Por Carlos Fonseca, escritor y ex alumno de Ricardo Piglia en la U. de Princeton // Foto: EFE Febrero 2, 2018

Tiene veintisiete años, está a punto de publicar su primer libro y hace ya más de una década comprendió que la literatura sería su gran pasión. Se llama Ricardo Emilio Piglia Renzi, pero desde hace aproximadamente cinco años siente que su vida se divide en dos: por un lado Ricardo Piglia, ese joven escritor que ahora se apresta a publicar La invasión, su primer libro de cuentos, y por el otro Emilio Renzi, su alter ego literario, la cifra vital inscrita en todo lo que escribe. Años más tarde dirá que toda historia se divide en dos historias: la visible y la invisible. Pero eso será después. Por el momento, apenas intuye que la literatura es el arte de la duplicación, una forma de vida que lo ayuda a vivir sus propias experiencias como si fuesen experiencias ajenas.

Como si de confirmar esa intuición se tratase, acepta por esos días dos trabajos, uno en La Plata, el otro en Buenos Aires. Vive entre hoteles, en constante desplazamiento, como si intentase escapar de la gran ilusión moderna: la vida personal. En los diarios que escribe por las tardes, en esos diarios que luego se volverían míticos, apunta: “Vivir en un hotel es el mejor modo de no caer en la ilusión de tener una vida personal, de no tener quiero decir nada personal para contar, salvo los rastros que dejan los otros”. Convertirse en escritor significa, para este joven entusiasta, abandonar el régimen de lo propio. Escapar hacia lo ajeno. Tal vez por eso, para alejarse de la voz propia, acepta otro encargo laboral: escribir breves perfiles de una docena de escritores norteamericanos para una antología de cuentos que saldrá publicada bajo el título de Crónicas de Norteamérica.

Los perfiles literarios que componen este agudo y bello libro terminan por iluminar tanto al grupo de escritores congregados como al propio Piglia.

La imagen es seductora: el joven Piglia que, buscando escapar de la asfixiante tradición nacional, decide aceptar ese trabajo que lo desplaza hacia la tradición cuya influencia marcará su obra de por vida. El joven autor que, en ese preciso momento, con la inminente publicación de su debut, prepara su entrada oficial en la literatura, decide adoptar como suya una tradición ajena. Sin tal vez proponérselo, Ricardo Piglia adopta el pequeño desvío frente a la tradición nacional que marcará su obra para siempre. No por nada, en ese mismo diario que se sienta a redactar fielmente por las noches, robándole horas al sueño, escribe: “Me he dado cuenta de que escribiendo sobre los escritores norteamericanos he definido o entrevisto por medio de ellos mis propias vidas”. La propia vida reflejada en las vidas ajenas. Nada parece más cierto, nada más sincero. Los perfiles literarios que componen este agudo y bello libro terminan por iluminar tanto al grupo de escritores aquí congregados, desde Truman Capote hasta William Faulkner, como al propio Piglia. Como en el magistral epílogo con el que Borges cierra El hacedor, el joven que aquí se empeña en retratar a los míticos escritores de la tradición norteamericana termina comprendiendo que, sin saberlo, ha esbozado los contornos de su propio rostro.

Un hombre cuenta su vida cuando cree relatar sus lecturas, diría el propio Piglia años más tarde. Tal vez la sentencia –contundentemente poética– no se le ha ocurrido todavía  al joven escritor que durante el otoño de 1967 pasa las noches frente a la máquina de escribir, intentando encontrar ese instante preciso en el que la vida y la obra se anudan en una instantánea impecable. Y, sin embargo, acá lo que hallamos es una constelación de perfiles que terminan por acercarnos a ese joven que se apresta a entrar en el mundo literario. Un hombre reflejado en sus lecturas.

Todo perfil busca la agudeza del retrato, eso que Cartier Bresson llamaba el momento decisivo. Ese instante en el que, con la agudeza del flash fotográfico, una obra queda retratada en un gesto vital. Escritores norteamericanos ilustra a la perfección la lógica del género: desde el perfil de Ring Lardner, retratado en el instante de su muerte, hasta el perfil de Francis Scott Fitzgerald, retratado en el instante de su autodestrucción, este hermoso libro nos remite a ese instante de absoluta lucidez en el que el joven Piglia descubría, con la perspicacia del mejor fotógrafo, que detrás de todo perfil se esconde el placer de fijar en un gesto el valor de una obra. Todo perfil termina retratando al retratista, podríamos añadir. Eso bien lo sabe ese joven que en las tardes de ese otoño magnífico se sienta frente a la máquina de escribir consciente de que en torno a los perfiles que esboza se extiende la sombra de su venidera obra.

Sabe también, ese joven escritor, que toda la buena literatura es bastarda, hija de múltiples tradiciones. Sabe que, junto a esa madre inexorable que es la literatura nacional, se extienden como fugas posibles un sinnúmero de tradiciones alternativas. Muchos años más tarde, en los cuadernos del mismo diario, reflexionará sobre los perfiles aquí reunidos como el desvío que dio paso a su propia ficción: “Mi entusiasmo por la narrativa norteamericana, comprendo ahora, fue una reacción frente a la influencia de Borges y Cortázar, que hacían estragos entre los escritores de mi generación. La invasión, mi primer libro de cuentos, publicado también ese año 1967, tiene, creo, la marca de esas lecturas”. Comprenderá entonces que aquel inesperado encargo fue su manera de exiliarse brevemente de la tradición nacional sin por ende tener que salir de casa. Su manera de reinventar la tradición nacional desde adentro. Cincuenta años han pasado desde entonces. Medio siglo desde que Ricardo Piglia reinventó la tradición argentina a través de una inesperada mezcla del hard-boiled fiction norteamericano y las ficciones conceptuales de Macedonio Fernández y Jorge Luis Borges.

A nosotros, sus lectores, nos queda el placer de imaginarlo en esa escena inaugural y memorable: el joven de veintisiete, sentado frente al teclado como el fotógrafo ante su sujeto, buscando el ángulo preciso desde el cual capturar, en un gesto vital, la esencia literaria de esa tradición en la que buscaba un nuevo comienzo. El joven de pelo rizado y espejuelos que encuentra, en las escenas aquí esbozadas, un reflejo de su propia ambición y de otra patria posible. Bien sabe ese chico que desde entonces la historia de la literatura se convertirá en su único exilio posible.

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