Por Nicolás Alonso y Carolina Sánchez Enero 11, 2018

 

 

 

• Celeste Solar,

18 años, estudiante de Ingeniería en Información y Control de Gestión, Universidad de Chile. Desde los cinco años vivió en distintos hogares del Sename.

Antes de entrar a la universidad, mi vida era una suerte de burbuja; un lugar donde trataban de protegernos, aunque muchas veces fallaron. A los cinco años entré a un hogar de Sename y sólo salí cuando me vine a Santiago a estudiar. Mi vida la pasé en tres residencias en el norte: la primera y la segunda en Copiapó, y la última —cuando ya era casi adolescente— en Freirina, en pleno 2011, cuando las protestas estallaban en las calles. En ese tiempo nunca pensé que podía estudiar, tener otra vida. Menos estar en la Universidad de Chile estudiando gratis.

Mi vida, casi entera, transcurrió entre unas pequeñas casas, numeradas y dentro de un terreno, que se separaban por la edad que uno tenía. Cuando entramos con mi hermana al primer hogar, recuerdo, sentíamos mucho miedo. Aunque quizás nunca dejamos de sentirlo. Muchas veces nos molestaban en las noches, nos quitaban las cosas o nos echaban tierra en la ropa que estábamos lavando. Tuvimos una infancia difícil, pero a mí no me gusta hablar de eso: ni de la violencia que veíamos a diario ni de por qué no podíamos estar con nuestros padres. A veces es mejor olvidar esas cosas.

A los 15 años, creo, se definió mi vida. Decidí buscar un propósito, querer tanto algo que me mantuviera lejos de lo que me hacía mal y que me alejara para siempre de esa vida. Entonces empecé a estudiar, a dejar de escaparme cada vez que podía. Tiempo después me gané una beca y distintas donaciones me pagaron un preuniversitario. Di la PSU y saqué más de 600 puntos, pero entré por el PACE, un programa de acompañamiento que tiene el Ministerio de Educación para quienes son el 15% de mejor rendimiento en el liceo y vienen de una situación vulnerable. Eso me aseguró el cupo donde quería: Ingeniería en Información y Control de Gestión en la Universidad de Chile. Ese día, recuerdo, me sentí privilegiada. Pero no iba a ser fácil.

Cuando tuve que postular a la gratuidad, me di cuenta de que por estar en el Sename no tenía ficha social y debía viajar a Santiago para acreditarme. Yo no entendía mucho; ¿no me acreditaba haber estado toda mi vida en un hogar del Estado? Me acuerdo que una “tía” viajó conmigo y ella me tuvo que pagar la matrícula. Después, cuando ya había entrado a clases y yo ya estaba viviendo en la residencia de la universidad, recién me dijeron que podía estudiar gratis. De no tenerla me hubiese tenido que endeudar porque ya estaba acá, ya había dejado todo por esto y no podía volver.

Estar acá me ha costado harto. El tipo de exigencia es distinto a todo lo que yo conocía. Allá podía estudiar a última hora, nunca tuve que estudiar tanto como ahora. Pero acá me ayudan mucho. En mi facultad, en el centro de enseñanza y aprendizaje, me ayudan a organizar el tiempo, metodologías de estudio, de lectura, de escritura. Además, nos asignaron mentores que nos apoyan cada vez que lo necesitamos y hacen seguimiento. Ha sido difícil pero es un proceso. Todo es nuevo: la exigencia, los estudios, los ramos. Pero hay que estudiar no más y sin la gratuidad no hubiese podido. Esto ha sido mi vía de escape.

• Cristián y Sebastián González,

19 años, gemelos y estudiantes de Ingeniería Comercial y Derecho, respectivamente, en la UC.

Nuestra infancia no fue normal. Tuvimos que madurar rápido, no teníamos ni cinco años y ya conocíamos el lado oscuro de la vida. Incluso vivimos varios días en la calle. Son recuerdos borrosos, pero están ahí. Nos crió nuestro papá, que trabajó como taxista toda su vida para que no nos faltara nada. Vivíamos en una población en La Granja y no salíamos mucho, porque afuera vendían droga. Cuando crecimos, nos metimos en un club de taekwondo y allí hicimos amigos. Ese ambiente nos alejó del alcohol y de las drogas.

Lo que entendimos desde muy chicos era que no podíamos distraernos en nada que no fuera estudiar. Papá nos decía que nada nos podía detener, que podíamos llegar a la universidad, que todo era cosa de esfuerzo. Nunca nos dejó trabajar para ayudarlo, nos decía que no nos distrajéramos de nuestros estudios. Hasta hoy es así, no nos deja trabajar. Él sigue saliendo en su taxi hasta las tres de la mañana.

Nosotros sólo queríamos estudiar en la Universidad Católica o en la Universidad de Chile, y sabíamos que no era fácil. De los dos colegios a los que fuimos, tal vez un compañero llegó a la universidad. Varios entraron a institutos. Nosotros sabíamos que podíamos tener el puntaje, pero no cómo pagar. Nuestra meta era tener un puntaje muy alto para ver si nos becaban.

La gratuidad fue un gran alivio. El día que se aprobó supimos que íbamos a poder entrar. Si después íbamos a poder seguir, no sé, pero íbamos a entrar. Y lo logramos: sacamos muy buenos puntajes en la PSU. Al principio nos costó cuando entramos, pero hoy nos va bien a los dos.

Es cierto que adentro te sientes en desventaja. En Ingeniería Comercial tus compañeros vieron Cálculo en el colegio; en Derecho son hijos de abogados. A veces escuchas a uno decir “Si me echo un curso qué tanto, qué son 300 lucas”. Por eso creemos que los alumnos que entran con gratuidad o con programas de inclusión, muchas veces se esfuerzan más.

Cuando estudias con gratuidad sientes el agradecimiento por esa oportunidad. Muchos sentimos que tenemos que ser buenos profesionales para devolver el favor. No queremos que en diez años se quite esta ley, queremos ayudar a que otros puedan entrar. Y también ganar dinero para poder ayudar a nuestros amigos, de los que muchos están en la pobreza máxima.

• Cristóbal Droguett,

19 años, estudiante de Agronomía, UC. Es de Melipilla y está con el programa PACE.

Lo primero que recuerdo es que corté. Alguien me llamó por teléfono y me dijo que había quedado en la Universidad Católica y pensé que era una broma de mis amigos. Lo único que me pareció extraño fue que era una voz de mujer y no sabía quién podía ser. Antes de cortar me dijeron que revisara mi correo y lo hice. Entonces me di cuenta de que había entrado a Agronomía en la UC.

Toda mi familia es muy arraigada al campo, varios trabajan como temporeros. A los 11 años yo quise ir a trabajar con ellos y me dediqué a cosechar maíz. No trabajé realmente, pero esa experiencia me marcó: me gustó estar ahí, ver qué procesos sufre el campo cuando se siembra y luego se cosecha. Por eso, cuando estudié en la media en el liceo técnico, opté por ser técnico agropecuario. Pero no sé si alguna vez pensé que podía haber algo más.

En mi liceo, en Melipilla, estaba con el programa PACE y por salir con el mejor promedio de la generación y tener muy buena asistencia, me aseguraron el cupo donde siempre había querido. Pensé que iba a tener que optar a becas que cubrieran algo o terminar endeudándome. Pero supe que iba a poder optar a la gratuidad. No sé realmente qué hubiese pasado si no la conseguía. Sentí alivio, quizás todos sintieron lo mismo. Sentí que podía estudiar tranquilo, que mi mamá podía estar tranquila. Un primo y yo somos los primeros en ir a la universidad de mi familia.

Llegué a la universidad sin saber nada, sin creérmelo nunca. Creo que recién en el segundo semestre me di cuenta de que estaba acá, que lo había logrado. En mi familia algunos todavía no me creen.

El primer semestre me fue muy mal. Me parece que no tomar en cuenta que estamos desnivelados es algo grave. Uno no se echa ramos por flojo, sino porque estamos enfrentándonos a algo que no conocíamos. A mí me da mucho miedo atrasarme, tener que endeudarme. Yo no he visto ningún amigo que haya desertado, pero también existen otros que no se toman en serio dónde están, lo difícil que es estar acá, la oportunidad que significa esto.

• Carla Fuenzalida,

18 años, estudiante de Periodismo en la Universidad de La Serena. Sus tres hermanos mayores también estudian con gratuidad.

No existe otra familia como la mía en Chile. Eso nos dijeron. Cuatro hermanos estudiando a la vez con gratuidad. Rodrigo, de 26; Ninoska, de 22; Franco, de 21; y yo, que tengo 18. Hasta la presidenta nos mencionó en su cuenta pública, y salió una foto de nosotros en la pantalla. Qué loco, ¿no? A los cuatro nos crió nuestra mamá, que traba cuidando ancianos, y mi papá nos ayudó trabajando como taxista en Santiago y ahora como mecánico en una minera en el norte. Así lograron que estudiáramos en un colegio particular subvencionado, pero cuando mi hermano mayor entró a la universidad, yo tuve que cambiarme a un liceo. Allí el ambiente era distinto: tenía compañeros que se drogaban en los recreos o que robaban. Cosas que nunca había visto antes.

Nuestros papás nos presionaban mucho para que llegáramos a estudiar en la universidad. Yo nunca dudé que lo haría… porque me lo exigían. Pero sabía que no daba la plata para que estudiáramos todos. Ese era mi gran miedo, mi carga. Cuando uno de mis hermanos saliera de la universidad, decían mis papás, me ayudaría para que yo también pudiera estudiar. Pero mi hermano mayor se cambió de carrera a los tres años y fue un gran golpe. Cuando no tienes un presupuesto claro para poder educarte, vives contra el tiempo para salir adelante. Se supone que el título es lo que te va a cambiar la vida.

Mis tres hermanos estudiaban con crédito y era un infierno. Cuando había que pagar las matrículas, mi papá buscaba plata no sé dónde. Pidiendo otro crédito, probablemente. Así que uf… imagínate cómo fue para nosotros cuando se aprobó la gratuidad. No imagino una familia para la que no haya sido un gran alivio. Es una reforma que cambió la vida de muchos que teníamos que estar luchando para que alguien nos diera una beca. También hace que los estudiantes seamos más autocríticos: si te están dando este beneficio, y no se lo están otorgando a otros, no eres quién para desaprovecharlo. Eso pensamos muchos.

Pero también hay problemas, sobre todo de información. Yo he salido en algunos diarios locales, y me sigue pasando mucho que jóvenes del campo, de escuelas rurales, me buscan para preguntarme cómo lo hice, cómo logré la gratuidad. No tienen idea de cómo acceder, y son los que más lo necesitan. Yo tenía compañeros en el liceo que en tercero medio ni siquiera sabían que las notas influían para entrar a la universidad. La brecha de base es un drama.

Hay una deuda pendiente con las personas a las que no les entregaron educación de calidad en sus liceos, y que ahora llegan con carencias enormes. La gratuidad no sirve de nada cuando un joven va a la universidad a frustrarse, a sentir que no tiene capacidades. Muchos alumnos  tienen un nivel de presión tan grande. Se quedan a las tutorías, estudian más horas, pero se echan todos los ramos, porque no tienen ninguna base. ¿Qué pueden hacer contra esa carencia tan fuerte?

Por eso lo primero que se debió arreglar es el problema de los liceos. Hoy se debería empezar a trabajar para ayudar desde tercero medio a los alumnos que van a tener gratuidad. Yo llevo un año estudiando y ya varios compañeros desaparecieron. Se van yendo; chicos de Punitaqui, de Ovalle. Esas son las dos caras de la gestión de la reforma. Para mí puede ser una maravilla, pero no puedes cerrar los ojos ante la realidad.

• María Inés Ibarra,

50 años, estudiante de Técnico en Contabilidad General en el Inacap de Concepción. Esperó a que su hijo cumpliera 18 años para poder estudiar.

Desde que entré a la universidad a mis días les faltan horas. Me levanto a las 6 de la mañana, voy a dejar a mi hijo a clases y después voy yo a las mías. Vivimos en Talcahuano, él tiene 18 y está preparándose para la PSU. Yo también la di, hace dos años, para comprobar si después de tanto tiempo todavía tenía capacidades, y me fue bien: me demostré que podía seguir adelante. Mi hijo me acompañó ese día. Estaba orgulloso. Ha sido difícil todo lo que vivimos. Mi marido murió en un accidente de tránsito cuando él tenía once meses. Sus últimas palabras fueron que me amaba, que siempre iba a pensar en mí. Desde entonces tuve que trabajar como secretaria y también vendedora para salir adelante.

Desde entonces esperé a que él creciera, a que fuera más autosuficiente, para poder estudiar una carrera que me generara mejores ingresos y que me hiciera sentir bien. Siempre le tuve cariño a la carrera de Contabilidad. La gratuidad para mí fue un tremendo alivio, cuando uno es sola o vive con el sueldo mínimo es muy difícil que puedas estudiar. Mi única opción era un crédito, pero sabía que iba a tener que estar toda la vida pagando. Ahora tampoco es que sea tan fácil: tienes que dejar de lado la familia, vivir mucho más rápido. Cuando tengo trabajos para la casa no puedo compartir mucho, pero todos me apoyan. Es difícil encontrar un trabajo con mi edad y estudiando de día, pero hago repostería, busco alternativas para poder vender algunas cosas. Ahora estoy en un módulo de verano porque no aprobé un ramo, así no me atraso.

En la universidad todos son buenos conmigo y soy la mayor del curso. ¡Algunos tienen 18 años! La carrera dura dos años y luego quiero estudiar Auditoría. Eso no me lo cubre la gratuidad, pero voy a buscar alguna beca interna. Los jóvenes tienen que valorar más este tremendo gasto que se está haciendo para que podamos educarnos, para que salgamos adelante. Deben jugársela. Yo pensaba estudiar igual, aunque fuera sin gratuidad, pero es muy emocionante que sea de esta forma. No es lo mismo decirlo que vivirlo.

• Bruno Chacón,

22 años, estudiante de Derecho, Universidad de Chile. Ciego de nacimiento, entró por admisión especial.

Yo nací sin poder ver. De pequeño siempre opté por vivir el día a día, no preocuparme de qué iba a venir después. Eso siempre me pareció lo más fácil en una vida como la mía. Pero después pasé a la media y entendí que debía tener un plan. Sabía que tenía que estudiar, aunque no sabía muy bien dónde o cómo lo haría. Sólo sabía, ya cuando quedaba muy poco para salir del colegio, que quería ser abogado, pero no mucho más.

La primera vez que postulé, en 2015, no quedé por admisión especial en la Universidad de Chile, ya que los cupos eran muy pocos. Pero en 2016, cuando volví a intentarlo, justo se estaba empezando a implementar la gratuidad. Mi mamá, que trabaja como traductora de inglés, y mi papá, que traslada pacientes en el Hospital del Trabajador, no podían pagar mis estudios. Probablemente, como muchos otros, me hubiese tenido que endeudar. En ningún momento ellos me dijeron que no podía estudiar, pero yo sabía que iba a ser muy difícil.

A pesar de que estuve en el Lastarria, un liceo que busca prepararte para lo que viene después, la exigencia en la universidad nunca se logra dimensionar del todo, especialmente para nosotros los ciegos. En la biblioteca hay un escáner que lee automáticamente el texto y lo transforma en un audio para que podamos estudiar. Pero si no existiera eso, nos quedaríamos sin leer. Creo que la universidad y la sociedad han avanzado mucho en ese aspecto, en comprender que los ciegos también podemos estudiar.

Yo creo que es imposible olvidar el momento en que uno se da cuenta de que tiene la gratuidad. Porque es un alivio para todos. Recuerdo que en esa época estábamos solos con mi mamá, y mi papá nos ayudaba con lo justo para poder subsistir con mi hermana. Para mí era terrible pensar cómo lo íbamos a hacer porque ellos querían que yo estudiara, y yo también sabía que tenía que hacerlo. Pero sin la gratuidad yo no estaría acá.

• Constanza Muñoz,

25 años, Pedagogía en Biología, Universidad Alberto Hurtado.

Yo siempre quise ser profesora; enseñar, a través de la pedagogía, que la ciencia es entretenida y necesaria, mostrarles a los niños que en Chile también pueden existir científicos que descubran grandes cosas. Pero cuando salí del colegio, hace ya varios años, no podía pagar la carrera. Mi mamá, quien también es profesora, tampoco quería que yo estudiara eso. Tal vez por prejuicios o porque no me veía en eso. Pero yo nunca cambié de opinión, aunque supiera que no podía hacerlo de inmediato.

En San Vicente de Tagua Tagua, donde yo vivía, no existía la carrera y vivir fuera era imposible de pagar. Entonces decidí entrar a estudiar técnico en enfermería para así poder trabajar y ahorrar. Me gusta lo que hago y lo que estudié, pero no me hace feliz. A mi familia no le puedo pedir ayuda económica porque mis hermanas pequeñas tienen problemas de salud y deben preocuparse de ellas. Pero después llegó la gratuidad y se abrió una oportunidad.

Me acuerdo que los días antes de que me dijeran que la tenía fueron muy angustiantes. Algo pasaba en el sistema y yo no aparecía como beneficiaria. Todo parecía muy desorganizado y me asusté. Me hicieron pagar la matricula completa y días después recién me informaron que podía estudiar gratis. En un momento pensé que no iba a poder, que tendría que endeudarme o simplemente no estudiar.

Yo siempre quise estudiar donde estoy. Yo pude haber elegido otra universidad porque Pedagogía en Biología solamente la imparten cinco establecimientos, pero creo que la U. Alberto Hurtado es la única que tiene una malla actualizada e innovadora. Para mí, al menos, es de las privadas que más me gustan. Además de haberse adherido a la gratuidad. Eso era fundamental.

Yo no podría estudiar de otra forma. Tengo que tener plata para mantenerme, para la estadía. Acá no tengo familiares que me puedan recibir. Desde que me titulé de técnico en enfermería entré a trabajar a un hospital y con eso he podido pagar mis gastos acá. Durante el verano puedo hacer todos los turnos, pero cuando comience de nuevo el año, sólo podré tomar los turnos de noche. En el día, ir a clases y estudiar. Sé que no será fácil, pero hay que hacerlo. No queda otra.

• Nelson Melo,

22 años, egresado de Ingeniería en Telecomunicaciones de Inacap. Vive en la población Alianza, Cerro Navia. Es el primero de su familia con estudios superiores.

Yo crecí en una población complicada, donde no podías caminar mucho de noche. Había peleas durante el día y balazos por la noche. De niño te acostumbras al sonido de los disparos, al final ni lo notas, pero yo quería vivir en un lugar mejor. Somos seis hermanos en total, y mi mamá y mi abuela siempre me dijeron que tenía que ser el primero en estudiar. Yo también quería eso.

Así que entré a uno de los mejores colegios particulares subvencionados de Cerro Navia, y logré tener el mejor promedio. No es la misma calidad que la de los colegios de afuera, pero eso lo entiendes después. Decidí estudiar en un instituto porque me gustaba mi carrera, y también porque la universidad era mucho más cara. Yo sabía que cuando llegara a cuarto mi hermano menor iba a entrar a primero, y dos universidades era demasiado. Iba a tener que endeudarme o trabajar para poder pagarla, y quería concentrarme en los estudios. Así que decidí dejarle esa oportunidad a mi hermano. Yo estudié los primeros tres años con beca, pagando sólo la matrícula y la diferencia de arancel con la ayuda de mi papá. Eso ya era mucho para nosotros.

Cuando estudias con beca vives muy presionado por la plata, estás pensando todo el tiempo en eso, que no te puedes echar ningún ramo o quizás la vas a perder. Cuando en cuarto año me llegó un mail diciéndome que había obtenido la gratuidad, empecé a vivir mucho más tranquilo. Cuando vienes de abajo, tus estudios involucran a toda tu familia, no sólo a ti, por eso es tan importante que el país te ayude. Si lo piensas, es mucho mayor la inversión de mantener a una persona en la cárcel que pagarle su carrera a un joven que busca superarse. Por suerte, hoy ya estoy haciendo mi práctica en Entel, y es un alivio que mi hermano estudie gratis.

Lo que sí me parece importante es que se asegure la calidad. La mayoría de los alumnos con gratuidad entran a institutos y a centros de formación técnica, y es muy importante que se les exija rendir alguna prueba de conocimientos para acceder a la gratuidad. A veces el filtro es muy bajo, y es importante que tengan los conocimientos básicos para estudiar.

• Marcela Hernandez

23 años, estudiante de College UC. Trabaja de cajera en un supermercado.

Yo di la PSU tres veces. Cuando salí del colegio, ya con una hija de un año y trabajando en el supermercado —primero como guardia y después como cajera—, me fue mal. Mis días eran casi siempre los mismos: hacía turnos en un Jumbo en Las Condes, ayudaba a mi hija con sus tareas y en las noches, cuando ella ya dormía, me iba a un preuniversitario. Pero la segunda vez tampoco lo logré. Mi puntaje me permitía entrar a una universidad privada, pero para eso tenía que endeudarme, y en las estatales, que me podían dar becas, no logré entrar. En ese entonces, con mi mamá y mi hija vivíamos de allegadas donde una amiga porque nos habían quitado la casa que ocupábamos en La Granja. El ruido, además de los espacios pequeños y el hacinamiento, era el peor enemigo, el no poder concentrarse, no poder estudiar.

Es difícil olvidar lo que todos me decían antes de estar acá, antes de ser estudiante de la Universidad Católica: que dejara de intentarlo, que mejor entrara a un vespertino, que estudiara algo corto para ganar plata antes, que no siguiera esperando porque alguien como yo no podía darse el lujo de intentarlo. Y, en algún punto, entendía que lo dijeran porque estudiar, muchas veces, significa no poder trabajar Pero nunca pude renunciar.

Desde los dieciséis años, creo, me ha obsesionado descifrar la mente humana; qué determina que alguien, sin dar ninguna señal, sin verse distinto al resto, termine robando, violando o asesinando. Mi vida, quizás, en la población San Gregorio —una de las más violentas de Santiago— ha hecho que siempre me pregunte eso. Siempre supe que quería ser psicóloga, que necesitaba respuestas.

Me acuerdo que el día que dieron los resultados de la gratuidad me puse a llorar de emoción, de alivio. Días antes me habían dicho que había quedado en College de la UC —una suerte de bachillerato— y que si me esforzaba podría ser finalmente psicóloga. Este año, sin embargo, no ha sido fácil. Me eché ramos, varios de ellos muy básicos, que debería haber aprendido en el colegio, como el resto de mis compañeros de universidad. Por miedo a atrasarme y terminar endeudada, decidí recuperarlos en el verano. Acá también me di cuenta de que había mundos distintos, incluso cuando creí que ya había superado todo.

Cuando recién llegué, opté por aislarme. La realidad de mis compañeros —muchos de ellos se venían en auto a la universidad, no les importaba echarse ramos— me chocó mucho. A veces yo tenía que quedarme hasta muy tarde porque en mi casa no tenía internet, y ellos vivían una realidad muy diferente. Eso fue muy duro. Pero quería estar acá porque sabía que la universidad era buena, que no iba a tener que preocuparme de que podía quebrar o ya no estaba acreditada.

Me gusta pensar que no resultó antes porque no era el momento. Quizás era muy joven y no iba a tener la madurez para enfrentarme a esto. Pero el 2017, creo, todo se dio: mi hija ya tiene cinco años, pudimos conseguir una casa y me dieron la gratuidad. Ahora, estoy segura, todo depende de mí.

• Felipe Robinson,

28 años, estudiante de Tecnología Médica en la Universidad de Chile. Hizo su transición de género justo antes de acceder a la gratuidad.

Soy trans, siempre lo fui, aunque hice mi transición hace tres años. Antes ni siquiera sabía que eso era posible. Cuando era “niña” me vestía con ropa de niño y jugaba como niño, pero mi familia se preocupaba de que en las comidas me pusiera vestido. Mi utopía era escaparme a otra ciudad, en donde pudiera vivir como hombre para siempre, pero era sólo un sueño… Mi familia es conservadora, y vivíamos en El Bosque, en una población donde se vendía droga, se oían balazos. También viví un tiempo con mi abuelo en La Cisterna. Ahora voy de casa en casa. Nunca había escuchado hablar de las personas transgénero hasta que un día, a los 24 años, vi un documental en televisión abierta sobre una niña trans. Eso caló muy hondo, cambió mi vida.

Luego del colegio estudié varios años Fonoaudiología en una universidad privada, y tuve que pedir un crédito para pagar lo que no me cubría la beca, pero al final abandoné porque lo pasaba muy mal, me costaba mucho tener amigos. Entonces ya debía dinero de eso, y además tenía que pagarme mis tratamientos, las hormonas, todos mis exámenes. Por eso, yo nunca hubiera podido estudiar sin gratuidad. Ahora puedo pensar en estudiar sin vivir angustiado por encontrar la plata. Sin tener que pagar matrículas, ni la diferencia entre el arancel de referencia que te cubre una beca y el real. Es un alivio. Es la única forma de que esté aquí.

Pero no todo ha sido fácil. Yo no le tengo miedo a la universidad, pero lo terrible es tener que explicar todo el tiempo que mi nombre ya no es el que figura en la lista. Que hoy soy Felipe. Lo he conversado con la directora de carrera. También les he mandado mails a mis profesores, pero no me contestan. “¿Acaso tengo cara de Nathalie?”, le dije una vez a un profesor en clases, y me respondió que daba lo mismo, que era un nombre nomás. Es complejo, porque todos mis papeles están asociados a mi RUT, en donde figuro como mujer. Al menos en mi credencial ya soy Felipe, y en la universidad están creando un protocolo para alumnos trans por mi caso. Soy un ratón de laboratorio. Pero mis compañeros sólo han tenido comentarios positivos hacia mí. Es otra generación.

También hay otros problemas. El más grande es la presión. Mis mejores amigos aquí estudian con gratuidad, y tienen una presión enorme. Si se echan un ramo, saben que luego sus padres van a tener que pagar, porque la gratuidad sólo cubre los años mínimos, y eso genera mucha angustia. No es que esté mal eso, pero hay que entender que los alumnos con gratuidad se echan ramos porque tuvieron una mala educación en los liceos. Hay muchos problemas de adaptación al principio, he visto gente llorando por la exigencia, desesperados por entender, deprimidos o vomitando por el estrés. Uno no sabe manejar esa carga académica, y es fácil caer en un trastorno psiquiátrico. Es pan de cada día ver alumnos con crisis de pánico o trastornos de ansiedad.

Pese a todo eso, es la gran oportunidad que tenemos. Yo pienso en el hecho de que mi país, de que todos los chilenos estén pagando mi educación, y eso me genera algo especial, un sentimiento de retribución, un compromiso. Aunque quiero ser investigador, cuando salga de aquí pienso trabajar también en un hospital público para poder devolver la mano.

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