Por Nicolás Alonso y Carolina Sánchez // Fotos: Cristóbal Olivares/Jonaz Gómez Mayo 26, 2017

—Una embarazada no debe encontrarse con espíritus o su hijo puede quedar deformado.

La sala es blanca, son las once de la mañana. Por la ventana se filtra el verde de los árboles y de las montañas de Coyhaique, que en tres días también quedarán blancas con la primera nevada. Adentro, el frío se siente un poco menos. Es un jueves del tercer mes de clases en la Universidad de Aysén.

—La mujer debe tener a su hijo hincada, tirando de una cuerda amarrada en el techo. La placenta debe ser leída, interpretada y luego enterrada bajo un árbol nativo.

Frente al pizarrón, dos alumnas nerviosas explican las convenciones de un parto mapuche, y otros 17 las oyen en silencio. La mayoría son mujeres. El ramo se llama Fundamentos Socioculturales de la Salud, y es clave para las carreras de Enfermería y Obstetricia: aquí deben aprender a integrar las tradiciones culturales de los distintos pueblos de la Patagonia a su futuro trabajo.

La Universidad de Aysén tiene 90 alumnos, que estudian seis carreras. Por ahora cuentan con tres salas. El campus definitivo recién estará listo en 2023.

La estudiante mapuche Fernanda Quiriyao, de 24 años, sería un gran aporte a la clase, pero aún no ha llegado. Como todos los estudiantes que vienen de Puerto Aysén, su presencia depende cada día de que la nieve no congele las rutas. Llegar no es fácil: en estos meses, los estudiantes acusan abusos de Suray, la empresa de buses local. Dicen que les subió el precio de sus pasajes, que no les vende ida y vuelta, ni los deja ir sentados. Cuando Fernanda al fin entra a la sala, deja en el piso el bolso que cargará todo el día: adentro lleva un aparato para sacarse leche, hielo para refrigerarla, cuadernos, su almuerzo. El año pasado fue madre, y a la universidad le faltan cosas básicas, como una cafetería o lockers. Su jornada no es fácil: se levanta a las 6.30 de la mañana y empieza el incierto camino a clases. Hace poco estuvo a punto de congelar, por el estrés de esa rutina —otros tres, de los 93 alumnos de la universidad, ya congelaron—, pero sus buenas notas la reanimaron.

Antes de que se creara la Universidad de Aysén, como muchos jóvenes de pocos recursos de la región, vio emigrar a sus amigos a estudiar a otras partes del país, muchos para no volver. Ella estudió Técnico en Odontología en el Inacap, hoy la principal alternativa académica en Aysén. Pero con ese título la hicieron limpiar baños y atender recados en una clínica privada. Por eso, pese a que por ahora funcione en un pequeño hotel, tenga sólo tres salas y varias carencias, el nacimiento de la Universidad de Aysén fue su oportunidad para ser la primera profesional de su familia. Su historia es muy parecida a la de muchos de sus compañeros, que se vinieron a Coyhaique desde Cochrane, Chile Chico, Puerto Ibáñez y otras tierras aún más remotas, con becas de alojamiento de la nueva universidad estatal.

Marco Acuña, su profesor, conoce como pocos la región. Es el único epidemiólogo desde hace dos décadas, y antes pasó años haciendo rondas médicas por los páramos y las islas más aisladas de su territorio. Por eso cree que la importancia de la universidad es que allí estudiarán cosas que nunca podrían aprender afuera: a tratar los males de la región. Como el hanta, que tiene la mayor incidencia del país, la marea roja o la hidatidosis, una enfermedad que transmiten los parásitos de perros y ovejas.

—Lo importante es que estamos enfocados en esta región —dice Fernanda Quiriyao, mientras recoge sus cosas para almorzar en un pasillo—. Nos van a formar como enfermeras rurales, que van al campo. Y, además, aquí sabemos lo que es que te traten mal en un hospital porque llegaste tarde, porque el clima es malo. Por eso, vamos a tener mucho más empatía. Una sabe cómo funciona la Patagonia.

 

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La primera vez que José Fierro (18) llegó a Rancagua, se perdió. Estaba nervioso cuando se bajó del bus que venía de Santa Cruz, el segundo que tomaba en el día. El primero fue a las 7.30 desde su casa en Litueche, un pueblo de cinco mil personas a 158 kilómetros de allí. Iba a la Casa de la Cultura a matricularse en Ingeniería Geológica en la recién inaugurada Universidad de O’Higgins (UOH), un proyecto educativo tutoreado por la U. de Chile, igual que en el caso de la de Aysén. Debió tomar un taxi, entonces, para ir a donde estaban las autoridades esperando a la primera generación de universitarios de Rancagua.

Ahora es un día frío de mayo, ya han pasado tres meses de clases, y José camina por los pasillos de su universidad. De fondo se sienten las máquinas que derriban el antiguo Hospital de Rancagua y que construirán el campus definitivo, de 20 mil metros cuadrados. Por mientras, los 435 estudiantes de las 13 carreras que imparte la UOH, deambulan por un edificio de tres pisos que colinda con el ex hospital, donde están distribuidas algunas salas de clases. El resto funciona en containers en el patio.

La Universidad de O’Higgins imparte trece carreras, en las que se matricularon 435 estudiantes. Destacan Medicina y Educación.

Como muchos de sus compañeros, Fierro es el primero de su familia en ir a la universidad. Su mamá, pastelera por encargo en Litueche, se emocionó cuando le dijo que había quedado y que no tenía que pagar, por ser parte del 54% de la UOH que tiene gratuidad. Además, recibió beca de alojamiento, junto a otros 19 estudiantes. Los cuadernos y lápices se los compró trabajando como reponedor en un supermercado. Así también logró costear los pasajes en bus, para él y su mamá, el día que entró a la universidad.

Sentado en una sala, mueve las manos, inquietas, mientras se arregla el moño que agarra los mechones pelirrojos en su cabeza. Fija la mirada y, con cierta rabia, asegura que nunca volverá a Litueche. Que donde quiere estar es en Rancagua, la ciudad que le dio una oportunidad.

—Esta universidad fue una opción para los que no tenemos los recursos de irnos al norte, al sur o a Santiago. O a cualquier otro lado —dice.

Fierro cree que tener profesores jóvenes, con doctorados y compromiso con la región es fundamental. Uno de ellos es Cristóbal Quiñinao (31), ingeniero civil en matemáticas de la U. de Chile y doctor de la Universidad de Paris Pierre y Marie Curie, quien nació y creció en Rancagua. Sus padres, que se criaron en Sewell, un campamento minero, lo iban a dejar a la carretera todas las mañanas para que pudiera ir a Santiago a estudiar.

Es un miércoles de mayo y Quiñinao está sentado en una mesa del edificio de académicos de la universidad, a diez minutos caminando de la UOH. Dice que el gran frío que se siente adentro del recinto es una muestra de lo que sucede en Rancagua. Que si el edificio lo hubiese diseñado alguien que conociera cómo es la zona —muy fría en invierno y con altas temperaturas en verano—, no pasaría eso. Es lo que ocurre, asegura, cuando alguien de afuera intenta resolver un problema local. Por eso, cuando supo que había sido seleccionado para ser académicos de la primera universidad estatal en Rancagua, no dudó. Renunció a su postdoctorado en Francia y volvió a su región.

—Cuando te das cuenta de que esta región era la que tenía menos PIB invertido en investigación, te deprimes. La región con menos doctorados trabajando, donde todos los profesionales de alto nivel se iban por falta de trabajos. Y tenemos El Teniente, el área agronómica, agropecuaria, el turismo —dice—. Tener esta universidad es dejar de ver a Rancagua como un pueblo, es decir que existimos.

 

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Tener una universidad propia era una demanda histórica de Aysén, clave en la explosión del movimiento social de 2012. Hasta este año, era la única región, junto con O’Higgins, que no tenía, y eso los patagones lo sentían como un desprecio. El primero en exigirla fue Baldemar Carrasco, ex diputado DC y hombre querido en la región, en los festejos por el aniversario de Coyhaique de octubre de 1990, frente al entonces ministro del interior Belisario Velasco.

No pensó, sin embargo, que sus palabras tardarían 27 años en importarle a alguien. Lo dice con rabia, a sus 85 años, sentado al lado de la estufa a leña de su casa. La falta de calificación, dice, convirtió a la región en un lugar que aporta apenas el 0,5% del PIB del país, donde los jóvenes no tuvieron otra opción que irse. Los últimos dos años presidió el consejo social que ayudó a dar forma a la universidad, y cree que puede ser el punto de partida de un futuro distinto. Pero también teme que, sin un campus construido y con menos de cien estudiantes, en pocos años pueda transformarse en otro proyecto fallido de la región.

“Esta es una oportunidad de reconstruir el espíritu de universidad pública, porque formaremos profesionales con un profundo compromiso social”, dice el profesor Rubén Alvarado.

—La gente quiere ir a la universidad cuando ve un edificio grande, que la representa, no un hotel, por bonito que se vea. Hay universidad cuando existe un campus que dice Universidad de Aysén, aquí no hay ni letrero todavía. Es fundamental que esa entrega sea pronto, pero no se han hecho ni los estudios de suelo para construir.

En la universidad reconocen que han tenido que ir armándose sobre la marcha, y disminuyendo las expectativas iniciales. De las diez carreras que anunció la ex rectora Roxana Pey, antes de ser destituida en agosto pasado por sus controversias con el gobierno, hoy existen sólo seis —Enfermería, Obstetricia, Agronomía, Trabajo Social, Ingeniería Civil y Forestal—, y será así al menos cinco años. El campus no estará listo antes de 2023, y por ahora la universidad cuenta con sólo diez profesores de planta, pero pronto deberían llegar ocho más. En tanto, están recibiendo ayuda de Enseña Chile, y tienen 14 profesores externos, la mayoría profesionales de la región. Pero han habido dificultades: en Anatomía el profesor desertó a las pocas clases, hay ramos que tuvieron que ser diseñados con varios profesores que se alternan, y los alumnos reclaman que algunas mallas han cambiado varias veces.

La rectora, María Teresa Marshall (67), está consciente de esos problemas, pero cree que son parte de empezar una universidad desde cero. Al principio se pensó comenzar con diez carreras y 300 alumnos, pero dice que han aparecido piedras en el camino y han tenido que adaptarse.

—Yo, cuando asumí, tuve que aterrizar, ver qué recursos teníamos, cuál era el espacio físico. Cuando se anunciaron diez carreras, no estaban desarrollados los currículums. Otra cosa es con guitarra. Nosotros tenemos que crecer con estándares de calidad, no podemos ofrecer carreras y ver qué hacemos. Un aprendizaje fue que cualquier carrera nueva se va a trabajar con más tiempo.

A la espera del campus, el plan es construir nueve salas de clases en un terreno contiguo al hotel que hoy arriendan, una cafetería y una biblioteca, pero aún no hay fecha para empezar las obras. Si no están listas este año, no tendrán dónde recibir a una nueva generación de alumnos.

 

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Cuatro minutos demoró en decir que sí. Luego de colgar el teléfono y de asumir la responsabilidad de ser rector de una universidad que aún no existía en la Sexta Región, el ingeniero Rafael Correa (69) hizo lo que sabe hacer: analizar números y sacar cuentas.

—Primero analicé qué pasaba con los mejores estudiantes que egresaban de la enseñanza media y descubrí que el 99% se iba de la región. Después revisé el nivel de los liceos y vi que tienen una enseñanza de excelencia. Y además busqué cuánta investigación se realizaba. Ahí supe que había un solo centro de investigación. Entonces noté que esto era ‘grito y plata’, además de una necesidad inmensa para la región —recuerda el rector en su oficina, ubicada en la Casa de la Cultura.

Un examen de mecánica racional de Beauchef: a eso le recordó al rector Correa el interrogatorio que le hizo el ministro Valdés para entregarle los recursos para la universidad a fines de 2015. Duró dos horas, en el duodécimo piso de Hacienda, y el rector tuvo que justificar el gasto de cada espacio de la universidad —lo mismo que haría María Teresa Marshall cuando detalló el proyecto de la Universidad de Aysén—. El rector dice que se sintió nervioso y que tuvo la impresión de que no estaban convencidos de que sería un proyecto exitoso. Pero él ya había hecho los cálculos. El 31 de diciembre le habían aprobado el presupuesto.

No sería el único en desconfiar del proyecto. Cuando se trata de temas educacionales, en la Sexta Región siempre prima la duda, especialmente con las universidades estatales. La experiencia del fracaso en 2005 con la U. de Valparaíso —en Rengo— y la UTEM —en San Fernando— ha hecho que la comunidad no crea en promesas.

De hecho, pocos creían que el proyecto de la UOH iba a prosperar. Pero los 435 estudiantes que ingresaron, muchos de ellos con puntajes sobre los 650 puntos, y los académicos de planta —40 por ahora, todos con doctorados— buscan demostrar lo contrario. Especialmente en carreras como Medicina —en donde fue la universidad que más postulantes tuvo en Chile— o Educación.

El sueño de Bernardo Miranda (21) siempre fue ser profesor. Sentado en una de las mesas del casino, repasa cómo decidió qué hacer con su vida después de Quinta de Tilcoco, el pueblo donde vive a una hora y media de Rancagua. Su mamá, entonces temporera, no podía pagarle la universidad, ni mucho menos un lugar para vivir. Por eso, se endeudó para entrar a Inacap, a Prevención de Riesgos. Dice que nunca le gustó. Al poco tiempo congeló. Semanas después supo que los rumores sobre la nueva universidad en Rancagua eran ciertos.

—Eso por fin significó tener algo concreto sobre lo que yo quería, pero también sobre lo que yo esperaba y podía dar de mí —dice.

 

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Son las 8.30 de la mañana, y Sebastián Haro, de 18 años, permanece toda la clase en silencio. Se ha levantado a las seis para llegar desde Puerto Aysén. Frente al pizarrón, Pastor Cea, un doctor en Psicología de la U. Autónoma de Barcelona que llegó de Santiago para hacer clases en Trabajo Social, enseña las escuelas psicológicas. Sebastián mira y anota. Para su madre no hay nada más importante que el hecho de que él esté allí. Faenadora de la salmonera noruega Marine Harvest, trabaja parada 11 horas por día, en las que le permiten ir al baño dos veces, y gana poco más de 300 mil pesos. Desde que tiene memoria, Sebastián le escuchó decir lo mismo: que él nunca iba a trabajar en una salmonera, que debía ir a la universidad.

Así que aquí está, sentado en una sala vacía. Dice que aunque algunos compañeros la critiquen, él nunca había visto una universidad y esta le parece bonita. Afuera llueve. Si la Universidad de Aysén no existiera, habría estudiado una carrera técnica, porque no tenía cómo irse afuera. Le molesta que la mayoría de sus amigos, con mejor pasar económico, se hayan ido de la región.

–Al final todos se van y no vuelven más, y la región está mal. Me da pena eso, porque acá no hay nada y para cualquier cosa que quieras en tu vida tienes que irte –dice–. Ojalá con esta universidad la gente quiera quedarse y hacer algo por la región. Ojalá ahora las cosas lleguen para acá.

El éxodo de estudiantes lleva medio siglo, hacia Valdivia, Concepción y Santiago. La posibilidad de pagarse una vida afuera, hasta ahora, era un primer filtro de selección universitaria. De los 93 estudiantes que conforman esta primera generación, 47 ingresaron con gratuidad —en una excepción al proceso de acreditación, que también se hizo con la UOH, ambas con un plazo de siete años para completarlo— y otros 12 fueron becados. La mayoría son los primeros de sus familias en ir a la universidad, y casi un tercio tiene hijos pequeños. Los puntajes de ingreso fueron desde poco más de 400 puntos hasta más de 700. Los profesores tienen ese desafío: ser capaces de hacer clases a distintos niveles al mismo tiempo.

Pastor Cea tiene un pacto con sus alumnos: ellos le tienen que enseñar las problemáticas de la zona, y él las tratará en clases. Ya han empezado con algunas: sus alumnos le hablaron de la sensación de postergación que sienten y de los brutales casos de violencia de género —como el ataque a Nabila Rifo—, en una región que tiene una de las mayores tasas de consumo del alcohol del país.

—Nos interesa reconocer la opinión de la sociedad frente a esos patrones de violencia, porque desde allí podemos organizar una respuesta preventiva en la juventud —dice Patricia Carrasco, coordinadora de Trabajo Social.

 

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En una sala de la planta baja del edificio de la Universidad de O’Higgins, entremedio de mesas café y sillas grises, está Beatriz Maza. Tiene una manta sobre las piernas por el frío y anota, contra el tiempo, en un cuaderno de hojas blancas. Al frente de ella, un grupo de seis personas presenta una investigación sobre un caso de neumonía. Terminada la presentación, todos aplauden. La profesora los felicita. Ahora es el turno de Beatriz.

Nunca se imaginó estar a los 19 años en una sala de clases en Rancagua. Desde pequeña, al igual que a muchos de sus compañeros del Instituto O’Higgins, le dijeron que iba a llegar el día en que tendría que partir a Santiago.

—Crecimos sabiendo que nos teníamos que ir. Así te forman. Pero ahora somos la generación del quiebre, los que no tienen que emigrar porque podemos tener una buena formación en el mismo lugar que están nuestras casas —dice.

Para ella, eso sí, el quiebre sucedió en Santiago, un año atrás. Llevaba un par de meses en la U. Andrés Bello cuando comenzaron las tomas y los cuestionamientos. En ese momento dudó si era ahí donde debía estudiar Medicina. Entonces volvió a Rancagua. Poco después, se enteró de la creación de la UOH y postuló, a pesar de seguir matriculada en Santiago. Pero no pensaba quedarse hasta que el rector pidió hablar con ella. Con 762 puntos, había sido la postulación más alta de la carrera.

—Lo que me prometía la universidad era muy interesante porque era un cambio de switch. Era entender la medicina como algo social, como una necesidad de país —dice.

El médico Rubén Alvarado, que se dedicó durante una década a hacer investigaciones en salud pública para la U. de Chile, coincide. Por eso este año dejó todo y se hizo cargo del Instituto de Ciencias de la Salud de la UOH.

—Esta es una oportunidad de reconstruir el espíritu de universidad pública, porque formaremos profesionales con un profundo compromiso social. Eso es algo que, incluso en nuestras universidades más prestigiosas, ha costado mucho cambiar —dice.

A 23 km de allí, Gonzalo Carreño trabaja en las 9 hectáreas que, por ahora, tienen a disposición los estudiantes de Agronomía para realizar sus cursos prácticos. Lleva un delantal blanco, al igual que el resto de sus compañeros. Sobre las mesas hay cuadernos y guías rayadas. En el pizarrón, un ejercicio: deben mezclar compuestos y ver si cambian de color. Él escucha al profesor y toma la primera probeta.

Al otro día, sentado en una banca verde afuera de uno de los containers —sala de clases—, contará que ese trozo de campo le era familiar. Fue ahí donde hizo la práctica que le exigía su colegio para ser técnico agropecuario. Estaba en cuarto medio cuando supo que abrirían la UOH, y le quedaba poco tiempo para preparar la PSU. Los fines de semana vendía verduras en la feria con sus padres, y tampoco podía costear un preuniversitario. Por eso, todos los días, a las seis de la tarde, cuando llegaba de la práctica, lo hacía por su cuenta. Solo frente a su computador, respondía ensayos por internet. Un par de meses después, supo que estaba primero en la lista, con 673 puntos. Era el primero de su familia en entrar a una universidad.

—Fue bacán. No sé cómo explicarlo. Un alivio, eso fue.

Espera que este proyecto no le falle. Sabe que es su única oportunidad.

 

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El sitio en donde se levantará la universidad, en las afueras de Coyhaique, es un campo en donde hace un siglo se instalaron los ganaderos que fundaron la ciudad. A los más entusiastas les gusta ese simbolismo: que el campus sea una refundación de la ciudad. Pero el proyecto aún es brumoso. Aunque el año pasado Bienes Nacionales les otorgó una concesión de 42 hectáreas, hace poco fue reducida a 23, porque el terreno ya estaba asignado al Liceo Agrícola de la Patagonia.

Aunque no está claro cómo será el edificio, el gobierno regional entregó nueve mil millones para la construcción y el Estado entregará otros siete mil. En tanto, la universidad está haciendo consultas en las localidades, pidiendo a los vecinos que hagan sus propias maquetas: la idea es hacer un campus en el que toda la región se sienta representada. El temor de varios profesores es que, si se demora el proyecto, cambien las prioridades políticas. Por exigencia del Ministerio de Educación, el propio gobierno designará a cuatro de los ocho integrantes del consejo superior, y otros dos serán elegidos por la U. de Chile. La rectora dice que eso no les quitará autonomía, pero en la práctica la mitad de los votos para cualquier decisión las tomarán consejeros de gobierno.

El gran objetivo es conseguir la acreditación para sus carreras, pero hay otros asuntos urgentes, como contar con infraestructura mínima para recibir nuevos alumnos. Jimmy Núñez, de 23 años, estudiante de Ingeniería Civil, es uno de los más afectados. Hijo de carpintero y amante de los motores desde niño, hace tres años estaba sentado debajo del jeep de su papá, arreglándole el motor, cuando la gata resbaló y el parachoques le partió la espalda en dos. Jimmy nunca perdió el conocimiento, ni después del golpe ni durante los ocho días que estuvo esperando que llegara un doctor capaz de operarlo a Coyhaique, que nunca llegó. Cuando lo trasladaron a Puerto Montt, sabía que cada día perdido hacía menos probable que pudiera volver a mover las piernas.

De todas formas, dice, nunca sintió lástima por sí mismo. Dos meses después de quedar parapléjico empezó a hacer kayak, un deporte para el que no necesitaba piernas, y luego a arrendárselos a otra gente. Tenía descartado estudiar cuando lo llamaron de la Universidad de Aysén para ofrecerle entrar por admisión especial.

En la sede actual las cosas no le son fáciles: como no hay rampas en las escaleras, tiene que salir en medio de la lluvia  o la nieve para ir de una sala a otra. Todos los días teme caerse al barro en la entrada de tierra de la universidad, pero igual agradece la oportunidad de estudiar.

—Llego todo mojado, porque me demoro el triple. Pero para mí igual es bacán —dice—. No sé si te diste cuenta, pero en la región hay hartos problemas culturales, hay contaminación, suciedad, muchas cosas. Y antes los cabros salían de cuarto y se iban. Ahora todavía pasa, pero esto puede motivar que suba la cultura de esta sociedad. Que tiremos para arriba.

Su sueño es volverse ingeniero, ganar mucho dinero y así poder comprarse algún día un exoesqueleto, para volver a caminar. Probablemente lo logre, aunque ahora tenga que resistir la lluvia.

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