Por Cecilia Correa // Foto: Marcelo Segura Marzo 24, 2017

Quizá todo empieza el día en que su padre lo abandonó.

Kevin Mitnick (1963) no habla mucho de esos años, pero lo cierto es que en ese tiempo debió quedarse solo con su madre, quien trabajaba como camarera en un restaurant de Los Ángeles. De alguna forma, la vida lo obligó a convertirse en un niño solitario. Todo empezó a cambiar, sin embargo, el día en que descubrió que en la esquina de su casa había una tienda de magia. Fue como si se le hubiera abierto un mundo. Ahí, en medio de cartas y juegos, pasaría una buena parte de su infancia: agarraba su bicicleta e iba a la tienda a ver cómo los vendedores hacían trucos. Mitnick quería conocer los secretos, ser un mago como ellos. Hasta que un día, aquel lugar ya no fue suficiente: ese niño solitario también comenzó a aburrirse de esos trucos y también de la vida que llevaba con su madre, que tuvo tres esposos y distintos novios que no siempre se llevaron bien con él —como relata en su último libro, Ghost in the Wires—. Uno de ellos, de hecho, abusó de él.

"Me arrepiento de muchas de las cosas que hice, pero miro hacia adelante. Hoy estoy haciendo lo mismo que hacía cuando empecé, sólo que ahora me contratan para hackear empresas y comprobar que sus sistemas de seguridad funcionan.

Ese niño que quería ser mago, un día, ya adolescente, iba a descubrir que tenía un talento especial. Eran los años 70 y en los colegios recién empezaba a haber clases de computación. Decir computadores de ese tiempo es hablar de máquinas muy lentas y básicas, donde prácticamente no se podía hacer nada. Pero eran, entonces, el futuro, una incógnita que generaba curiosidad en todos los chicos. A Mitnick, en un comienzo, no le interesaron tanto, pero un día cayó en la cuenta que su profesora y sus compañeros ocupaban un mismo terminal, por lo que si intervenía el sistema operativo, podría tener acceso a la clave de ella. Y eso fue lo que hizo.

Cuando la profesora se enteró —después de que él le contara—, le dijo que era un genio.

Lo que no sabía esa profesora es que ahí comenzaba la historia que marcaría la vida de Mitnick. Porque a partir de ese momento, ya consciente del talento que tenía, empezó a construir la biografía de quien es considerado hasta hoy el hacker más famoso del mundo. Un hombre que en algún momento fue catalogado como la mayor amenaza para la seguridad nacional y buscado por el FBI debido a sus habilidades para penetrar los sistemas de seguridad más encriptados, obtener los secretos corporativos, y luego escabullirse de la justicia sin dejar rastro. El hombre que durante 30 años robaría numerosos archivos de datos, tarjetas de créditos, y claves secretas para tener acceso a los sistemas operativos de las 40 compañías más poderosas del mundo, organismos gubernamentales, bancos y universidades.

Ese genio, que dejaría en ridículo a los principales servicios de inteligencia norteamericanos, y que hoy se dedica a dar charlas sobre ciberseguridad por las cuales cobra millones de dólares, es el motivo que lo trajo esta semana a Santiago, donde participó en un encuentro organizado por Entel.

Aunque antes de convertirse en un prestigioso conferencista, Mitnick estuvo en la cárcel —pagando por sus cibercrímenes—y sufrió la pérdida de su hermano, lo que marcaría finalmente su destino.

Se busca

—Hoy sería como Pablo Escobar si este se hubiera convertido en técnico farmacéutico. Sólo que en Colombia no lo hubieran permitido —dice riéndose Mitnick, sentado en una sala del Hotel Intercontinental, luego de haber dictado una charla titulada “Los desafíos de la seguridad en la empresa digital”. Porque hoy, Mitnick tiene una consultora de seguridad propia en Los Ángeles y está del lado bueno de la ley. Pero para llegar hasta acá hay una historia larga de ilícitos, de una vida hackeando empresas y distintas entidades que lo terminaron llevando hacia la oscuridad. Pero no nos adelantemos. Volvamos, de hecho, a esos años escolares, cuando empezó a estudiar Programación por su cuenta. Volvamos a ese día, cuando tenía 16 años, en que intervino un McDonald’s y se adueñó del altavoz por donde los clientes, en autos, hacían sus pedidos. “Lo siento. No servimos a policías aquí. Tendrás que ir a Jack in the Box”, le dijo a un agente cuando le anunció su encargo. Otra de sus bromas habituales, cuando una mujer hacía su pedido, era: “Muéstrame tus pechos, y tu Big Mac será gratis”.

MITNICKTodo era, en ese entonces, un juego. Sin embargo, un año después asaltó las oficinas de la empresa telefónica Pacific Bell y robó los manuales de comunicación con unos amigos. Al poco tiempo lo detuvieron. Era su primer conflicto con la justicia, y le decretaron libertad condicional. Al año siguiente, sólo con un computador y un módem, entró ilegalmente en el sistema computacional de la Defensa Aérea norteamericana y logró controlar las centrales de tres compañías telefónicas en Manhattan y la red telefónica de California. ¿Qué hizo Mitnick con ese poder? Pitanzas. Todo aquel que estuviera en su lista negra, al llamar obtendría la respuesta de una grabadora: “Por favor, deposite 25 centavos”.

A esa altura, Mitnick era el David Copperfield de la computación. Un hombre que había aprendido el arte de engañar.

—Era un rebelde incorregible —reconoce casi cuarenta años después.

Así viviría su juventud, entre hackeos y prisiones preventivas, mientras era estudiante de la Universidad del Sur de California. Hasta que en 1989 lo condenaron por un año, gracias a que su defensa argumentó que tenía adicción a los computadores. Algo así como si hubiera sufrido ludopatía. Lo sometieron a una rehabilitación de seis meses, con un tratamiento similar al de Alcohólicos Anónimos. Pero su abstinencia no era de whisky, sino del uso de cualquier computador o módem. Ahí perdió más de 45 kilos.

—¿Qué sentías cuando estabas frente a un computador?

—Para mí es como estar en un videojuego. Es adictivo.

Mitnick habla con fuerza y seguridad. Su tono no es culposo ni recriminatorio, sino que honesto.

Su vida, entonces, parecía estar controlada, pero es en esos años cuando su hermano muere en extrañas circunstancias. Mitnick no entiende, no sabe, se desespera y la adicción por los computadores vuelve: quiere descubrir cómo murió su hermano y sabe que tiene el talento para conseguir toda la información que sea necesaria. Ahí es cuando decide hackear los computadores de una compañía telefónica para descubrir la verdad y vuelve a sus andanzas. Ahí, sin imaginarlo, se terminó convirtiendo en el prófugo más buscado por el FBI. Ofrecían un millón de dólares por su captura.

—Yo quería resolver cómo había muerto. La policía no estaba haciendo nada. Le hicieron la autopsia y dijeron que había muerto por sobredosis de droga, pero él no era drogadicto y asumí que lo habían matado. Hice el trabajo de un investigador privado, metiéndome en los registros de las compañías telefónicas, para ver si los celulares dejaron rastro de la ubicación de los sospechosos.

—¿Descubrió finalmente al asesino?

—No, al final me enteré de que fue mi tío, que era drogadicto, y que por error le dio una sobredosis de heroína. Fue muy duro y todavía no tengo una respuesta clara.

 

Volver a empezar

No iba a ser mucho el tiempo en que Mitnick lograría estar prófugo. Irónicamente, fue un hacker el que dio con su paradero. Es en estos años en que Mitnick se convierte en el hacker más famoso del mundo, atacando a distintas empresas como Nokia o Motorola, o la Universidad de Sur de California. Sin embargo, comete un error imperdonable: interviene el computador personal del empresario japonés Tsutomu Shimomura, un experto en ciberseguridad. Ahí empieza su final. Porque para este samurái era una cuestión de honor atrapar al que se hizo con los valiosos secretos de su sistema de seguridad y llevarlo a la justicia. Y eso fue lo que hizo. En un operativo liderado por el FBI, en febrero de 1995, Mitnick sería arrestado en su casa. Sin un juicio —debido a la falta de legislación para esos crímenes— estuvo preso cinco años.

—¿Qué piensa ahora de toda esa época?

—Me arrepiento de muchas de las cosas que hice, pero miro hacia adelante. Hoy, estoy haciendo lo mismo que hacía cuando empecé, sólo que ahora me contratan para hackear empresas y comprobar que sus sistemas de seguridad funcionan.

—¿Se sentía por encima de la justicia y la ley?         

—No, uno no piensa en las consecuencias. No tenía como fin ganar plata ni era malicioso, sino travieso. Sabía que estaba infringiendo la ley, pero para mí era algo menor. El problema es que puse en ridículo al FBI y los hice enojar. Simplemente, me eché a esta gente encima.

—Ahora es asesor de empresas del Fortune 500 y de diversos gobiernos, y da charlas por el mundo sobre ciber seguridad. ¿Qué te hizo cambiar?

—Maduré, dándome cuenta de que no era el camino correcto. Aunque el daño que producía no era intencional, era daño igual —explica Mitnick, a quien dos meses después de salir de la cárcel, a inicios del 2000, el gobierno estadounidense contrató para que lo asesorara en sistemas de ciber seguridad.

“Tenía que ganarme nuevamente la confianza de la comunidad y comprobarle al mundo que quería ayudar con mi experiencia. Me costó años recuperar esa confianza”.

–¿Qué piensa de Edward Snowden?

—Es un delator, pero hizo lo correcto al exponer las ilegalidades del gobierno estadounidense de espiar a los ciudadanos, que fueron los mismos crímenes por los que la Casa Blanca me persiguió durante años.

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