Por Natalia Correa Vargas y Carolina Sánchez del Campo // Fotos: José Miguel Méndez Febrero 3, 2017

Lo que escuchó fueron unos pies golpeando la pared. C.E. se levantó de su silla y caminó en dirección al baño, siguiendo el ruido. Lo primero que vio fueron los pies que pateaban, frenéticos. Lo segundo, el pálido rostro de un niño que jadeaba, mientras se ahorcaba. C.E. era un cuidador de trato directo del Centro de Rehabilitación Conductual de San Bernardo. Quien se intentaba colgar era uno de los niños a su cargo.

El arma con la que atentó contra su vida era hechiza. Durante una descompensación, sacó la frazada de su cama, la cortó y la trenzó. Construyó una soga que colgaría en un baño compartido. Cuando el funcionario, de 1.80 m de altura y corte de pelo militar, logró bajar al niño, éste estaba inconsciente. La rápida reanimación que le brindó, sin embargo, le salvó la vida. Sabía que había tenido suerte. Muchos de sus compañeros no habrían logrado lo que él hizo. Los 14 años en Carabineros le sirvieron.

Situaciones como estas se repiten en la vida de un cuidador de trato directo del Sename: “No hay cursos que enseñen a los funcionarios a manejar ese tipo de situaciones. La gente que no tiene experiencia, no sabe cómo hacerlo”, señala el mismo C.E., que no accede a revelar su identidad.

Como a muchos otros funcionarios, a C.E. lo han intentado agredir con armas blancas fabricadas en el encierro. Los días más difíciles, recuerda, son los de visitas de familiares o festivos. Los adolescentes se revolucionan. Comienzan los motines, las peleas entre grupos o las autoagresiones: cabezazos en las paredes o pedazos de cerámica transformados en cuchillos que se entierran en las venas.

“Con la experiencia uno aprende a manejar a ese tipo de jóvenes. Al principio nos apoyábamos en los compañeros más antiguos. En los pabellones casi siempre trabajamos de a tres, y hay entre 25 a 30 jóvenes”, dice.

“Ya no se trata de que un día un chiquillo determinado te agreda, hoy día la agresión está naturalizada dentro de la institución”, dice el dirigente sindical del Sename, Yuri Contreras.

Cuando C.E. entró a la institución, ocho años atrás, ingresaron cinco funcionarios más. De los seis, sólo queda él. Algunos partieron el mismo día, otros, semanas después.

Los requisitos de estudios para entrar a trabajar al Sename como cuidador de trato directo son contar con cuarto medio cursado y aprobar una entrevista psicológica. En caso de ser seleccionado, se realiza una inducción básica en un centro administrativo –sin niños– y se recibe un libro con la normativa de la institución.

Los trabajadores no tienen apoyo psicológico. Las licencias médicas por estrés son la norma y quienes cubren esos turnos extras son los mismos compañeros, que pueden pasar días y noches sin descanso.

“No hay psicólogo que te escuche para desahogarte o conversar. La gente se va a la casa, se lo cuenta a la señora”. Como muchos otros funcionarios del Sename, C.E. es separado. Los turnos le tomaban la semana entera, noches incluidas. El desgaste emocional por el trato con los niños traspasaba el perímetro del centro.

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Hace seis años y medio que Ximena Muñoz trabaja en un hogar privado fiscalizado por el Sename. Es una casa esquina blanca y llena de juegos localizada en La Reina. Está con su delantal y el pelo rubio desordenado, mientras juega al ludo con cinco niños de tres y cuatro años. Han llegado allí derivados por tribunales de familia. Les habla mirándolos a los ojos, con ternura en la voz. Cuando sale de la sala, se preocupa de dejarlos con otra educadora.

Muñoz comenzó como cuidadora de trato directo en las tardes, de 15:30 a 22 horas. Con el certificado de enseñanza media, la mujer obtuvo el cargo. Pataletas, niños que no quieren hablar, que se aíslan y que se pegan cabezazos contra la pared fueron rutina. Pero, a diferencia de otros centros, aquí las funcionarias no están solas. Cuentan con la asesoría permanente de un psicólogo para hacerle consultas sobre los menores. Las capacitan para enseñarles tareas tan simples como alimentar a un niño. Son contenidas emocionalmente.

sename“Es tanto el amor que uno siente”, señala Muñoz. Recuerda a uno de sus niños, un menor que llegó de apenas seis meses y se fue cuando tenía cuatro. Era su regalón. Con lágrimas en los ojos, dice que es desgarrador verlos partir. No se sabe si estarán bien, si les tocará la suerte de estar en un lugar mejor. La mujer agradece la ayuda psicológica que reciben para poder manejar estas situaciones. El verdadero problema, dice, está en los malos sueldos que se les pagan. Incluso en su caso, que es un organismo semiprivado.

Como cuidadora de trato directo, trabajando de lunes a viernes, algunos fines de semana y todos los feriados, recibía 280 mil pesos. Después de sacar el título de Técnico en Párvulos, su sueldo aumentó a 350 mil pesos.

“Las instituciones privadas y públicas lo que hacen es pedir y pedir más dinero, pero no un uso racional de sus recursos. Si no le pagamos a la gente lo que corresponde por cuidar a los niños, no hay mucho más que hacer”, señala el director de la Corporación Centro de Salud Mental Casa del Cerro y colaborador del Sename, el psicologoMatías Marchant.

El profesional explica que muchas de las personas que trabajan para el Sename lo hacen por una motivación personal, sienten que su trabajo tiene sentido. “En cualquier otra cosa podrían ganar más, quizás el doble ”.

“Yo he estado aplazando mi salida y ahora ya tomé la decisión”, cuenta Ximena Muñoz. Se le quiebra la voz cuando habla de irse. No quiere que llegue ese momento, los niños son como sus hijos. Y ahora, en febrero, será ella la que va a tener que despedirse. “Me voy con el dolor de mi alma. Voy a entrar a un liceo, ganaré un poco más y tendré más tiempo para mi familia. Sin embargo, a mí lo que me apasiona es esto. Podrían tener un personal de lujo si lo cuidaran económicamente”, dice mientras se pone de pie para volver donde están sus niños. Son pocos los días que le quedan.

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Eran las 3 de la mañana cuando sonó la puerta de la casa de Yuri Contreras.

Somnoliento y asustado, les abrió a los carabineros que estaban al otro lado del umbral. Tan sólo horas antes había llegado del paseo organizado por él y otro funcionario del Sename al Cajón del Maipo. Estuvieron acampando con los niños que tenían a su cargo en el centro de protección del Estado en Pudahuel. Habían ido para cambiar de aire, para que hicieran ejercicio y se bañaran en el río. Esa noche, los niños estaban cansados y no parecían necesitar medicamentos para dormir. Los encargados juntaron los medicamentos en la mochila de Contreras para guardarlos. Mauricio, uno de los adolescentes con un alto nivel de dependencia, se las arregló para encontrarlos y para ingerirlos. A poco andar, se desmayó en el auto cuando bajaban del Cajón del Maipo. Creyeron que estaba insolado porque el calor era muy fuerte. No pensaron que estaba intoxicado. Horas más tarde, Yuri Contreras estaba en su casa, ignorante de la gravedad de Mauricio, y carabineros llegó a buscarlo para que fuese a verlo al Hospital Félix Bulnes. Estaba grave. Su vida corría peligro.

“Yo he pensado en renunciar. Lo que uno ve acá adentro es fuerte, es violencia, es sangre. Y no hay nadie que te ayude (...) Se han encargado de plantear que aquí están los malos, los que matan niños”, cuenta Víctor Martínez.

El funcionario, hoy dirigente sindical, pensó que iría preso. Pero el testimonio del niño, tras su salida del hospital, lo exculpó. Confesó el robo de los medicamentos. “Es parte del aprendizaje. Nadie te dice cómoir a campamentos o qué hacer con los medicamentos de los niños”.

Hoy, Yuri lleva 17 años como cuidador en el Sename. 17 años que también le costaron un matrimonio, como a tantos otros.
Llegó porque tenía una prima en el Sename y necesitaba trabajo. El mismo día que se presentó y lo entrevistaron, quedó seleccionado. Partió al instante. Sin ninguna capacitación.

Ahora, lejos de Pudahuel, está lejos de la violencia. Al ser dirigente de la institución, es con él con quien hablan los otros funcionarios. “Ya no se trata de que un día un chiquillo determinado te agreda, hoy día la agresión está naturalizada dentro de la institución (…) las herramientas, los mecanismos que tenemos, no dan abasto. Y desde el área técnica, desde la dirección, no hemos observado ningún cambio en transformar las prácticas del servicio o construir una línea técnica que nos permita interactuar con este tipo de niños”.

Cree que esto se puede ver reflejado en los últimos casos que han envuelto al Sename. Principalmente el de Lissette Villa, la niña que murió por negligencia de sus cuidadoras en el centro de protección Galvarino el pasado 11 de abril. “La ley determinará las responsabilidades penales de las cuidadoras, pero puedo afirmar que ellas nunca fueron capacitadas para atender ese tipo de crisis”, argumenta Contreras.

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Lay-Sang Loo, asistente social y directora del centro privado y colaborador del Sename PRM Pudahuel Lo Prado, nunca podrá olvidar a dos hermanos derivados a ese centro por los tribunales de familia. Loo tuvo que entrevistarlos para conocer los detalles de su historia.

Mal vestidos y sin hablar, los pequeños –que no superaban los diez años– ingresaron por negligencia, maltrato grave, abuso sexual y violación. Los culpables eran la madre y el hermano mayor. El padre, por su parte, tenía un rol pasivo, de desprotección total hacia sus hijos. Los niños no comían más que pan duro y agua, no controlaban esfínteres y vivían en una casa que no se limpiaba nunca. Para poder sobrellevar el caso y brindarles la ayuda necesaria, la psicóloga tuvo que recurrir a su equipo.

“Tenemos que expresar nuestras emociones. A veces lloramos o nos da rabia. Las emociones hay que vivirlas y para eso tenemos una contención entre todos”. Además, existe una supervisión permanente. Se realizan reuniones semanales de equipo donde se hablan los casos, pero no sólo a nivel técnico sino también emocional.

En ese centro, a cargo de la Fundación Ciudad del Niño, aseguran que el bienestar de quienes tratan a los niños es primordial para cualquier avance. Refuerzan con asesorías externas instancias de autocuidado del personal o con talleres sobre género, violencia y agresiones sexuales.
“Esta es una oficina donde se hace contención. Los profesionales vienen con un tema técnico, pero les preguntamos cómo estás tú, cómo te sientes. ¿Pueden seguir atendiendo el caso?¿ Están recibiendo lo que necesitan los niños?”, se pregunta la directora Loo.

El PRM Pudahuel Lo Prado sigue funcionando con dineros prestados de Ciudad del Niño. No saben por cuánto tiempo más van a poder sostenerlo. Las platas que vienen del Estado aún no les llegan. Según la información de la jefa del Departamento de Colaboración y Desarrollo, a diciembre de 2016, el Sename les debía $ 900 millones.

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“No tenemos proceso de inducción. Uno pasa la selección y entra inmediatamente a trabajar con los jóvenes”, afirma Víctor Martínez, dirigente sindical del centro estatal de retención de San Bernardo y antiguo cuidador de trato directo. Martínez trabaja en un container del sindicato, justo en la llamada línea de fuego: el perímetro que separa a los que están libres de los que están presos. Rodeado por carpetas con informes de los jóvenes detenidos, el dirigente cuenta que los cuidadores están sujetos a la voluntad de los compañeros para que los guíen en sus primeros días. “Uno viene totalmente ignorante y no hay nada que te prepare”, explica.

Hace 21 años que Martínez, profesor de Química, trabaja adentro. Porque así le dicen. No es una cárcel, no es un centro, es “allá adentro”. Sin experiencia, sin herramientas para manejar a jóvenes conflictivos. No fue fácil. Martínez se demoró un año en acostumbrarse.

“Uno viene de la universidad, de trabajar en otros lados. Piensas que en todas partes vas a aplicar los mismos conocimientos. Cuando llegas acá, sin embargo, te encuentras con otra cultura”, cuenta Lovely Araneda, secretaria del sindicato.

Araneda es profesora de Arte y realiza un taller de cerámica a los jóvenes detenidos. Explica que lo más complejo es acostumbrarse a los hábitos de los menores. Tienen un sistema, una jerarquía que no se puede violar, relaciones de respeto y obediencia entre ellos. Todo está estructurado: quién duerme más cerca o lejos del baño, quién tiene ciertos privilegios (como frazadas), quién recibe a las visitas en una banca (o de pie). Todo tiene un significado. N ada es gratuito. “Uno puede ver agresiones que pueden parecer escandalosas, pero acá es normativo. Por ejemplo, si el líder de la casa se va, el naipe se tiene que reordenar y establecer el nuevo jefe. Eso trae peleas”, señala.

La violencia nunca queda sólo entre los jóvenes. Martínez fue víctima de un ataque cuando intentó neutralizar una pelea y le llegó un fierrazo en el brazo. “Cuando uno interviene, son segundos vitales para uno y para los cabros”, asegura el dirigente. Muestra la cicatriz de una tonalidad más oscura que su piel, más arriba del codo.

“Yo he pensado en renunciar. Lo que uno ve acá adentro es fuerte, es violencia, es sangre”, cuenta Martínez. “Y no hay nadie que te ayude. A los funcionarios de Galvarino –el centro donde murió Lissette Villa– les falta preparación. La gente que entra tiene que trabajar con veinte ohasta cuarenta cabros chicos. ¿Y cómo queda ese funcionario después de eso? Se han encargado de plantear que aquí están los malos, que en el Sename están los que matan niños”. Dice con rabia que muchos funcionarios han optado por no decir dónde trabajan para no ser discriminados. No hablan de sus problemas, de lo que ven, de adentro o de afuera.

“Los cabros están encerrados, pero de una u otra manera, nosotros estamos encerrados con ellos”, sentencia.

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