Por Natalia Correa y Carolina Sánchez // Fotos: Cristóbal Olivares Junio 9, 2017

Se conocieron alrededor de 1980. Carlos y Ruth; así se llamaban.

Se enamoraron, se casaron, tuvieron cuatro hijos. Fueron felices. Fueron una familia. Funcionaban. Pero un día llegaron los golpes y, entonces, algo se quebró.

Simularon que la vida podía continuar, pero algo estaba completamente trizado. Eso lo sabía Ruth, sobre todo, después de aguantar y aguantar golpes. Estuvieron juntos 25 años hasta que a ella se le acabó la paciencia y se separaron. Interpuso, de hecho, una demanda contra él, lo que se tradujo en una medida precautoria por violencia intrafamiliar. En ese momento, Carlos tenía 41 años. Era alto y corpulento. Trabajaba en una feria de Maipú, cerca de donde había vivido junto a su familia. Ruth tenía ya 38 años y se desempeñaba como peluquera en un salón de belleza en Las Condes. Cada uno se atendía con un psicólogo: ella, con Valentina Martínez, y él, con Andrés Farfán. Carlos había sido derivado a terapia por Tribunales.

Antes de dejarlo, cada vez que Ruth se distanciaba de su esposo, él se volvía loco. Perdía la cabeza y comenzaban los golpes. A medida que disminuía el poder que había tenido sobre su pareja por tantos años, Carlos se empezaba a sentir frágil, perdido.

Ruth intentaba reconstruir su vida lejos de él. Recién comenzaba el año 2005. Parecía, entonces, que la vida podía ser otra.

 

Nacer y crecer en la violencia

Era 1995 cuando le tocó atender a su primera víctima de violencia intrafamiliar. Paula Sáez (46), psicóloga y académica de la Universidad Andrés Bello, estaba haciendo su práctica en un consultorio de Renca. Una mujer de 50 años había llegado a revisar unos moretones que comenzaban a aparecer en su piel. Sáez se dio cuenta enseguida de dónde venían esas marcas.

—Señora, pero su marido no puede golpearla —le dijo Sáez a la mujer.

—Mira, niñita, está pegando en su carne —respondió.

Hoy, luego de haber atendido a un centenar de víctimas, la profesional reconoce que su intervención fue inapropiada. La falta de experiencia no le permitió comprender lo grave de la situación. Pero este caso, de hace más de 20 años y que inspiró a Sáez a dedicar su vida a la violencia de género, refleja una realidad que sigue repitiéndose.

“El agresor nace, crece y se desarrolla en un entorno donde la violencia está naturalizada y rara vez es castigada”, dice la psicóloga Paula Sáez.

—Esa es la dimensión del problema: la violencia está posada en ese cuerpo, que tiene dueño. En esa mujer no había conciencia del maltrato —recuerda—. Hay algo que pasa por la estructura social que fomenta la agresión hacia la mujer.

Para Sáez, ahí se encuentra la raíz de este mal: la sociedad establece los roles de cada género, dejando a la mujer como un objeto y propiedad de la figura masculina.

—El agresor nace, crece y se desarrolla en un entorno donde la violencia está naturalizada y rara vez, sólo en casos extremos, es castigada —explica.

En una tesis de posgrado realizada en 2013 por el psiquiatra de la U. de Chile Javier Barría, se señala: “El maltrato es una disposición comportamental (…). Los hombres se ven como los controladores de la mujer porque han sido socializados en el uso de la violencia, como una forma válida en la resolución de conflictos con su pareja”.

Lo dijo el grupo Electrodomésticos en su canción “Yo la quería”: No me acuerdo muy bien, pero parece que algo se cayó / Y ahí empezó todo / Parece que tomé lo primero que pesqué / Era el cuchillo que nos había regalado mi compadre / Y ella gritaba como loca, no sé por qué gritaba tanto.

Según datos oficiales, en Argentina muere una mujer al día. En Colombia muere cada seis. En Perú, por su parte, se comete un femicidio cada tres días.

Carolina Carrera, psicóloga y presidenta de la Corporación Humanas, un centro regional de derechos humanos y justicia de género, explica que las mujeres son criadas en un entorno donde se les dice constantemente que son inferiores a los hombres. Un terreno lamentablemente ideal para que ellos puedan abusar de ellas.

—Existe una cultura de culpa en las mujeres que está muy instalada, y esa cultura desigual es la que hace que estos sujetos puedan sentir que ella es un objeto de su propiedad y que pueden hacer lo que quieran. No son sólo características psicológicas, son profundamente sociales.

Los que nacen y crecen en una sociedad violenta están condenados a perpetuar esa violencia.

En el mundo académico no hay claridad sobre si un hombre femicida o un agresor puede reformarse.

—Tal como el cáncer, hay unos que se recuperan y otros que no —explica  Andrés Farfán, el psicólogo de Carlos.

 

El narciso inseguro

Hay ciertas características que se pueden identificar, rasgos que se repiten en los sujetos que ejercen violencia. El narcisismo es uno de ellos, el admirar de manera irracional sus cualidades. A pesar de esto, cuentan con una inseguridad profunda que buscan remediar con dominación y sometimiento, que logran a través de la posesión y la obsesión por el control de la vida de sus parejas.

Paula Sáez señala que lo que hacen estos hombres es tratar de subsanar sus propias falencias e inseguridades a partir del vínculo con la mujer.

—Por eso estas relaciones son siempre relaciones de poder, donde hay un desequilibrio marcado: uno domina y el otro acata —agrega.

Los agresores se desesperan cuando la víctima no sigue sus órdenes, sienten que el control que tanto necesitan se les va de las manos. Ahí empiezan los golpes, que son una manera de restablecer su poder.

En lo que va de año se han registrado 46 femicidios frustrados y 21 consumados, según el Sernam, cifra que considera los asesinatos efectuados por quien es o ha sido el esposo o conviviente, dejando de lado a las mujeres y niñas que han muerto en manos de pololos, conocidos, desconocidos y amigos. La Red Chilena Contra la Violencia Hacia las Mujeres sí considera estos casos y, de acuerdo a sus registros, el número de femicidios consumados hasta la fecha es 33.

—Un femicida se puede ver como un hombre común y corriente, un compañero en la universidad o el profesor de tus hijos en el colegio. Puede ser tu actual pareja. Lo que se destaca es este vínculo con las mujeres, que no es recíproco, que es siempre ellos por sobre nosotras —explica Sáez.

 

 ***

 

Carlos no podía soportarlo. Quería que su mujer volviera con él. Le prometía, una y otra vez, que no volvería a golpearla, nunca más. Pero Ruth ya no lo escuchaba, sólo quería escapar de su agresor, dejar de ser una víctima.

Andrés Farfán, el psicólogo de Carlos, recuerda esos meses, recuerda su desesperación. Estaba deprimido. Andaba sucio. No se bañaba, no dormía, comía poco y no iba a trabajar. Todo eso derivaba en unas crisis de angustia que lo desplomaban. Quería que Ruth volviera con él.

—Ella se transformó en alguien autónomo y para él fue como encontrarse con el vacío, no concebía estar sin ella —explica el profesional.

En medio de esas crisis, Carlos se convirtió en un peligro para su familia y para él mismo.

Ruth, en tanto, parecía haber encontrado una salida.

Valentina Martínez fue la psicóloga que la atendió en ese momento. Ella vio el crecimiento personal de Ruth, cómo se daba cuenta de que debía detener la violencia lo antes posible.

Martínez recuerda que la pareja tenía una fuerte relación de dependencia emocional mutua y su vínculo era uno jerárquico, donde siempre estaba él por sobre ella. Los golpes estaban normalizados y ocurrían regularmente.

—Ella se hartó de las manipulaciones y de los actos controladores de su pareja —explica la psicóloga. A medida que Ruth se alejaba, los golpes aumentaban. Cuando decidió separarse definitivamente, la respuesta de Carlos fue amenazarla de muerte. Días después, su ex marido dejaría la terapia para siempre.

 

Mujer cautiva

Una mujer de 19 años entra a un consultorio ubicado en la periferia de Santiago. Tiene moretones en los brazos, en la cara, sus ojos están hinchados. Algunas partes de su cuerpo le sangran y sectores de su cara se ven desfigurados por los golpes. Siente terror. A pesar de eso, quiere denunciar a su marido, quien intentó matarla. La asistente social que la atiende trata de contactar a su familia, pero la madre no quiere recibirla porque dice que su lugar es con su esposo y que la golpiza, probablemente, se la merecía. La mujer tuvo que volver a su casa, con el mismo hombre que le adormeció la cara a golpes. Volvió con más terror del que llegó. En el consultorio no supieron más de ella.

Es difícil imaginar lo que siente esa mujer. Expertos coinciden en que crear una relación coercitiva y basada en el miedo es un trabajo muy bien pensado por el agresor, un trabajo de etapas. El aislamiento es la primera de ellas, extraerla de su vida social, dejarla sola, para que sólo lo encuentre a él.

—Después viene la violencia psicológica, desvalorizar todo lo que ella hace: que es tonta, que lo que estudió no sirve, que él es mejor que ella, que ella sólo habla tonteras y que nunca nadie le va a creer —relata la psicóloga Carolina Carrera.

Después, comienzan los golpes. Y ahí empieza la “lógica de luna de miel”: la agrede, le pide perdón, vuelve el romanticismo, la mujer cree que va a cambiar. A la par, comienza la instalación de la culpa, el creer que los golpes o las agresiones verbales se merecen.

La tesis del psiquiatra Javier Barría relata que “el control coercitivo incluye diferentes formas de maltrato psicológico, como la intimidación, privar de libertad y derechos a su pareja, ser intrusivo de su vida privada y alguna forma de abuso físico permanente o en forma de asalto ocasional”. Además, se señala que los hombres que creen que existe un derecho cultural que permite la subordinación de la mujer están más convencidos de ser abusivos o maltratadores. De acuerdo al estudio, esto se ve principalmente reflejado en latinos y afroamericanos.

Según datos oficiales, en Argentina muere una mujer al día. En Colombia muere cada seis. En Perú, por su parte, se comete un femicidio cada tres días.

—La violencia de género es una pandemia en América Latina —sentencia Paula Sáez.

 

 

***

 

Quería recuperarla. Cuando Carlos entró a la peluquería donde trabajaba Ruth, en la Plaza San Enrique, fue para pedirle a la mujer que decía amar que lo aceptara de vuelta. El hombre estaba inestable y sus acciones eran impredecibles. Esa mañana de marzo de 2005, en vez de estar trabajando en la feria, decidió ir a verla. Pero la mujer no quiso escucharlo y él enloqueció. Ella le pidió que se fuera, que la dejara tranquila. Él se negó y comenzó a insultarla, a lanzarle lo que tuviera a mano. Y, como era costumbre, la golpeó.

Con ayuda de sus compañeras, Ruth logró zafarse de él.

Carlos se subió a la micro para volver a casa, pero nunca llegó. Su rabia lo distrajo y terminó perdiéndose en el camino. Al otro día, despertaría en la banca de una plaza, confundido. Y Ruth, al menos por unas horas más, estaría a salvo.

 

Todavía desiguales

Era diciembre de 2005 cuando un sujeto, de 39 años, comenzó a golpear a su ex esposa. Mientras le gritaba, tomó una botella, la quebró y le hizo cortes en la cara y en el cuello. Entonces, apareció la niña, de seis años, que escuchó gritar a sus papás desde su pieza. Él, sumido en una violencia brutal, tomó a su hija y la lanzó desde el balcón. Siete pisos y 21 metros la mataron al instante. La madre yacía en el suelo, viva, respirando apenas.

A pesar de que se mató a una mujer y que se intentó matar a otra, la acusación legal fue homicidio consumado e intento de homicidio. En ese tiempo, el femicidio no estaba tipificado. Hoy, esa pena es superior a un homicidio simple y a un homicidio calificado: el femicidio tiene las mismas penas que el parricidio, que puede llegar hasta 40 años de cárcel.

Según la opinión de psicólogos, las políticas públicas de violencia de la mujer no han conseguido un gran avance.

—En Chile no hay reparación en violencia hacia las mujeres, no existen programas que, en forma adecuada, profesional y profunda puedan reparar estos hechos. Hoy existen sólo tres centros de atención reparatoria para las mujeres que han vivido violencia sexual: en Valparaíso, Biobío y Región Metropolitana. La oferta es absolutamente insuficiente. Hay mucho todavía por hacer —señala la psicóloga de Ruth, Valentina Martínez.

Carolina Carrera, por su parte,  agrega que faltan campañas de prevención. No existen de manera permanente y sistemática.

—Hay que traspasarlo a la educación en general, desde la primera infancia. Debería haber protocolos más claros, tanto en lo público como en lo privado. Falta que se incorpore como una política de seguridad ciudadana, si no, no vamos a avanzar. Chile debe estar entre los seis o siete países con mayores tasas de femicidio, y no es un tema de seguridad pública, le dan la responsabilidad al Ministerio de la Mujer. Cuando aumentó la percepción del delito, se hizo una agenda corta antidelincuencia. Aquí aumentan los femicidios y hay silencio absoluto. ¿La vida de las mujeres vale menos que la propiedad privada?

 

***

 

—A mi paciente la mataron.

Ese día viernes, hace ya más de diez años, la psicóloga Valentina Martínez escuchó un nombre familiar en la radio. Estaban transmitiendo una noticia que había sucedido hace sólo momentos en la comuna de Maipú: un hombre, que tenía una orden de alejamiento, entró a la casa de su ex pareja y discutió fuertemente con ella. Ese hombre la apuñaló y la golpeó varias veces en la cabeza con un martillo. Ese hombre mató a su mujer y después se colgó en el segundo piso de la casa.

Ella era Ruth, la paciente de Martínez que trató de alejarse de su exmarido, pero que nunca lo logró. Él era Carlos, el hombre que le arrebató la vida.

Al cierre de esta edición, el último femicidio registrado ocurrió el día domingo 4 de junio en Recoleta. Una mujer de nacionalidad peruana, de 40 años, murió asesinada por su conviviente. Tenían dos hijos en común.

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