Por Miguel Yaksic, ex director del Servicio Jesuita a Migrantes Diciembre 29, 2017

07.07.17 / Casa Tomada

En julio descubrimos una casa en Santiago que era como un mundo:en ella sobrevivían haitianos, colombianos y dominicanos que no tenían dónde más refugiarse del frío y la pobreza. Dos meses después la casa fue desalojada por la municipalidad, y sus habitantes se desperdigaron por una ciudad repleta de puertas cerradas.

Durante 2017 Chile se consolidó como destino de personas migrantes. A pesar de ello, y de que en el Congreso existen dos proyectos de ley de migraciones, poco escuchamos en las campañas electorales acerca de política migratoria. Alejandro Guillier habló de reciprocidad, insistiendo en que si a los chilenos nos tratan bien afuera, tenemos que tratar bien a los que llegan. Y Sebastián Piñera no se cansó de repetir que “vamos a abrir las puertas a todo el que venga a aportar y cerrarlas al que venga a delinquir”. Ninguno de estos eslóganes pasa la prueba de una política migratoria eficaz ni la de los estándares internacionales a los que Chile se ha obligado en los últimos cuarenta años.

El fenómeno de la migración le impone al nuevo gobierno algunos desafíos urgentes de enfrentar, no con eslóganes, sino con eficacia y buenas políticas.

El primero es comprender que se requiere de una política de Estado que entienda que la migración no es sólo gestionar el ingreso y egreso de una persona, sino que es un fenómeno complejo que abarca toda su vida. Necesitamos una política migratoria de carácter intersectorial, con enfoque de derechos humanos y perspectiva intercultural.

Ello supone reconocer el derecho a migrar y recordar el artículo 5º de la Constitución, que establece que el límite de la soberanía del Estado radica en los derechos fundamentales de las personas que residen en él. Así, una política migratoria deberá señalar que el acceso y el goce efectivo de los derechos fundamentales y de los derechos sociales, como la educación, la salud, la vivienda adecuada y los derechos laborales no dependen nunca de la situación migratoria de una persona. Están fundados en la dignidad inalienable de todo ser humano. En este punto, los proyectos de ley presentados por los presidentes Piñera y Bachelet son regresivos. Establecen discriminaciones arbitrarias, por ejemplo, en el acceso a la salud.

Una política migratoria que honre los compromisos establecidos por Chile deberá fundarse, además, sobre los principios de no discriminación, de igualdad ante la ley, del interés superior del niño, de reunificación familiar, de no criminalización de la migración irregular y del principio de no devolución, si al impedir el ingreso al territorio del Estado a una persona se expone su vida o su integridad física o psíquica.

Junto con lo anterior, habrá que hacerse cargo de la regularización migratoria como la medida más eficaz de inclusión de un migrante. Tanto la experiencia chilena como la internacional muestran el fracaso rotundo de las políticas migratorias restrictivas. El fracaso de “cerrar la puerta”. Porque cuando la causa para migrar es muy poderosa, ni los muros, ni los requisitos especiales, ni las policías fronterizas detienen la migración. Sólo la hacen más peligrosa, al fomentar el ingreso irregular y la creación de redes de tráfico ilícito de personas.

Pero las políticas restrictivas no sólo fracasan en las fronteras, sino también en la gestión de la residencia. Vincular una visa a un contrato de trabajo hace muy difícil la regularización, generando irregularidad estructural. Es decir, un número creciente de personas condenadas a la informalidad, que afectan en el empleo y los salarios, sufren explotación laboral, no cuentan con carnet de identidad, soportan abusos en la vivienda, no pueden emprender y un largo etcétera.

Una política migratoria eficaz deberá reconocer la naturaleza de la migración. O sea, que el 75% de las personas que vienen a Chile lo hacen para buscar trabajo. Si promovemos la regularización, las personas podrán trabajar formalmente, cotizar en una AFP, afiliarse a Fonasa, contribuir con sus impuestos, generar innovación y emprendimiento, y sabríamos quiénes son y dónde están.

Debemos entonces ratificar el Acuerdo de Residencia del Mercosur. Ello permitiría la residencia legal de cualquier persona de un Estado del Mercosur y países asociados, lo que constituye, además, un acto de reciprocidad con los países de la región.

En segundo lugar, hay que dotar al Departamento de Extranjería y Migración (DEM) de los recursos necesarios para mejorar su gestión, disminuir las colas infinitas y dar un trato digno a los migrantes. Ello no implica más que reinvertir todo el dinero recaudado por visas, unos $25 mil millones al año.

En tercer lugar, crear una visa de expectativas laborales que desvincule la residencia de un contrato de trabajo. Esto terminaría con muchos abusos, como la venta de contratos falsos, y permitiría que un extranjero pueda realizar aquello a lo que viene: a trabajar.

Finalmente, para que todo lo anterior ocurra, es necesario nombrar como jefe del DEM a alguien no por cuoteo político, sino con perspectiva política, capacidad de gestión y que conozca a fondo el fenómeno migratorio.

Ese, sin duda, debe ser el comienzo.

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