Por Javier Rodríguez, desde Santa Olga // Fotos: Cristóbal Olivares Julio 14, 2017

El silencio es sobrecogedor, pero dura poco. Segundos. De fondo los pinos quemados, medio grises, dan la impresión de estar mirando una foto desenfocada. El ruido de taladros termina con el aletargamiento. Suenan martillos, camiones. A diferencia de finales de enero, cuando en Santa Olga los matinales convirtieron el lugar en un set de televisión, hoy sólo se ven obreros. Tampoco tantos. Sólo los que trabajan en las 65 viviendas que actualmente se construyen. 65 de más de 1.000 que fueron arrasadas.

El reclamo principal es contra la burocracia. Los protagonistas de estas historias, sus amigos y los amigos de sus amigos alegan contra el proceso kafkiano que impone el Estado para otorgarles una vivienda.

Esto no sólo lo han vivido los habitantes de Santa Olga. Desafío Levantemos Chile alcanzó a levantar una casa, pero se encontró con que no podía seguir construyendo por no contar con los permisos necesarios.  Ahí está la casa, vacía, al lado del antiguo cuartel de bomberos con un letrero que dice: “La magia existe en Santa Olga”. Y si bien Desafío Levantemos Chile vivió un proceso similar de frustración, en dos semanas ya tendrán los papeles en regla en la Dirección Municipal de Obras y podrán empezar a construir. Casi seis meses después del desastre. La gran crítica, en este sentido, ha sido la incapacidad del gobierno de distinguir entre un estado de catástrofe y un contexto normal; para la reconstrucción se pidieron los mismos papeles que se piden para construir una casa y mucha gente ni siquiera tiene sus títulos de dominio. Las relaciones, eso sí, están recompuestas: todos los lunes, a las cinco de la tarde, gente de la institución se reúne con el coordinador nacional para la reconstrucción, Sergio Galilea, para conversar, entre otras cosas, sobre la construcción del nuevo liceo de Santa Olga, que acogerá a más de 900 alumnos, y el jardín infantil de la villa, en el sector de Los Aromos, y de la que se hará cargo la fundación creada por Felipe Cubillos.

Juan Luis González, funcionario de Serviu y director de la obra de reconstrucción de Santa Olga, asegura que para llevar un proceso de reconstrucción con bienes públicos a cabo es necesario el papeleo.

—Hoy estamos haciendo las demoliciones y habilitando el terreno. Se entiende que para ocupar recursos del Estado en distintos proyectos hay que pasar por un proceso de aprobación y calificación para poder ejecutar en base a los protocolos que establece la ley. Bajo ese resguardo, tenemos que trabajar con proyectos definitivos. A medida que habilitemos terrenos iremos construyendo más viviendas. Y ese proceso puede ser un poco engorroso, pero hay que hacerlo, precisamente por las garantías que se están estableciendo en este proceso de reconstrucción, que es una vivienda definitiva con todos los estándares que siempre ha exigido Serviu —explica, y anuncia que de aquí a un mes deberían estar las primeras calles con agua potable y electricidad. La pavimentación de estas, por su parte, comenzará en unas semanas.

Mientras, los ex habitantes de Santa Olga se encuentran repartidos por los pueblos aledaños. Unos en Constitución, otros en Empedrado, algunos en Putu. Visitan poco Santa Olga, sobre todo ahora último, luego de que hace dos semanas  el viento y las lluvias azotaran la zona.

 

El temporal de Alejandra

A Alejandra Reyes (28), voluntaria de la bomba de Santa Olga y enfermera de la posta de la villa, le costó volver a trabajar. Recién pudo hacerlo a finales de marzo. No sabía con qué se encontraría. Tampoco tenía muchas ganas de levantarse. Aún pensaba en la muerte del bombero de la primera compañía de Talagante, Hernán Avilés, que murió defendiendo a Santa Olga del fuego, cuya bomba ella misma despachó desde el cuartel.

Su historia traspasó la Séptima Región. Luego de una nota que dio a Chilevisión, la llamaron de la producción del Festival de Viña: para agradecerle por su disposición, la estaban invitando a la noche inaugural junto a dos personas. Así partió en una van del canal junto a su hermana y a su madre.

 El incendio arrasó con, aproximadamente, 1.000 casas en Santa Olga. Hoy sólo 65 están siendo reconstruidas.

Estaban los tres sentados en la Quinta, luego de ver a los Fabulosos Cadillacs, cuando escucha que le gritan: “Ya, Ale. ¡Te toca!”.

—Yo no tenía idea de que tenía que salir en el backstage. Me entrevistaron Carolina Mestrovic y Caniulef y vi que, detrás de ellos, estaba Maluma. Yo había compartido una noticia que decía que él había donado el 100% de sus ganancias a Santa Olga.  Me dijo que me encontraba valiente por ser bombera, por haberme quedado, y todo lo demás.

Volviendo a Constitución vio que había otro incendio. Se cambió de ropa rápido, tomó el auto y llegó. Allí sus compañeros la recibieron con un:  “Cómo estái, pos, Maluma”. Desde ese día, quedó como “La Maluma” para todos sus conocidos.

Para pelear contra la pena siguió en los bomberos, sin mirar atrás. Y hace poco le tocó vivir una situación casi tan dura como la del incendio. Debido a que muchos pinos se cayeron, el viento en el sector de Santa Olga hasta Constitución corre sin freno. Un temporal hace dos viernes cortó las vías, convirtiendo el polvo y la tierra en lodo. Se cortó la luz, se cayó la señal del teléfono en Constitución. La compañía de Alejandra salió con el carro para sacar los troncos que caían en las vías y ayudar a la gente que vivía cerca del río. Cuando iba por la autopista en su auto vio cómo un pino impactó un vehículo blanco. Se bajó corriendo, con el traje de bombero a medio poner. El conductor estaba muerto.

—Yo creo que nunca vio que venía el pino. Abrí la puerta y caché que lo conocía. Sólo atiné a cerrarle los ojitos y esperar a que lo vinieran a buscar.

El lunes pasado a Alejandra le avisaron que sería trasladada al Cesfam de Constitución debido a que no la veían trabajando bien. Que estaba medio deprimida, que le haría bien un cambio de aire. Dice que el cambio le ha costado. Su madre, Loida Aro, sigue trabajando como auxiliar de servicio en la posta y ahora debe levantarse mucho más temprano para ir a dejarla desde la casa que arriendan en Maromillas y luego pasarse a Constitución.

—No encuentro que haya estado depre. Sí bajoneada, a veces, como todos. Pero aquí me gustaba. Venía la gente de Santa Olga en la mañana, me molestaban con Maluma. Lo complicado eran las tardes, cuando hablábamos de lo que nos tiene mal.

Lo que la tiene mal es el papeleo. Su familia fue a visitar a su hermano a la Patagonia y ella debió quedarse a firmar los papeles para la reconstrucción. Hoy está coordinándose con sus vecinos para que le firmen los permisos para poner cortafuegos. Cada persona que quiera recibir una nueva casa necesita una autorización del que vive al lado.  Y así, suma y sigue.

—Serviu está pidiendo papeles para todo. Nosotros, por ejemplo, elegimos una casa y queríamos ponerle unas ventanas más grandes.  Estábamos listas y Serviu dijo que faltaba un papel. Claro, tú tratái de armar tu casa a tu pinta, poniendo plata, pero ellos te dicen que no, que el papel…

Alejandra cuenta que tiene una tía que está con tratamiento psiquiátrico. Que en el consultorio ha visto gente deprimida, desesperanzada. Pero que a ella aún no le ha pegado. Hasta ahora.

—Fui donde un amigo psicólogo que me dijo que en algún momento iba a explotar, que cree que he ido liberando de a poco y que me estaba resultando, pero que un día no aguantaré más. Yo le dije que ojalá esté sola, porque ese día voy a dejar la cagada.

 

Santa Olga renovada

Javiera Punoy (19) dice que el incendio la ayudó a entender quién era realmente. Fue una de las ocho personas que permanecieron en Los Aromos, Santa Olga, cuando los rodeó el fuego. José (47), su padre, había decidido quedarse hasta el final para cuidar la casa. Javiera resolvió, entonces, quedarse con él, mientras su hermano chico y su mamá huían hacia Constitución.

Cuando ya tenían el fuego encima, escaparon a la cancha de baby fútbol del lugar, donde se tiraron al suelo y se taparon la cara con toallas húmedas. Sentían el calor, escuchaban las explosiones de los calefones de las casas. Ella aún recuerda los tornados de fuego. Llamas que, empujadas por el viento, arrasaban con todo y se convertían en monstruos anaranjados.

En una hora y media el fuego arrasó con todo. De a poco fueron saliendo y Sergio Jélvez, un vecino que se había quedado con ellos, vio que una de sus casas, que habitaba en ese entonces su sobrino, estaba intacta. Allí pasaron la noche.

El reclamo más repetido es contra la burocracia. Los vecinos alegan contra el proceso kafkiano que impone el Estado para otorgarles una vivienda.

Luego de eso, Javiera y su familia se quedaron dos semanas en Constitución. Recibieron el bono de subsidio que entregó el gobierno a los damnificados y arrendaron una casa en Empedrado. Ahora se levanta a las 5.30 de la mañana para llegar a la sede del Instituto Valle Central en Constitución, donde cursa su segundo año de Técnico en Enfermería. Y dice que sus notas han bajado por un problema a la vista: en el incendio perdió sus lentes y aún no ha podido sacar unos nuevos. Pese a todo, ella cree que el incendio le sirvió.

—Yo estaba estudiando mi carrera, pero no sabía si era lo que quería. Me di cuenta de qué es lo que me gusta, lo que me apasiona: ayudar. A veces en el hospital, donde hago mi práctica, hay personas que me ven que ando pensativa, pero es porque tengo prueba al otro día. Y ellos me dicen que no, que tire para arriba, los mismos pacientes, que uno no conoce. Y es bonito, pero no ando deprimida. Si tampoco ando contando que estuve en el incendio.

Y pese a lo lento de la reconstrucción —su casa recién fue demolida— cree que Santa Olga ahora será un mejor lugar.

—Esto hizo que se viera Santa Olga, y ahora quedará mejor. Va a haber pavimentación de las calles, casas mejor arregladas, todo ordenado. Como tiene que ser.

 

La oscuridad

Mientras Javiera Punoy  intentaba calmar a Damián, uno de los niños que estaban en la cancha de baby, cantándole el “Caballito blanco”, Sergio Jélvez (38) escuchó unos gritos. De mujer. De niños. Más de uno. Salió sin pensarlo. Vio que se les había trancado la puerta de su casa y que no podían salir. Los tomó y los llevó a la cancha.

Jélvez se había quedado cuidando su propia casa, intentando apagar el fuego con agua en botellas plásticas y cubetas. Su sobrino, a quien le había prestado la casa de al lado, se fue a último minuto. Habían llegado a un acuerdo: si el fuego se acercaba a los cien metros se iría a acompañar a su mujer y a su hijo de nueve meses, a Constitución. Sergio se quedaría hasta el final.

Luego vino el escape a la canchita y ver que, entre el humo y la destrucción, había quedado una casa intacta: la de su sobrino.

—No sé cómo no le entró el fuego. Este chiquillo, el Roberto, es evangélico. Habría que preguntarle a él —dice riendo.

Esa noche se quedaron todos juntos en la casa. De a poco se fueron yendo. Su sobrino Roberto se fue a vivir donde su suegra, a Empedrado. Sergio, en cambio, se instaló en el lugar que los medios comenzaron a llamar “La casa del milagro”. Desde ahí ha visto cómo las autoridades han prometido, pero no cumplido: la suya sigue siendo la única casa intacta de Los Aromos.

—Nos dijeron primero que en septiembre habría 200 casas hechas. Arriba, en Santa Olga, no hay ninguna. Acá en Los Aromos, tampoco. Al ritmo que van, deberían demorarse unos 10 años. Y hay gente mayor que es difícil que vuelvan a ver su casa parada. Yo conozco gente de Constitución que aún no recibe su casa por el terremoto. Imagínese qué queda para nosotros.

Hoy Sergio y su familia esperan, escépticos. Un privado hizo una donación para que tuvieran agua hasta diciembre. Pero eso no es lo que más les urge. Al rodear la casa se escucha un sonido ensordecedor, angustiante. Son los generadores que les permiten tener electricidad. Pero no siempre funcionan, y para Jélvez, que parte todos las madrugadas a Linares a buscar madera, es un problema salir a oscuras, sin saber con lo que puede encontrarse.

 

40 planchas

Para llegar a Santa Olga desde Constitución se puede tomar el camino hacia Los Naranjos. Muchos turistas lo hacen para observar el río Maule. Pero el agua no fue impedimento para que el fuego arrasara con varias de las casas en el camino. Fue el caso del matrimonio de Miguel García (50) y Haydé Núñez (53). Y donde a finales de enero sólo se veían los cuerpos de sus gallinas muertas y hombres con palas retirando escombros, aplanando el sitio para una casa que no sabían cómo volverían a construir, hoy hay vida. Hay plantas en maceteros —no en el suelo, porque ahí ya no se puede plantar nada—, hay una casa construida. Pero no ha sido fácil. Luego del incendio Haydé y su familia comenzaron, sin ayuda, a construir desde cero. Lo hicieron con la madera de un donante anónimo. Un tipo que pasó en una camioneta y les dejó 40 planchas para que volvieran a empezar, recuerda Núñez, con una de las 12 gallinas que le quedaron cacareando fuerte atrás.

Sus hermanos obreros la ayudaron a parar la casa, que iban forrando con materiales que recogían de las sobras de las construcciones donde trabajaban. A fines de febrero, la casa estaba lista.

Todo esto, mientras García viajaba a Pichilemu, donde trabajaba como hachero para un contratista de los bosques del empresario Jorge Errázuriz. Temía que lo hubieran despedido por faltar luego del incendio.

Sobre subsidio para arriendo, ni hablar. Tampoco del bono de enseres que entregó el gobierno. Haydé hizo los trámites, pero la pelotearon entre el Serviu y la municipalidad. La última respuesta que le dieron fue que su carpeta estaba perdida, que algo había pasado. Ella no supo qué decir.

Al pensar en lo que viene, llora. Su hermano Manuel, el que la ayudó a construir la casa, está con licencia producto de un aneurisma. Tiene que buscar colegio para su hijo Fabián, a quien no alcanzaron a inscribir producto del incendio. Y su marido, Miguel, tiene que volver a buscar trabajo, pues finalmente lo despidieron.

—No hay trabajo acá, están todos los pinos quemados. Y nosotros siempre hemos trabajado en el bosque —dice, mientras espera que su otro hermano, Elio, llegue con el resto del plástico para cubrir la pared de la casa que falta. Esa muralla que ellos no quieren que la gente vea, ni que la gente está interesada en mirar.

 

Expropiado

Este es mi pedazo, dice Cornelio Fuenzalida, parado sobre un montón de barro, cemento y escombros. “Panadería y pastelería Cornelio: pronto volveremos”. Con una cuerda de cáñamo, un martillo y dos clavos, Cornelio Fuenzalida (46) había instalado, la mañana del 31 de enero, un letrero amarillo con letras azules en el terreno lleno de cenizas y máquinas de panadería quemadas que alguna vez fue su local. Le avisaba al resto que pronto volvería, que se levantaría tal como lo hizo después de que el tsunami del 2010 botara su negocio en Constitución. Llevaba casi seis años en Santa Olga. Las cosas funcionaba, pero vino el fuego.

Más que esa noche, en su cabeza rondan los días previos. La imagen de Santa Olga llena de distintas compañías de bomberos que dormían en la sala cuna de la villa, ubicada al lado de su local.

—Había, por lo menos, 25 carros de bomberos y el día del incendio no vimos ninguno. Sólo enfrentaron el fuego los vecinos más valientes, con baldes, y como cuatro bomberos de Santa Olga.

Hoy su vida no es muy distinta a la de sus antiguos vecinos. Como todos, se angustia por la cantidad de papeles que ha tenido que pedir y firmar. Del local, ni hablar. Además, tiene otra pelea. Debido a que su terreno está en una esquina, el Serviu le informó que le expropiarán 27 m2 para construir una avenida. Metros que le quitarán espacio para poner la panadería y su casa atrás como la tenía antes.

—Me lo van a pagar, pero como sitio eriazo. Los que estamos siendo perjudicados estamos viendo alguna solución, porque nos están ofreciendo trece mil pesos por m2. Con eso yo no puedo hacer nada. Si por este terreno pagué veinte millones y tenía un local comercial y casa. Es una burla.

Y si bien tiene amigos que le han ofrecido la reconstrucción completa del local, ha dicho que no. Tal como en 2010, quiere pararse solo. Así se asoció con un empresario de un pueblo cercano, Nirivilo, a 20 kilómetros de Santa Olga, quien le prestó un salón para que vuelva a preparar los berlines que lo hicieron famoso en la villa. Para eso compró un horno a carbón, que espera tener instalado la próxima semana. Su idea es hacer los productos en Nirivilo, recorrer el camino vendiendo en el auto con un parlante que consiguió, y llegar con el pan caliente a Santa Olga, donde venderá en un container facilitado por una marca de bebidas.

Pero esto es lo más reciente. Antes de juntarse con su socio de Nirivilo, Fuenzalida tuvo que volver a sus orígenes: un familiar le prestó una camioneta y empezó a hacer distintos “pololos” en Constitución, donde vive por ahora con un bono de subsidio que le entrega el gobierno. Así desmalezó terrenos, pintó casas, instaló calefones. La pega no le faltó, dice.

—Ahora ya me dejé de hacer  pololos. Me ofrecieron una pega en Panguipulli, que es bonito. Pero no me puedo ir porque tengo a mi mamá enferma y a mi hijo estudiando en Talca. De a poco estoy partiendo de nuevo, nomás. Total ya lo supe hacer.

Con paciencia.

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