Por Carolina Sánchez Septiembre 1, 2017

Supe que mi abuela era detenida desaparecida cuando tenía 10 años. O eso creo. Por más que trato de recordar el momento exacto —mi mamá contándome la historia, dándome algunos detalles, los mínimos para entender esto—, a veces pareciera que ese día nunca existió. Mi mamá tampoco se acuerda: ni de cuando me lo dijo, ni de cuando le dijeron a ella, a sus nueve años, que su madre no volvería jamás.

Mi abuela era el silencio: un secreto del que casi nadie hablaba. En mi familia los recuerdos sobre ella siempre han sido así: difusos, borrosos, casi imposibles de distinguir. Una vez, me acuerdo, el Partido Socialista le hizo un homenaje, un acto, y ese día se me acercó mucha gente  —señoras que me miraban— y me decían que yo era igual a mi abuela, pero yo no sabía quién era ella. Sí sabía que estaba muerta y no mucho más.

Hace un año, mi mamá quiso conmemorar a mi abuela. Quiso que por primera vez, cuando pensáramos en ella, fuera desde el cariño, desde la alegría. Comprendí, entonces, que pese al horror, no había mejor venganza que decidir ser felices.

Pero entonces llegó ese día cuando supe que mi abuela era detenida desaparecida y algo cambió. De ese tiempo sólo recuerdo unas imágenes de policías entrando a la casa, de motos que persiguen con una sirena que suena por las calles, de luces rojas y azules, como en las películas. Pero nada de eso era real. Eran historias falsas que corrían por mi mente desde la primera vez que escuché la palabra “dictadura” en el colegio donde estudiaba en La Serena. Lo pensaba mientras todos daban sus opiniones, de niños, de sus familias, sobre esa época. Nunca pude olvidar cómo me sentí esa vez: extraña, incómoda, como alguien que no pertenece realmente adonde está. Quise escapar. Los escuchaba hablar de la historia de Chile y sentía que hablaban de una historia extrañamente personal, de una historia que me pertenecía.

Cuando ya iba en la media, alrededor de 2010, un día decidí googlear su nombre. Alcancé a ver un par de sitios, pero no pude seguir. Me encontré con notas sobre torturas y me bloqueé.

Nunca se lo dije a mi mamá. Y mi abuelo, recién ahora, ya con muchos años encima, habla de ella. Mi abuelo, que se separó de ella años antes de que la detuvieran, nunca pudo olvidarla. Alguna vez escuché que fue durante mucho tiempo a Villa Grimaldi a preguntar por ella. Nunca nadie le dijo nada.

Creo que sólo conocí a mi abuela, realmente, cuando dejé mi casa en La Serena, cuando llegué a Santiago a estudiar. Entonces los recuerdos sobre ella dejaron de ser unas pocas fotos —en blanco y negro, mucho antes de que la desaparecieran— y esa caja de madera, con objetos de su vida, que guardaba mi mamá en su velador. Y traté, entonces, de comprender cómo una madre deja a su hija, cómo renuncia a los nietos que nunca conocerá.

Se cumplían 40 años de ese 11 de septiembre y la historia me llegó de golpe, derrumbándome. Tenía 19 años e iba en segundo de universidad. Las calles, empapeladas de imágenes sin color, retrataban lo que había pasado. La espera en el metro era con carteles de La Moneda bajo asedio. Mi universidad, que tuvo una suerte de obsesión con aquella conmemoración, incluyó libros para mis clases que relataban gran parte de ese día, de ese mes y de esa época. Entonces, en esas páginas, comenzó a aparecer su nombre.

Ahí estaba ella: Carolina Wiff Sepúlveda.

 

***

 

Carolina Wiff, 31 años, militante a cargo de la logística del comité central del Partido Socialista —entonces clandestino—, fue capturada el 25 de junio de 1975, a eso de las cuatro de la tarde, en el n° 130 de la calle Maule, en Santiago Centro. Ocho agentes de la DINA la detuvieron a  ella y a Carlos Lorca —diputado y secretario general del PS—, y los trasladaron a Villa Grimaldi. En ese lugar, cuando cayó la noche, Manuel Contreras haría una fiesta pues había desbaratado, ya casi en su totalidad, al Partido Socialista en Chile. A los días, semanas o meses, los desaparecerían.

Después supe, me contaron o leí historias casi imposibles de creer. De las semanas antes de la captura, de las cartas que envió a su hermana fuera de Chile, de cómo hizo un viaje a Italia  que, muchos años después, nos enteraríamos que en realidad fue a Rusia, en plena Guerra Fría. O que el día del golpe, cuando los bombazos aún resonaban en La Moneda, ella mantuvo su puesto en  Tomás Moro, en la casa de Salvador Allende, a pesar del miedo, a pesar de todo.

En esos días, algo se quebró en mí.

Tuve que empezar a escribir por necesidad. Cuando el día se iba y el silencio era absoluto, tomaba el lápiz y escribía. No porque quisiera, sino porque parecía ser la única manera de mantener la cordura.

Le escribía a ella. Le escribí cientos de cartas donde imaginaba que se había salvado, que había escapado. Imaginaba un destino menos heroico, menos valiente, pero donde viviera. Me la imaginaba con arrugas, con el pelo gris. Imaginaba que la habían dejado envejecer, que no había encontrado su muerte a los 31 años. Me la imaginaba ya no como la protagonista de un cuento sobre mujeres valientes, sino como una abuela, mi abuela.

Muchas veces sentí rabia: de la injusticia, de la impunidad y de cómo muchos de sus “compañeros” se olvidaron de sus ideales, esos que les dieron un sentido a sus vidas, a la de ella. También sentí rabia con ella, por escoger —qué injusta suena esa palabra— aquella vida. Después la tuve conmigo por no comprenderla, por querer que su historia fuese otra.

El 8 de septiembre del 2013, cuando eran casi las tres de la mañana, le escribí: “¿Estoy siendo egoísta, abuela, al querer que la historia hubiese sido distinta? Siempre estarás lejos, no importa cuánto escriba, siempre serás una invención; los abrazos, el sonido de una risa que no existe”.

Ese mes, en ese año, fue un punto de quiebre. Escapé de Santiago y volví junto a mi madre. Necesité días enteros para poder entender lo que me estaba pasando. Sólo ahí, con su hija, lo comprendí: esa pena no se iría jamás. Sólo te acostumbras a vivir con ella, a llevarla contigo.

Hace un año, en la fecha de su detención, mi mamá decidió conmemorarla. Quiso que hubiera música, que la gente bailara, que por primera vez, cuando pensáramos en ella, fuera desde el cariño, desde la alegría. Me volví a enfrentar conmigo, con su recuerdo. Y comprendí, entonces, que  pese al horror, no había mejor venganza que decidir ser felices.

 

***

 

Hace sólo unos meses nos enteramos de que uno de los tantos sueños que tenía mi abuela era hacer un jardín para los hijos de los pescadores. Se lo contó a mi mamá Estela Ortiz, quien trabajó con mi abuela en la JUNJI durante la Unidad Popular.

Tuvieron que pasar 42 años para que ese sueño se hiciera realidad, el viernes 11 de agosto recién pasado, cuando la presidenta Michelle Bachelet inauguró, en Coquimbo, uno de los jardines infantiles más grandes de Chile, ubicado en uno de los sectores más pobres de la ciudad, muy cerca de la playa, de los pescadores. Le puso el nombre de una detenida desaparecida que conoció en la Universidad de Chile, quien fue unas de las primeras trabajadoras de la Junji. Le puso Carolina Wiff, el nombre de mi abuela.

Ese día, su hija, mi madre, dijo: “Quisiera que cuando pregunten quién fue, puedan responder que fue una gran mujer y madre, que dio su vida por un país libre, más justo e igualitario para su niñita y para todos los niños y niñas de Chile”. Ese día lloramos todos. Pero se sintió diferente.

Aunque la justicia parece siempre dolorosamente lejana, hay momentos, pequeños trozos de la vida, donde todo vuelve a cobrar sentido. Pero es cierto que son muchas las preguntas que quedan. Tantas cosas que me gustaría saber. “¿Qué hiciste con el miedo, con la pena? Me gustaría poder cuidarte, abuela, protegerte”, le escribí ese septiembre de 2013, cuando el mes ya se acababa. Fue la última carta. Y la cerré así: “Quiero que sepas que estoy orgullosa, orgullosa de ser parte tuya”.

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