Por Javier Rodríguez // Fotos: Cristóbal Olivares Mayo 26, 2017

Cuando Elie Alevy (91) toma un vaso de agua, no puede dejar de apretarlo con fuerza. Lo hace sin intención. Instintivamente. No ha olvidado cómo se siente estar a punto de morir de sed. Cómo es tener que tomar la orina de los caballos o el agua que se junta en las orillas de las calles.

En 1940, cuando tenía sólo 14 años, las tropas nazis llegaron a Salónica, Grecia, su ciudad natal, y lo obligaron a vivir cosas para las que nadie está preparado.

—Los sobrevivientes del Holocausto llevamos un trauma incurable. Duele recordar, pero hay que hacerlo. La humanidad no puede olvidar aquel momento en el que cayó más bajo —dice sentado en su departamento en Vitacura, con las manos temblorosas, manchadas por el tiempo.

Alevy tampoco quiere olvidar. Aun cuando recordar su vida —entre Grecia, Alemania y Polonia, donde milagrosamente sobrevivió a Auschwitz— le provoca pesadillas que lo hacen despertar entre gritos y manotazos, de los cuales más de alguno le ha llegado a su esposa desde 1955, la chilena Rebeca Pérez, quien ya ha escuchado muchas veces la historia que su protagonista procede a contar.

 

***

 

Nací el 15 de mayo de 1926 en Salónica, Grecia, en el seno de una familia de clase media. Mi padre era médico. Mi madre me tuvo a tardía edad, por lo tanto la que más me cuidó era mi hermana, trece años mayor. Yo era como su juguete. Teníamos una vida tranquila hasta que empezó la guerra con Italia, en 1939.

El ejército griego no estaba preparado. En las casas se tejían calcetines para los militares, porque la batalla era en las montañas, donde hacía mucho frío. A mi papá le tocó cortar piernas de soldados que venían con tercer grado de congelamiento. Yo vi a esos heridos, andaban lisiados por las calles. Esa intensidad fue disminuyendo hasta que nos atacaron los alemanes.

En 1940, cuando Elie Alevy tenía sólo 14 años, las tropas nazis llegaron a Salónica, Grecia, su ciudad natal, y lo obligaron a vivir cosas para las que nadie está preparado.

Recuerdo perfectamente cuando entraron a Salónica. Había orden de no salir a la calle. Los vimos llegar a través de las celosías de las ventanas. Pasaban en tanques y motocicletas. Eran como extraterrestres con cascos y anteojos.

Los primeros meses no pasó nada. Pero a comienzos de 1942, llegó un delegado de la Gestapo y se instaló en Salónica. El primer paso fue empadronar a todos los judíos. Desapareció nuestro Gran Rabino, se lo llevaron los alemanes. Estuvo nueve meses fuera del país y se reincorporó sin mayor explicación. Empezaron las leyes raciales. Obligaron a que los hombres de 18 a 40 años se inscribieran para trabajos forzados.

Muy poco después de eso exigieron que en todos los negocios judíos se pusiera una indicación de que ese lugar era judío, para que los alemanes no compraran en ellos. Nosotros nos tuvimos que poner la estrella de David en la solapa. No alcanzamos a tomar conciencia de lo que eso significaba cuando exigieron que se concentraran todas las familias judías en barrios definidos por ellos.

La comunidad no judía tuvo reacciones muy débiles. Esa es una de las cosas que he reprochado siempre a Grecia. Nosotros éramos griegos, esa era nuestra identidad, más allá de la religión.

En los guetos vivíamos apiñados cuatro a seis familias por departamento. Las órdenes se daban a través del Gran Rabino, al que parece que habían adoctrinado en Alemania. Nos decía que no nos preocupáramos, que todo era para protegernos en período de guerra, que nos agrupaban con la idea de que reconstruyéramos nuestras vidas.

Un día de 1942, a las 5.30 de la mañana, cuando yo tenía 16 años, irrumpieron en el gueto las tropas de los SS acompañados de kapos, policías judíos, soplones. Nos golpearon, nos dejaron llevar sólo una maleta, diciéndonos que en el lugar al que íbamos nos darían todo lo que necesitáramos. Quién hubiera imaginado lo que venía.

Subieron a los niños y ancianos a camiones y a los jóvenes nos llevaron caminando hasta el punto de reunión de Baron Hirsch, una especie de campo de tránsito, desde donde salían trenes con destino a los campos de concentración. Estuvimos dos días allí y nos llevaron a los trenes. Eran filas y filas de vagones de ganado. No sé cómo entraron las familias completas, a puro grito trataban de reunirse, de quedar en el mismo vagón para no perderse.

“Los sobrevivientes del Holocausto llevamos un trauma incurable. Duele recordar, pero hay que hacerlo. La humanidad no puede olvidar aquel momento en el que cayó más bajo”, dice Alevy.

Nosotros logramos agruparnos con mis padres, mi hermana, unos tíos y sus hijos. Habían muchos soldados alemanes. Al final nos subimos al tren. Se escuchaba el lloriqueo de los niños, los gemidos de los viejos. En algunas estaciones, cuando se llenaba el tambor de excrementos, asignaban a dos personas para que bajaran, lo vaciaran y lo trajeran de vuelta. Había un hedor de humanidad maltratada, no lavada, olor a excrementos y a suciedad. Muy raras veces nos dieron un poco de agua.

Durante todo mi cautiverio entendí que uno puede pasar varios días sin comer, pero no puede pasar más de dos o tres días sin tomar agua, porque se secan las entrañas, la boca, el estómago. De nuestro vagón sacaron en dos oportunidades cadáveres de gente que no pudo aguantar.

Este trayecto duró cuatro noches y cinco días. Llegamos, el tren se paró en una estación, no sabemos dónde y de repente, a las 4 de la mañana, se abren las puertas y unos tremendos focos reflectores iluminan la plaza donde, a gritos, nos hicieron bajar del tren. Se formó un griterío tremendo; los padres buscando a sus hijos, los hijos gritando por sus padres y las órdenes de los SS en alemán que luego eran traducidas al griego por los kapos.

Los guardias trataban de alinearnos en tres filas. Yo me tomé fuerte de la mano de mi papá, pero de repente un SS me tomó del hombro y nos separó. Esta selección en la plaza duró varias horas. Todo el mundo estaba agotado. Esta fue la última vez que vi a mis padres.

Sentí el olor a carne quemada en el campo después. Un olor que nos penetraba por los poros y nos indicaba lo que estaba sucediendo. Era el olor de nuestros padres.

Ya eran las cinco y media de la mañana cuando nos estábamos acercando a la puerta del campo, que luego supe que era Auschwitz-Birkenau. Lo único que se veía eran unos pocos prisioneros que estaban raquíticos, con el sombrero y la vestimenta listada, con sus zuecos sin calcetines en un frío endemoniado, cinco a diez grados bajo cero. Nos hicieron entrar en una barraca, nos ordenaron desvestirnos, dejar nuestra ropa en colgadores, pasar a unas duchas frías y luego nos raparon la cabeza y nos hicieron el tatuaje. A partir de ahí no fui más Elie: ahora era el 120.693.

A los pocos días que salí a trabajar acarreando carretillas con escombros, me tomaron el número porque no estaba trabajando tan rápido como el kapo quería. Después de media hora gritando mi número y que yo no le contestara, porque no sabía alemán, me buscaron, se hizo reconteo para encontrarme y de repente me pescaron del hombro, me llevaron a la mitad de la plaza y me dieron 25 latigazos a poto pelado que me dejaron, durante más de un mes, muy adolorido. Me acostaba boca abajo porque no aguantaba la presión de las tablas y el colchón sobre las nalgas.

Tres o cuatro meses después de llegar al campo, sobre todo cuando empezaron a morir mis primos, lloré mucho. Tanto, que mis lágrimas se secaron. Uno murió por maltrato y otro por disentería. Ahí caí en lo más hondo de la desesperación, llegué a no tenerle más miedo a la muerte. Perdí la autocompasión. Era un autómata.

Comenzaba 1944. Anunciaron que se haría una nueva selección. Yo sabía que si me veían desnudo, me llevaban directamente al horno crematorio porque estaba muy delgado. No me importaba morir, pero no quería hacerlo de esa forma, como cordero. Así que me fui a las fosas que ocupábamos de baño y me enterré en los excrementos por lo menos una hora. No me encontraron porque el olor era tan fuerte que los perros no deben haberlo sentido.

Cuando salí, apenas pude lavarme para ponerme la ropa que había dejado tirada. Volví a mi barraca. Me dijeron que a los que les habían tomado número los habían llevado y los que quedaron serían llevados a otro campo de trabajo. No sabían que íbamos al gueto de Varsovia, que ya lo habían destruido después de la última resistencia. El 90% del gueto tenía casas bombardeadas, no destruidas, pero sí casi destruidas. Nos llevaban para que recogiéramos todo lo de valor que encontráramos: desde joyas a las puertas.

A los pocos días de llegar, hubo que organizar las cocinas y me mandaron a pelar papas. Ahí subí unos kilos, llegué a pesar 50. A veces me pasaban los SS  las marmitas para lavar, entonces yo estaba con mi cuchara e iba comiendo.

Cuando empezaron los bombardeos soviéticos en Varsovia, los alemanes decidieron evacuar el campo, pero apenas tenían transportes para llevar sus tropas. Entonces decidieron eliminar a todos estos testigos de lo que había pasado y a los que nos dejaron, nos llevarían caminando hasta Dachau, cerca de Múnich, a 1.200 kilómetros.

Llegamos menos de la mitad, los demás fueron muriendo. Era una marcha para agotarnos y matarnos. Para exterminarnos. No nos daban agua. Fueron más de 20 días caminando. Nos paraban frente a un río y no nos dejaban acercarnos. Mataron a no sé cuántos que intentaron llegar al agua escondidos. Fue la marcha de la muerte. Cuando llegué al campo estaba con un principio de gangrena, que la salvé gracias a los conocimientos que adquirí de mi padre en la guerra contra Italia.

A los cojos, a los de más edad, los mataban. Tratábamos de cargarlos unos kilómetros, pero nosotros también comenzábamos a desfallecer. En el momento en que los soltábamos, los mataban con fusiles. No existía de parte de los SS ningún tipo de sentimiento. Llegamos a Dachau, no tenían espacio, así que no nos dieron ni barracas.

Los pocos días que estuvimos, antes de que nos asignaran otro campo, dormimos a la intemperie, en las calles. De ahí nos sacaron y nos llevaron al campo de Waldlager V.

Durante esos cuatro meses veíamos el cielo tapado de aviones norteamericanos. Hasta que un día escuché una conversación entre oficiales alemanes que pedían que se preparara comida para los soldados porque se trasladarían a Tirol. Le conté a un amigo francés. Él, que había sido capitán de caballería, entendió que iban a escapar y nos matarían a todos para no dejar testigos.  Me dijo que nos escondiéramos, pero no les podíamos avisar a todos porque nos descubrirían. Tuvimos que elegir sólo a otros dos compañeros para pasar inadvertidos en caso de un nuevo conteo.

Esa misma noche nos fuimos donde estaba la ropa desinfectada y nos metimos debajo para que los perros no nos pudieran detectar. Estuvimos debajo dos noches y casi tres días. Habíamos llevado un pedacito de pan y un poco de agua, pero se nos había terminado. Estábamos desesperados porque el olor del desinfectante era muy fuerte. En un momento no aguanté más, salí y me desmayé. Ahí es donde me encuentran los americanos, que ya estaban dentro del campo viendo qué había sucedido.

Recuerdo la fecha en que me liberaron, porque faltaban diez días para mi cumpleaños: 5 de mayo de 1945. El día en que dejé de ser 120.693 y volví a ser Elie.

 

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Lo que vino para Alevy fue reencontrarse con un primo mayor en París, que lo adoptó junto a su mujer. Terminó el bachillerato, estudió para ingeniero textil en Lyon y decidió venirse a Sudamérica, territorio que no conocía de grandes guerras. Deambuló por Ciudad de México, el puerto de Santos en Brasil, Buenos Aires, y finalmente llegó a Chile, donde decidió quedarse. Se dedicó a asesorar empresas textiles, instaló una fábrica de bordados suizos e hizo familia. Debido a la enfermedad de una de sus hijas, debió radicarse en Barcelona un tiempo, donde aprendió el oficio de la construcción y la dirección de empresas en cursos vespertinos.

Al volver a Santiago luego de que su hija falleciera finalmente en España,  en 1979 fundó una empresa constructora que creó, entre otras obras, el Apumanque.

Hoy, retirado, insiste en la importancia de no olvidar. Que mientras la mente le funcione seguirá contándole a todo el que quiera escuchar, cómo Elie Alevy escapó del infierno.

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