Por Natalia Correa Vargas Marzo 24, 2017

Una roca se alza entre árboles verdes y parece tocar el cielo. Una roca más grande que otras rocas. Una roca dura, fría y vieja, tan vieja como la Tierra. Ahí, entre sus grietas, en las murallas fracturadas, a más de mil metros sobre el suelo, un hombre esquiva la muerte. Sólo con manos y pies, aferrándose a la vida. No hay nada que lo detenga de caer. Un error, un simple error lo termina todo. El hombre sube, escala, como sin saber que puede morir, como jugando a ser un dios. La boca entreabierta y la respiración calmada, sigue subiendo.

Allá arriba, tan arriba en la roca que desaparece, hay un hombre solo en la montaña. El viento, el olor a bosque, el sol de mediodía. Abajo, el vacío.

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Alex Honnold no siente miedo. Escala muros, montañas y edificios, y lo hace sin equipo de protección, sin cuerdas ni arnés. Sólo con una bolsa de tiza amarrada en el cinturón, para secarse el sudor de las manos, y zapatos de goma. Este tipo de escalada suicida se llama free soloing o solitario libre. Sólo el 1% de las personas que escalan practican esta modalidad. Honnold es su mayor exponente y llega a Chile este sábado 25 de marzo a participar en The North Face Master de Boulder, la competencia de escalada más importante de Sudamérica.

Las manos grandes, callosas, duras como lija de tanto aferrarse, son capaces de escalar montañas tan altas como el Half Dome en el Parque Nacional de Yosemite, en California, de 609 metros de altura, equivalente a dos veces el rascacielos del Costanera Center. O como la muralla Sendero Luminoso, en México, de 500 metros. O El Capitán, una formación rocosa de 900 metros en Estados Unidos. Y lo hace sin nada que detenga su caída.

Honnold partió subiéndose a árboles y al techo de su casa en Sacramento, California, cuando era un niño. Un día, mientras subía la muralla conocida como The Nose, a 500 mts de altura, decidió sacarse el equipo de protección. Y siguió así. Sólo con sus manos y pies.

—Es pura práctica —dice Alex Honnold, en un inglés claro, con voz ronca y pausada. El escalador tiene 31 años, ojos y pelo oscuros. Es alto y no hay un gramo de grasa en su cuerpo. Sus extremidades son largas y delgadas, tonificadas. Le cuesta admitir que lo que hace es especial, que no hay nadie en el mundo que se le compare. Que los que lo han intentado están muertos, como Derek Hersey, un escalador que también practicaba free soloing y que murió en 1993 al caer de varios cientos de metros cuando escalaba la Sentinel Rock, la misma que Honnold subió en 2011 sin complicaciones.

Alex no recuerda haber estado cerca de la muerte alguna vez. Dice que, practicando uno de los deportes más peligrosos del mundo, nunca le ha pasado.

–Normalmente, las situaciones se resuelven antes de que empiece a sentir que algo va mal.

El escalador no tiene un entrenamiento especial para alturas difíciles. Dice que es vegetariano, pero por un tema de conciencia medioambiental, nada que ver con su desempeño deportivo. Vive en una van de color blanco en la que viaja de montaña en montaña, sin ataduras a nada ni a nadie, como cuando escala.

Honnold partió subiéndose a árboles y al techo de su casa en Sacramento, California, cuando era un niño. La primera vez que escaló un muro en un gimnasio tenía once años, y siguió yendo por los siguientes siete, en una rutina de tres horas al día, seis días a la semana. Al salir del colegio entró a estudiar Ingeniería en la Universidad de California, en Berkeley, pero se retiró al poco tiempo y se dedicó a escalar. Un día, mientras subía la muralla conocida como The Nose, en el Parque Nacional de Yosemite, decidió sacarse el equipo de protección. Era el hito 22, llamado El Gran Techo, a más de 500 metros de altura, cuando se liberó de las cuerdas que lo sostenían y del arnés. Y siguió así. Sólo con sus manos y pies, hasta la cima. Desde ese momento que hace free soloing.

 

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Jimmy Chin.jpgAlex Honnold no siente miedo y está comprobado. El año pasado, un grupo de científicos estudió su cerebro. El escalador, de 1,83 metros de altura, se acostó dentro de un escáner y observó distintas imágenes para que evaluaran sus reacciones.

La amígdala cerebral es el centro del miedo. Es la que hace que el corazón se acelere, suden las palmas de las manos y se pierda el apetito. Dentro del escáner, Honnold vio 200 fotografías que deberían molestarlo o emocionarlo, provocando una fuerte respuesta en la amígdala.

Dos radiografías, una de Honnold y otra de un sujeto control —un escalador de la misma edad que Alex—, muestran la diferencia: en una no hay reacción (una porción del cerebro aparece en morado), y en la otra sí (la misma porción aparece en amarillo fuerte). El examen comprobó lo que muchos sospechaban: Honnold no siente miedo. No siente miedo porque los estímulos que deberían desatar esa sensación no causan ninguna reacción en él. Queda todavía por descubrir la razón por la que ocurre este extraño proceso en el cerebro de Alex.

—El estudio no aclaró si mi cerebro se volvió diferente porque estoy escalando constantemente, o si he podido escalar todo este tiempo porque mi cerebro es distinto al del resto. No se sabe cuál viene primero. Quizás al principio había algo y con 20 años de práctica aumentó, no sé —explica Honnold, a la defensiva. Le molesta que le digan que es diferente, que puede haber algo en él que no funciona como debería. Aunque escuchó a los científicos dar su veredicto, él insiste en que no tiene un don, que es como todos.

—Siempre me he sentido como una persona muy, muy normal.

 

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Lleva una polera roja y pantalones cortos azules. Está escalando. Unos metros más abajo no hay ríos, ni grandes árboles, ni tierra, ni pasto, sólo cemento. Aunque Honnold no siente miedo y su escalada sigue siendo rápida, perfecta, dice que subir edificios es algo que rara vez le toca hacer. Sus dedos están acostumbrados al granito de la montaña, pero sentir los ladrillos es algo nuevo para él, una aventura distinta.

El día está soleado. Autos pasan por las calles empinadas de San Francisco. El escalador va en el séptimo piso, de nuevo sin cuerdas ni protección. De vez en cuando lleva su mano a la bolsa que cuelga de su cinturón, llena de tiza molida. Mete sus dedos entre los ladrillos para darse impulso y seguir subiendo. De lejos, parece un pequeño insecto rojo.

Honnold dice que, a pesar de lo que la gente cree, sí quiere llegar a ser viejo y tener nietos. Que no tiene ganas de morir, como le han dicho. Que todo lo que hace, lo hace con meditación y con cuidado, porque no hay espacio para decisiones apresuradas en la escalada.  Esas son las que te llevan al vacío.

Después de unos minutos, Alex llega a la cima, la azotea del edificio. Se para justo en el borde, con la mitad de los pies en el muro y la otra mitad colgando. No lo hace muy seguido, pero le gusta estar ahí, con los brazos abiertos, contemplando la ciudad; la contempla como si la vista desde allá arriba fuera su premio.

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El año pasado, un grupo de científicos estudió su cerebro. El exámen comprobó lo que muchos sospechaban: Honnold no siente miedo. Los estímulos que deberían desatar esa sensación no causan ninguna reacción en él.

El año pasado, la cadena de televisión norteamericana CBS le hizo un reportaje a Alex Honnold. Lo destacaron como el mejor de los mejores, el hombre que desafía la gravedad sin miedo. Ahí, John Long, famoso escalador y autor de más de cuarenta libros, aseguró que el mayor logro de Honnold ha sido no morir. Porque eso les pasa a los que se especializan en free soloing. “Más de la mitad de ellos ya no están”.

–Mi familia conoce el riesgo, lo entiende y siempre me ha apoyado. Saben que esto es lo que amo y confían en que tome las decisiones correctas y sea inteligente.

Hasta ahora, Honnold no es como la mayoría. Ha logrado cruzar los límites de lo que se pensaba posible, siendo el primero en escalar en modalidad free soloing murallas naturales temidas por otros deportistas, como la Moonlight Buttress y la cara noroeste del Half Dome en Yosemite.

–Los paisajes, la naturaleza. Me encanta ver eso, me tomo mi tiempo cuando estoy arriba. Eso es en gran parte por qué hago lo que hago —dice Honnold con el tono de quien, realmente, nunca ha estado cerca de la muerte.

 

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El escalador está mirando al vacío. Con la espalda hacia la roca, Honnold está detenido en una cornisa de la montaña. Apenas caben sus pies. Sería una caída de cientos de metros, su cuerpo alcanzaría una velocidad brutal y se estrellaría contra el suelo, muriendo instantáneamente, como tantos otros antes que él.

Lentamente, por la cornisa, Honnold avanza centímetro a centímetro hasta llegar a un pedazo de roca saliente. Ahí se agarra con manos y pies, impulsándose con su peso para seguir avanzando. Sin nada que lo contenga, el hombre cuelga de la roca. Hasta un estornudo puede mandarlo a la muerte. Y él sigue, sigue subiendo, como queriendo llegar hasta el cielo.

Allá arriba, después de horas escalando, en la cima de la roca vieja, en la cima del mundo, un hombre que no siente miedo esquiva la muerte una vez más.

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