Por Cecilia Correa Abril 21, 2017

El último año ha sido de golpes fuertes para la centroizquierda latinoamericana. El impeachment a la ex presidenta Dilma Rousseff, la muerte de Fidel Castro, las crudas escenas de hambruna de los venezolanos, y las imágenes de un Lula da Silva cabizbajo, mientras era llevado a declarar ante la justicia por la operación Lava Jato, junto a las de Cristina Kirchner, también enfrentando a los tribunales. Para muchos, se trata del fin de una era.

El debilitamiento de los populismos de izquierda ha hecho pensar a algunos que ya llegó la hora de que abandonen el barco. Más aún cuando los precios de las materias primas no pueden sostener abultadas arcas fiscales de la misma manera en que lo hicieron entre el 2003 y el 2011.

Pero para el escritor peruano Álvaro Vargas Llosa, los populismos en América Latina, sean de derecha o izquierda, siempre van a estar latentes en la región. Y aunque hoy el segundo enfrenta una “crisis terminal”, este es un fenómeno que se ha repetido varias veces en la historia de la región. Los historiadores saben que América Latina ha sido terreno fértil para los caudillos desde su independencia de España, a principios del siglo XIX. Y el presente no es la excepción.

“En Chile la nueva clase media dejó fuera de juego al sistema político. En lugar de que estuviera dos pasos por delante de la sociedad, esta se puso dos pasos por delante de los políticos.”

—Cuando en los 90 vino la mal llamada ola neoliberal en América Latina, se habló de la derrota de la izquierda populista, pero los gobiernos con visión populista resurgieron una década después, con el chavismo en Venezuela, el kirchnerismo en Argentina y el fenómeno Lula en Brasil — sostiene el experto en América Latina desde Washington.

Y tiene autoridad para decirlo, pues ha dedicado su vida al análisis de la región. De hecho, hoy está abocado en un nuevo libro colectivo, El estallido del populismo, que se publicará en junio en España, América Latina y Estados Unidos.

 —Si los gobiernos no hacen reformas (de tipo liberal), si la población no percibe justicia para los corruptos, si durante estos años no se deja ver crecimiento económico, todo eso puede acumular resentimiento y frustración en la población de cara al futuro. Y es crítico con los gobiernos de todo el espectro político de la última década: populistas y gobiernos de tinte liberal, pero que administraron la herencia que recibieron del boom de los commodities y no hicieron reformas.

Sin embargo, hay destellos de esperanza: como la enorme presión popular que en Brasil terminó desbancando a los poderosos, y que está generando un efecto positivo en toda la región. Por esto, el caso Odebrecht tiene una consecuencia positiva: las instituciones judiciales que se atreven a meterse con el poder saben que cuentan con un tremendo respaldo de la población, que nace de la insatisfacción de la gente con sus partidos y políticos.

—Pero si no se hacen reformas estructurales a las instituciones, la semilla de la corrupción va a seguir germinando en América Latina.

—Si no hay una seria reforma institucional, económica y política en América Latina para acotar el poder de los presidentes, esto volverá a ocurrir. La diferencia es que ahora hay una población mucho más participativa. Ahí está la clave del futuro. A lo largo de dos siglos de vida republicana hemos tenido sistemas mercantilistas y va llegando la hora de hacer una transformación. El problema es que cada vez que se habla de transformación se hace en un sentido más bien populista, donde caudillos se aprovechan de la indignación de la población contra las autoridades para surgir como líderes, y al final lo que proponen es más de lo mismo.

—En Chile, la presidenta Michelle Bachelet hizo las reformas, pero estas han sido blanco de críticas desde todo el espectro político. ¿Cuál es el equilibrio entre reformas necesarias para satisfacer las demandas y la incertidumbre que generan?

—Chile siempre está en una situación algo distinta al resto de la región, un poco más avanzado. El país había prosperado más que los vecinos, pero sentía que en comparación a los más avanzados se estaba quedando estancado. Había una ambición enorme de la clase media por tener servicios de calidad del primer mundo. El error de la Nueva Mayoría fue interpretar esa sed de cambio como una demanda de retroceso en el modelo que había adoptado, en lugar de su profundización. El signo de las reformas va marcha atrás respecto a lo que se había avanzado. Al final se descubrió que la sociedad demandaba una profundización del modelo, no una revisión del modelo.

—¿Qué consecuencias tuvo eso?

—Un sector de la sociedad reaccionó muy asustado, por el temor a perder lo que había logrado. Y, al mismo tiempo, había un sector más radicalizado que no estaba contento y pensaba que las reformas no iban en la dirección que ellos querían, más ambiciosa. Y ese choque paralizó al gobierno en términos políticos, lo dejó en una situación de desconcierto. Eso no se va a resolver hasta las próximas elecciones.

—¿Usted piensa que las reformas debieron hacerse de manera más constructiva, tomando lo bueno y agregándole elementos nuevos?

—Sin duda, había una demanda de servicios de calidad, pero no necesariamente una demanda por frenar los aspectos liberales que tenía el modelo chileno, a través de la reforma tributaria y la educacional. Desde luego muchas familias, endeudadas para pagar la educación superior, querían una educación de calidad, pero para la gran mayoría la demanda no era retroceder en lo que se había avanzado, en términos de libertad para elegir. Desde fuera se ve con cierta extrañeza el cuestionamiento chileno al sistema educativo cuando en las pruebas internacionales Chile estaba bien por delante de países latinoamericanos. Pero en Chile no lo ven así, sino en términos de su propia sed de progreso. Pero la interpretación ideológica de la Nueva Mayoría fue que la gente quería eliminar esos aspectos del sistema educativo en los que ya se había avanzado, en vez de hacer los ajustes para tratar de atacar los problemas.

“A lo largo de dos siglos de vida republicana hemos tenido sistemas mercantilistas y va llegando la hora de hacer una transformación. El problema es que cada vez que se habla de transformación se hace en un sentido más bien populista.”

—En Chile, uno de los candidatos que lidera las encuestas es Alejandro Guillier, que viene de fuera de los partidos políticos. Incluso se han hecho asociaciones con Trump, por su falta de propuestas y por ser un outsider de la política. ¿Está en sintonía con un fenómeno más global, como EE.UU. con Trump y Francia con Emmanuel Macron?, ¿por qué ser antiestablishment ayudaría a ganar votos?

—Lo que pasó en Chile es que la nueva clase media dejó fuera de juego al sistema político en general. En lugar de que la representación política estuviera dos pasos por delante de la sociedad, en Chile la sociedad se puso dos pasos por delante de los políticos, los que hacen esfuerzos por ponerse al día. Este desfase produjo un vacío, que era muy previsible que lo aprovecharan algunos outsiders. Todavía no sabemos qué va a pasar, pero ese ha sido un tipo de liderazgo surgido de ese vacío. Si bien a Guillier lo ha perjudicado un poco la percepción de cercanía y continuidad con la Nueva Mayoría, sigue siendo beneficiario de esa aspiración de la sociedad de superar a sus políticos, pues sigue estando en el espacio de centroizquierda la candidatura más potable.

—La semana pasada Guillier desplazó a Lagos como el candidato del PS. Algunos dicen que ganó el pragmatismo por sobre el militarismo...

—Sin duda, y ese es un caso en el que pagan justos por pecadores, porque Lagos no tiene una gran culpa por lo que está pasando. Por ejemplo, la gente olvidó que en su gobierno se hicieron algunas reformas constitucionales. Pero es inevitable que cuando se produce una reacción en la sociedad contra el establishment, cualquier figura que lo represente va a ser arrasada por ese vendaval.

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