Por Evelyn Erlij, desde Europa Junio 23, 2017

Hace un año, el mundo no iba muy bien que digamos: Francia se acostumbraba a las armas y al estado de emergencia tras los atentados de 2015, el terrorismo islamista hacía temblar al Hemisferio Norte y el virus Zika se propagaba hasta convertirse en una emergencia planetaria. Los ataques de París habían sido una puñalada en el pecho de Europa, pero cuando el continente empezaba a reponerse de la herida, la infección viral del nacionalismo lo postró de golpe: el 23 de junio de 2016, el Reino Unido votó mediante un referéndum su salida de la Unión Europea. Nadie había predicho una recuperación auspiciosa —la austeridad tenía en estado anémico a la UE hace tiempo—, pero nadie imaginó tampoco la violencia de esta caída.

Aturdidos, derrotados, muchos europeos pensaron en las pequeñas grandes víctimas de esa hecatombe llamada Brexit: ¿Qué pasará con los ciudadanos de la Unión Europea que trabajan en Reino Unido, con los británicos que viven en la Europa continental, con los estudiantes de intercambio, con las parejas o familias de otras nacionalidades que residen en la isla? Las preguntas eran más de las que cualquier cerebro podía procesar, y por ello Google se convirtió en el oráculo al que todos los angustiados se encomendaron: ¿Qué significa dejar la UE?, ¿qué es la UE?, ¿qué países integran la UE?, ¿qué pasará ahora que dejamos la UE?

Un año exacto después del referéndum, el divorcio entre el Reino Unido y la Unión Europea comienza en un ambiente denso y casi tan incierto como al inicio. Será una partida de póker que dará para largo.

Esas búsquedas, las más googleadas en Reino Unido el día después de la elección del Brexit, hablaban de un país donde muchos sufragaron sin saber qué votaban. La opción Leave (abandonar) era el eco de un viejo imperio desesperado por recobrar su antiguo poder; era la fe equivocada, según el político español Javier Solana, de que los problemas de hogaño se resuelven con soluciones de antaño, como el proteccionismo y el cierre de fronteras. Entre los jóvenes, que en un 73% apoyaron la estadía en la EU, reinaba la ira: los viejos, que en masa votaron Leave, les robaron su ideal de futuro.

“Los días de baile de Inglaterra se acabaron”, dice la cantante inglesa PJ Harvey en Let England Shake, un disco de 2011 en el que anunció el discurso que hizo ganar al Brexit: “Malditos europeos/Llévenme de vuelta a la bella Inglaterra/Y a la asquerosidad gris y húmeda de hace siglos”, canta en “The Last Living Rose”. El cine inglés, con filmes como la premiada Yo, Daniel Blake, de Ken Loach —crítica contra la deshumanización del sistema de bienestar— también advertía un país en crisis, harto de la austeridad y en el que los pobres eran las grandes víctimas de los recortes.

Esa Inglaterra profunda y en su mayoría precaria, con poca educación, según las estadísticas, era la que estaba en buena medida detrás del 51,9% de votos en favor de la salida de la UE, una realidad social que quedó más expuesta que nunca tras el incendio fatal de la torre Grenfell, considerada por los analistas como un símbolo de la desigualdad de Gran Bretaña: una vivienda social en llamas en medio de uno de los barrios más ricos de Londres. Nadie querría estar hoy en los zapatos de la primera ministra Theresa May, que por estos días hace malabares para lidiar con esa catástrofe, con los recientes atentados terroristas, con las negociaciones del Brexit y con la pérdida de su mayoría en el Parlamento luego de las elecciones del 8 de junio.

Un año exacto después del referéndum, el divorcio entre el Reino Unido y la Unión Europea comienza en un ambiente denso y casi tan incierto como al inicio. Será una partida de póker que dará para largo y cuyos grandes ejes serán la posible factura que May deberá pagar a la UE (se habla de hasta 60 mil millones de euros), la gestión de las fronteras, los derechos de los ciudadanos expatriados de ambas partes, la salida de Gran Bretaña del Tribunal Europeo de Justicia y las nuevas dinámicas de comercio. El gallito de fuerza al que apostará la UE, dicen, será éste: la isla no tendrá acceso al mercado único europeo si no acepta la libre circulación de personas.

Ningún divorcio es feliz, y este se anuncia como el peor de todos. Para el diario británico The Guardian, serán las “negociaciones más complicadas de la historia”, y una prueba de ello es que hoy rigen en el Reino Unido más de 12 mil normas de la Unión Europea, las que deberán ser deshechas o rehechas. El lunes, en Bruselas, se inició el diálogo entre ambas partes, en medio de protestas contra el gobierno tras el incendio de la torre Grenfell y horas después de que un conductor arrollara a una decena de personas frente a una mezquita en Londres. El primer aniversario del Brexit encuentra a Gran Bretaña convertida en una potencia temblorosa y alicaída.

Para el New York Times, los triunfos del Leave y de Donald Trump sellan “el fin del orden angloamericano”, pero hay algo más que un ocaso de poderío anglosajón a nivel mundial. El Brexit también marca un declive del proyecto europeo; es, según el periodista francés François Bonnet, el rechazo de un experimento vanguardista de integración supranacional que se alzó como el primer espacio geopolítico y económico del planeta. La partida del Reino Unido es un temblor con características de terremoto: en Polonia y República Checa se habla del Pexit y del Czexit; en Austria, Francia y Holanda la ultraderecha propaga el euroescepticismo como una plaga.

La complejidad del Brexit es tan grande, que es casi imposible hablar de él sin recurrir a metáforas y comparaciones para simplificarlo. El Financial Times habla de un “cubo Rubik” que los líderes europeos tendrán que resolver, un puzle de miles de piezas que involucrará desde temas de aviación y seguridad nuclear hasta asuntos financieros que, por ahora, tienen en ascuas al mercado internacional. Nadie sabe aún a qué atenerse, y he aquí otra comparación para explicar el problema: según Frans Timmermans, vicepresidente de la Comisión Europea, May aborda los temas como un cangrejo se acerca a un objeto: avanza lento y observa, se toma su tiempo, y cuando da su veredicto, se aferra a él.

La primera ministra apoya un “Brexit duro” que implicaría, entre otras cosas, dejar el mercado único, detener la libre circulación de mercancías y renegociar acuerdos comerciales y aduaneros con cada uno de los 27 países de la Unión, pero al no tener mayoría parlamentaria, nada garantiza que logrará ejecutar la salida en los términos que quiere. El temor principal es que May se vuelva demasiado exigente y las negociaciones fracasen, lo que podría desembocar en una catástrofe económica para ambas partes. El “Brexit duro”, en sí, tendrá secuelas dolorosas: el sector financiero británico podría perder el ingreso de hasta 43,2 miles de millones de euros y 75 mil empleos desaparecerían, según un estudio de la consultora Oliver Wyman.

“Puede que Gran Bretaña sea una isla, pero económicamente es el país más interconectado de Europa (...). Francia provee electricidad, el saneamiento del agua potable en el sur de Inglaterra corre por parte de Alemania y grandes aeropuertos como Heathrow pertenecen a españoles. Un cuarto de los médicos que mantienen a flote el sistema de salud pública vienen del continente”, se leyó hace unos días en el semanario alemán Der Spiegel. La revista británica de izquierda Prospect es todavía más alarmista: el shock económico y el pánico de los inversionistas llevarán a una caída de la libra, y a un aumento de la inflación, el desempleo y la austeridad.

El matrimonio entre la Unión Europea y el Reino Unido nunca fue una historia de amor rebosante de corazones y, por lo mismo, no se podía esperar una separación del todo amistosa.

A eso se suma el riesgo de una posible independencia de Escocia, que votó en su mayoría por no salir de la UE y cuya líder, Nicola Sturgeon, anunció en marzo pasado la realización de un referéndum soberanista entre 2018 y 2019. Habrá costo humano, aumento de precios, pérdida de subvenciones agrícolas y una lista larga de consecuencias para la isla, pero como en todo divorcio, el daño será compartido. “El Reino Unido sobrevivirá, pero no es tan seguro que la Unión Europea lo haga”, afirmó el historiador Brendan Simms en la revista británica New Statesman, donde advirtió que chantajear a May con sanciones comerciales sería un error, ya que el país, quinta potencia económica mundial, podría sin dificultad abrirse hacia otros mercados.

Al otro lado de la Mancha, muchos creen que una sanción económica poderosa a Gran Bretaña podría moderar el discurso antieuropeísta de algunos partidos populistas del continente. En Francia, en tanto, Emmanuel Macron sigue tendiéndole la mano a Theresa May —“la puerta está abierta para quedarse en la UE”, le dijo hace unos días—, pero en Alemania, Angela Merkel es menos sentimental: hacerse ilusiones es una pérdida de tiempo, afirmó en abril. Suena a teleserie turca, cargada de víctimas y melodrama, y a thriller político a lo House of Cards, pero a escala continental.

El matrimonio entre la Unión Europea y el Reino Unido nunca fue una historia de amor rebosante de corazones —hubo chantaje mutuo y jamás hubo una verdadera economía de pareja: unos tenían el euro y los otros la libra— y, por lo mismo, no se podía esperar una separación del todo amistosa. Lo dejó claro una cena reciente entre May y el presidente de la Comisión Europea, Jean-Claude Juncker: “Creo que subestimas el problema”, le dijo él; “Hagamos del Brexit un éxito”, le respondió ella. La escena sería perfecta si de fondo hubiera sonado un bolero como este del colombiano Charlie Zaa: “Hagamos un convenio entre los dos, repartamos la pena de este amor”.

Dejando el drama de lado, el Brexit también podría tener un lado positivo. Desde hace años, la Unión Europea es vista por muchos en el continente como el mal de todos los males, desde la inmigración y el desempleo, hasta la austeridad. Como escribe François Bonnet en el medio de investigación francés Mediapart, no hay duda de que la salida del Reino Unido es una regresión y una vía abierta para la extrema derecha, pero también puede ser vista como un impulso para la autocrítica, como una “catástrofe bienvenida” para refundar una comunidad que no ha logrado corregir sus fallas. La idea del temblor con características de terremoto quizás no es mala, como canta PJ Harvey: “Occidente está dormido. Que tiemble Inglaterra”.

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