Por Nicolás Alonso // Fotos: Cristóbal Olivares Julio 7, 2017

Por aquí fueron pasando. Por este portón verdoso, medio podrido, que está abierto justo lo necesario para que un hombre pueda internarse hacia el otro lado, hacia la oscuridad. Unos por la mañana y otros en medio de la noche, todos traspasaron este umbral, estos tablones verdes, desencajados: la única puerta que quedó abierta cuando las demás se cerraron.

Hombres y mujeres colombianos, víctimas de la violencia y la guerrilla, coparon el primer piso; se apretaron, combatieron el frío. Luego llegaron mujeres dominicanas, sobrevivientes del tráfico de personas. Al final, los haitianos tomaron el segundo piso: nueve habitaciones en que se instalaron de a tres, de a cuatro, de a ocho. Hasta que, definitivamente, la casa fue tomada. Desde octubre del año pasado están aquí, escondidos del invierno en esta casona en ruinas, que antes fue la bodega de una empresa de piscinas. Ahora es otra cosa: una especie de mundo, el último refugio de los que nunca lograron hacer pie. Una casa tomada por inmigrantes en Santiago Centro, a sólo unas cuadras del Parque de los Reyes.

“Vamos a dar la pelea hasta el último. La mayoría somos desplazados, y acá no tenemos cómo tener una vivienda”, dice Mauricio, el jefe de la comunidad.

Como esta, hay otras cuatro en la comuna: viviendas abandonadas que un grupo de inmigrantes, sin visas ni la posibilidad de trabajar, van transformando en su hogar. Así logran escapar de los subarrendadores, buitres de la miseria que mantienen cientos de cités ilegales en la comuna, en donde les pueden cobrar 200 mil pesos por una habitación insalubre y hacinada, hasta que un día sean desalojados o hasta que un incendio devore todo. Pero al menos no les piden papeles.

En esta casa, sin embargo, nadie cobra y nadie paga. Sólo hay que pedir lugar en algún rincón de alguna habitación. El terreno fue adquirido en 2012 por la Municipalidad de Santiago, que el 10 de abril emitió una orden de desalojo para construir un edificio de viviendas sociales para 60 familias. Pero nadie ha llegado a darles esa orden, y ellos tampoco piensan abandonar el lugar, aunque se caiga a pedazos. La otra opción es perderse en el frío allá afuera.

El límite es este portón verdoso. El único requisito, para quien llega, es traspasarlo y contar la historia de la que viene huyendo.

 

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El living es en realidad un garaje, un corredor en penumbras en donde la humedad se siente en los huesos. Al fondo, un auto desvencijado sirve de refugio para quienes no soportan el frío. Afuera hay sol, pero adentro el agua llueve desde el techo. Gustavo, de 43 años, está sentando en un sillón con los resortes al aire. Mientras habla, sus manos largas juegan con las fichas de un viejo dominó. De los quince colombianos que habitan el primer piso, es el único que tiene una habitación propia: un cuarto pequeño y abarrotado, con un camarote que comparte con su esposa.

Lleva un gorro de lana azul, el rostro huesudo, la piel oscura. Los ojos le brillan por la gripe. Dice, de pronto, que extraña el mar de Buenaventura, en donde trabajó como pescador desde que murió su padre, a los 12 años. Había llegado a tener una casa y su propia lancha, cuando en 2010 las FARC le pidieron que transportara cosas. Él se negó y se la quitaron. Luego le quitaron la casa. Después tuvo que huir a Bogotá y al final tuvo que irse del país. Entró dos veces como polizón en barcos a Estados Unidos, pero las dos veces lo deportaron. Entonces alguien le habló de Chile, y él se subió a un bus con su mujer, en un viaje que duró ocho días, pensando que había logrado escapar de la muerte.

—Santiago es más duro de lo que esperaba… en todo sentido —dice ahora, mientras despliega sobre la mesa los papeles que lo acreditan como desplazado y una solicitud de refugio pendiente.

Después de vagar por varias comunas de la capital, sin poder conseguir trabajo por no tener papeles, en diciembre se enteró de la casa tomada y se presentó un día frente al portón verde. Ahora trabaja como jornal de construcción, con lo que compra comida para él y su esposa, pero no puede resistir muchos días sin enfermarse. En Buenaventura, en un día normal, podía hacer 45 grados.

—Este lugar me salvó la vida, para mí el desalojo sería devastador —dice, mientras mira unos cordeles llenos de ropa mojada—. Yo no saldré sino a la fuerza, porque no tengo dónde ir. Al menos necesitamos que nos ayuden a conseguir una vivienda social.

Los demás colombianos lo miran contar su historia, que es de cierta forma la de todos. Los quince son de Buenaventura, los quince dicen haber huido de las FARC, de los paramilitares o de las pandillas. Entre ellos está Mauricio, de 45 años, el jefe de la comunidad. Fue él quien una mañana se topó con la casona abandonada y rompió sus cadenas, en octubre del año pasado. Junto a su hijo adolescente, tardaron una semana en echar a un drogadicto que vivía adentro y sacar toda la basura del lugar, que les llegaba hasta el pecho. Entonces se empezó a correr la voz.

Aunque comparte colchones en el piso de su cuarto con su hijo y otras siete personas, dice que no puede negarle un lugar a nadie que venga huyendo de un mundo peor. Al parecer, sabe de lo que habla: en Colombia sobrevivió a dos balazos, al asesinato de su hijo mayor y a un pasado que prefiere olvidar. Hoy intenta conseguir trabajo como albañil, y les pide dinero a los inquilinos para arreglar la casa: ha pintado paredes, ha comprado planchas para arreglar el suelo. De todas formas, dice mientras camina por las cuatro piezas hacinadas del primer piso, sabe que no podrán evitar el desalojo. Sólo espera, por el bien de todos, que sea en verano y no en medio del invierno.

—Vamos a dar la pelea hasta el último. La mayoría somos desplazados, huimos de la violencia, y acá no tenemos cómo tener una vivienda. Por eso tomamos esta casa, que era un basural y tratamos de tener una vivienda digna —dice, y los demás asienten—. Desde el primer día nos amenazan con que nos van a desalojar, y no nos presentan un documento, ni una solución.

Mientras dice eso, abre la puerta de su pieza, un rectángulo húmedo provisto con una cocinilla, colmado de ropa, botellas, comida. Los jóvenes que están adentro lo miran con respeto.

—Acá viven más de cincuenta personas, que nos damos la mano unos a los otros, porque somos inmigrantes —dice—. En esta pieza dormimos ocho. Pero si llega otro, le haremos lugar.

 

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En la Municipalidad de Santiago se enteraron de que la casa había sido tomada por las quejas de los vecinos, que siguen acumulándose. Para la nueva administración fue un balde de agua fría. La casona ya había sido habitada antes por otros cien inmigrantes, desalojados en 2015, según ellos, sin previo aviso y sin soluciones comunitarias. Pero el proyecto de viviendas sociales se atrasó —lleva ocho años en planificación—, la casa quedó vacía y fue tomada de nuevo. Es un problema que crece: hoy la municipalidad tiene treinta decretos de desalojo firmados para distintos cités de la comuna, y este año ya ha realizado ocho. El último hace sólo dos meses, en la calle Grajales, en donde se desalojó a 83 personas que vivían en condiciones de riesgo. Los que tenían los papeles al día recibieron un subsidio de arriendo por dos meses. El resto no.

El terreno fue adquirido en 2012 por la Municipalidad de Santiago, que el 10 de abril de este año emitió una orden de desalojo para construir viviendas sociales.

En Independencia existen 15 cités de inmigrantes en proceso de desalojo —ya han desalojado treinta desde 2015—, y en Quilicura hay otro, pero la mayor concentración es en Santiago. A veces los realiza Carabineros directamente, sin coordinar con la municipalidad: en enero de este año ese problema salió a la luz cuando en Almirante Barroso veinte familias fueron expulsadas por la fuerza, sin previo aviso, quedando con sus colchones y muebles en la vereda, sin saber qué hacer. Desde entonces, el Instituto Nacional de Derechos Humanos y varias ONG siguen de cerca los procesos, incitando a los inmigrantes a exigir soluciones.

Estos meses, la casa tomada por Mauricio ha recibido visitas del INDH, del Movimiento de Acción Migrante (MAM) e incluso de una relatora de vivienda de Naciones Unidas. Los tres organismos les han dicho lo mismo: que según el reglamento de la ONU  para desalojos forzados, no pueden ser expulsados sin recibir ayuda para tener otra vivienda, y en ningún caso si su destino será la calle.

—Mucha gente cree que por ser un terreno ocupado no tienen derechos, y eso no es así. Tienen derechos humanos —dice Eduardo Cardoza, secretario ejecutivo del MAM—. En esto hay criterios internacionales, no puedes expulsarlos como si fueran objetos, basura que sacas para afuera.

Los inmigrantes, aseguran en el municipio, ya no los dejan ingresar a la propiedad a hacer un catastro. Ni ellos les han llevado el decreto de desalojo, aunque esté firmado hace tres meses y en él se establezca que tienen que dejar el inmueble antes de que termine el primer semestre.

 

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La escalera cruje bajo los pies de quien la pisa, y lleva hasta un corredor cuadrado, que al medio tiene una plancha de zinc llena de latas, ropa vieja y basura. La ropa lavada por las mujeres haitianas destila agua sobre el techo. En estas nueve habitaciones viven unos 35 hombres, mujeres y niños, casi todos inmigrantes haitianos. Uno de los tres baños tiene un cartel que dice “Solo baño colombianos”. Aunque no tienen problemas entre sí, tampoco mezclan sus cosas.

En una habitación, al final del pasillo, viven ocho personas, seis hombres y dos mujeres. Adentro, tirados en colchones, miran en un televisor con estática una película que no entienden. Una niña de tres años observa pegada a la pantalla. A su alrededor hay botellas, balones de gas, ollas, platos de comida, enormes manchas de humedad. Ninguno habla español, pero con gestos y pocas palabras dicen lo que pueden: un muchacho, con rostro de asco, indica el lugar y repite una sola palabra: basura. Se pasan el día dando vueltas por la ciudad, buscando un trabajo que nunca llega. El resto del tiempo, como esta tarde, se quedan encerrados en la pieza, sin otro lugar a donde ir.

Algunos llevan meses y otros acaban de llegar al país. Benoc, de 44 años, aterrizó hace dos meses. Tiene la mirada angustiada, el cuerpo delgado. En Haití tenía una casa y un campo, que vendió para pagarse el pasaje a Chile. Alguien le dijo que en esta tierra se ganaba dinero. Por eso dejó a su esposa y a tres hijos, pensando que los vería pronto, y desde entonces no ha podido enviarles nada. Sale todos los días a buscar trabajo, pero nunca ha conseguido.  De todas maneras, dice, no se arrepiente de haber venido: aún cree que conseguirá un trabajo.

—Mi familia sufre allá, si vuelvo no tengo qué darles —dice, tristemente, en creole. Una dominicana, a su lado, traduce sus palabras.

También dice que teme que lo desalojen, por el frío. La mayoría de los haitianos tiene ese temor, sobre todo después de que uno de sus compatriotas muriera de hipotermia, hace unas semanas. Muchos llegan solos al país, y si mueren, ni siquiera son retirados del Servicio Médico Legal. Actualmente hay nueve cuerpos en el servicio, sin que nadie los reclame.

Del otro lado de la pared, Renel, de 26 años, se pasa los días buscando una habitación para arrendar y poder irse. Su novia, Annagela, está embarazada de seis meses y le angustia pensar que pueda pasarle algo por vivir en un lugar tan sucio. Con los $350 mil que gana en una pescadería no le alcanza para pagarse una pieza para los dos, ni para una prima que vive con ellos. Al final del pasillo, en una pieza aislada, a la que se accede por una escalera endeble que se suspende en el vacío, viven Ulises y sus hijos, de seis y dos años. Por el piso de la habitación corren insectos; los niños juegan en él. Ninguno de los dos va al jardín ni al colegio: cuando los llevó le pidieron sus papeles. Ahora apenas salen de allí.

Dice que en Haití era político, y que tuvo que irse porque lo amenazaron de muerte. Que en Chile nadie quiere a los extranjeros. Que no consigue un trabajo. Que no sabe cómo irse de este país.

 

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Sentado en una oficina de la Municipalidad de Santiago, Guillermo Soto, director de Desarrollo Comunitario, luce preocupado. Dice que el tema los sobrepasa: en la comuna hay 583 cités, en donde viven más de 30 mil personas. Hoy trabajan en mejorar las condiciones de doce, pero no tienen recursos para abordar todo el problema. También están buscando una fórmula para desalojar los más graves, entre ellos la casa del Parque de los Reyes. Pero no tienen, dice, el presupuesto ni las capacidades técnicas para darle soluciones a tanta gente.

—Es un tremendo problema para nosotros, porque muchos creen que tiene que hacerse cargo la municipalidad, no el Estado —dice Guillermo Soto—. Nosotros damos subsidios de arriendo por dos meses, y nos encargamos de todos los traslados. Ofrecer soluciones a más largo plazo, con los recursos de las municipalidades, es imposible. El Estado de Chile debiera tener una política directa.

Los treinta decretos de desalojo ya firmados, dice el encargado municipal, implicarán diseñar soluciones para dos mil personas, y en septiembre el presupuesto de emergencia social, que son $270 millones, se habrá acabado. Hace dos semanas, el alcalde Felipe Alessandri convocó a una reunión con varios consulados y autoridades políticas para buscar formas de abordar el problema. Quiere proponer un mecanismo de subsidios directos, junto a proyectos de inversión para recuperar casonas en la comuna. El mes que viene, en tanto, estará listo el proyecto de las 60 viviendas sociales, y entonces comenzará el plan de desalojo de la casa tomada. En el municipio aseguran que esperarán 60 días hábiles para hacerlo, y que trabajarán en soluciones para los inmigrantes. Pero muchos, allí, son irregulares, y una persona sin papeles no puede recibir un subsidio del Estado.

Ni siquiera en Extranjería se atreven a estimar cuántos inmigrantes irregulares hay en Chile. Algunas ONG creen que son unas 80 mil personas, pero no hay cómo saberlo. Lo que sí se sabe es que viven en condiciones de hacinamiento, al igual que el 21% de los casi 600 mil regulares. Hay dos tipos de personas irregulares en Chile: los que entran como turistas y se quedan, y los que cruzan la frontera de forma ilegal. Los primeros, si no se ha decretado su expulsión, pueden pagar una multa —que ronda los 300 mil pesos, que no suelen tener—, si es que quieren optar a una visa. Extranjería decreta unas 3.200 expulsiones al año, pero no tiene presupuesto para sacar del país a más de mil. De esa forma, el inmigrante irregular, que tampoco puede salir por su cuenta, queda atrapado en un sistema en donde no tiene papeles, ni acceso a crédito, ni trabajo, ni posibilidad de arrendar una vivienda. Así van llegando, uno a uno, a los cités, con la esperanza de no ser desalojados.

—Se forma una especie de trampa: no le das espacio para que se regularice, y tampoco lo expulsas —dice Rodrigo Sandoval, director de Extranjería—. Como no le das visa, no los dejas trabajar, y así los condenas a la irregularidad. El Estado y la sociedad los vuelven vulnerables. Y como el problema es multidimensional, ninguna institución tiene las facultades para hacerse cargo del todo.

En el segundo caso, el de los que entraron de forma ilegal, como algunos de los que viven en la casa tomada, no tienen ninguna alternativa. Sólo ir a la PDI, autodenunciarse y esperar a que los manden a sus países, si es que hay dinero para eso.

 

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Es el atardecer de un sábado, y en la casa tomada dos mujeres dominicanas conversan en los sillones del primer piso. Se llaman Ramona y Melany, y tienen 38 y 31 años. Una dejó en su país a tres hijos; la otra, a cuatro. Las dos llegaron a Chile hace un año, engañadas por la misma banda de traficantes de personas: desde que en 2012 Chile comenzó a pedirles visa a los dominicanos para entrar como turistas al país —una medida que pretendía cortar la inmigración ilegal—, esto se convirtió en un mercado atractivo para los grupos criminales.

La historia de ambas mujeres, y de centenares más, es la misma: una supuesta agencia de viajes les ofrece traerlas a Chile y conseguirles permiso de trabajo, a cambio de dos mil dólares. Les dicen, y ellas lo creen, que en un mes en este país cualquiera gana ese dinero. Entonces ellas hipotecan sus casas, y se suben a un avión. Primero llegan a Ecuador, luego a Perú, luego a Bolivia y finalmente, en medio de la noche, las arrojan en el desierto de Atacama a su suerte.

—Yo tuve que caminar horas por el desierto, muerta de miedo —cuenta Melany, y Ramona guarda silencio—. Tuve que tirar mi ropa para poder seguir, y en el camino veía las de otras mujeres que habían estado antes que yo. Una murió allí. Yo estaba por morir, cuando llegaron los carabineros. Ahora vivo con miedo también al desalojo. Es algo que no me deja comer, ni dormir, ni hacer nada.

Aun hoy, las dos siguen pagando a los traficantes las hipotecas de sus casas. Trabajan como empleadas en Chicureo para poder hacerlo, con familias a las que no les importa que no tengan papeles. Saben que si pidieran ayuda, serían expulsadas, por haber entrado de forma ilegal.

A las dos les da pánico pensar qué pasaría con sus vidas si un día llegan del trabajo y ven que todas sus cosas están en la vereda. Afuera de la casa, va cayendo la noche y cada minuto es más fría.

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