lennon fue asesinado en 1980. Viste una polera que dice “Podemos acabar con la violencia de las armas”.

—Un arma se llevó a uno de mis mejores amigos —dice McCartney a los medios—, por eso es tan importante para mí.

El ambiente en la marcha de Washington es familiar, con decenas de vendedores de poleras y cintillos, muchos de ellos con mensajes directos contra la NRA. Algunos intentan vender las poleras que quedaron de la marcha de las mujeres, en marzo pasado, la más grande en la historia de Estados Unidos, a la que asistieron más de 500 mil personas. No hay un solo incidente y los niños marchan en hombros de sus padres y de la mano de sus abuelos. La armonía ni siquiera se rompe cuando una decena de contramanifestantes aparecen con carteles a favor de la posesión de armas y contra la “hipocresía de Hollywood” (en una de las fotos aparece George Clooney, que donó medio millón de dólares para la manifestación, empuñando una pistola). Pese a que se pasean entre decenas de familias que han perdido a sus seres queridos, son recibidos con indiferencia. Sólo un hombre blanco los abuchea.

Entre los que observan en silencio están Dontae Richards y Alexis Bernard, ambas de 17 años y provenientes de Mount Vernon (Nueva York), quienes viajaron junto a todo su curso.

—Una compañera perdió su vida con una bala y ya es tiempo de un cambio. Estamos frustrados por no ver un cambio a estas alturas —dice Richards.

Bernard es tajante:

—Podrían haberme matado a mí. Pero murieron diecisiete. Estamos aquí para tomar una postura.

—Es importante tener el derecho de protestar y mostrar que no somos conformistas —dice Richard Muller, nacido en Cali, Colombia, hace 33 años—. Es importante, principalmente, para inspirar a la gente joven a involucrarse en la política, que es lo que importa.

Uno de los manifestantes en la Gran Manzana es Paul McCartney, que llega a protestar frente al edificio donde John Lennon fue asesinado. “Un arma mató a uno de mis mejores amigos”, dice.

Para Muller, las elecciones de noviembre serán claves:

—Va a ser el momento en que la gente va a tener que abrir los ojos y darse cuenta de que la mayoría de los americanos estamos de acuerdo”.

Ana María Hernández, también de
33, agrega:

—Es triste que nosotros, los grandes, no tengamos la capacidad para organizarnos de esta manera, como hicieron estos chicos y recoger fondos y todo lo que han hecho.

Los carteles son los protagonistas de la protesta. Los más celebrados parecen ser los extremos: los abuelos y los niños. Muchos de los más chicos caminan con una cartulina blanca abierta en medio, asemejando a la mira de una ametralladora, con la leyenda “¿Soy el próximo?”. Algunos adultos se acercan y los abrazan, brevemente, antes de seguir su marcha.

 

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Demócratas y republicanos saben que la verdadera batalla empezó a vivirse el domingo, con la resaca de la manifestación. Estados Unidos ha vivido otras grandes marchas reivindicativas en las últimas décadas —algunos han comparado el movimiento Never Again con las protestas contra la guerra de Vietnam—, pero sólo el impacto en las urnas medirá cuánto calaron los mensajes en una sociedad hipermediatizada, en que cada semana la atención salta de Stormy Daniels a la trama rusa, pasando por las revelaciones sobre Facebook y Cambridge Analytica. Todos con un factor en común: Trump.

Kris Brown, copresidenta de la Campaña Brady, quienes no han dejado de abogar por un mayor control de armas,  ve chances de un cambio relevante.

—Hay algo muy impactante en las historias de los estudiantes, porque no lo hacen en nombre de grupos de presión, sino de sus propias vidas.

Para Brown será clave llevar a la gente a votar en unas elecciones diferentes a la presidencial, en la que generalmente sólo acuden los más entusiastas.

—Los congresistas que están en el lado equivocado están preocupados —dice—. Simplemente están esperando que el furor decaiga.

 

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“Ahora sí”, dice un grupo de chicas que han estado esperando en un banco. “Ahora empieza Emma”. Son las 15:24 cuando Emma González, de 18 años y un millón y medio de seguidores en Twitter, se para frente a la multitud de la Marcha por Nuestras Vidas. Ahí empieza a describir los efectos de la violencia armada con detalle, recitando los nombres de todos sus compañeros que han sido asesinados hace unas semanas.

Entonces no dice nada por cuatro minutos y veintiséis segundos.

El silencio, entonces, es absoluto en la capital de Estados Unidos. Los asistentes más jóvenes primero parecen nerviosos. No están acostumbrados a no hacer nada por todo ese tiempo. Ninguno se decide a mirar su celular. Muchos lloran sin limpiarse la cara. Algunos gritan tímidamente: “Te queremos Emma, todos te queremos”. Otros intentan comenzar el Nunca más, el cántico que se ha hecho popular desde la matanza. Pero todos, en algún punto, vuelven otra vez a callarse, descubriendo el poder que tiene ese gesto.

Entonces, cuatro minutos y veintiséis segundos después, suena un bip en la muñeca de Emma.

—Desde el tiempo en que me paré aquí han sido seis minutos y veinte segundos —dice mientras el público sigue silente—. El tirador ha dejado de disparar, y pronto abandonará su rifle, se mezclará con los estudiantes que escapan y caminará durante una hora antes de ser arrestado.

Vuelve a guardar silencio, por unos segundos. Entonces, habla una vez más.

—Salgan ahí y voten. Luchen por su vida antes de que sea otro el que tenga que hacerlo por ustedes.

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