Por Javier Rodríguez, desde Santa Olga. // Fotos: Cristóbal Olivares Febrero 3, 2017

El tono del bombero caído es una alarma que suena tres veces. Tres tonos agudos con un final largo. Ese fue el ruido que escuchó la voluntaria de Bomberos y enfermera de la posta de Santa Olga, Alejandra Reyes (28), quien en ese momento se encontraba en la central de la bomba del cuartel del pueblo. Ella iba despachando los carros, según los llamados de auxilio que llegaban. No recuerda qué hora era. Sólo se acuerda de que escuchó aquel sonido que ningún bombero quiere escuchar y que se puso a llorar. Era la madrugada del 25 de enero.

Imagen Imagen _MG_9090—Como a las cuatro de la mañana llegó mi compañía. No sabíamos nada de ellos, porque a nuestras radios se les había acabado la batería. Ahí me contaron que había muerto un voluntario de Talagante. Yo despaché ese carro. No puedo no sentirme culpable —dice secándose las lágrimas, mientras los vecinos se le acercan para hacerle distintas preguntas: desde si en el consultorio les seguirán entregando las píldoras anticonceptivas hasta cómo acceder a las ayudas para damnificados.

El bombero caído era Hernán Avilés, quien murió atrapado en una reja luego de salvar a una familia. A Alejandra la habían dejado en la central porque ya llevaba más de diez horas intentando controlar los distintos focos de incendio que comenzaban a rodear Santa Olga. Era una forma de darle descanso. El fuego ya llevaba una semana acercándose.

Para el martes 24, ya había más focos activos. Pidieron ayuda durante cinco horas al gobierno a través de la central de Bomberos, pero no les hicieron caso.

 “Hubiéramos evitado que esto se quemara si hubiesen mandado al tiro los aviones”, dice Alejandra Reyes, bombero de Santa Olga.

—Esa es la rabia que me da, porque hubiéramos evitado que esto se quemara si hubiesen mandado al tiro los aviones. Esto se podría haber salvado. ¿Cómo chucha no nos ayudaron? —cuenta mientras, a pocos metros, un pastor evangélico le toma las manos a uno de los militares que hacen guardia y lo invita a cantar “Los Viejos Estandartes”. ¡Pastor, se le andan arrancando las ovejas! le gritan unos vecinos, riéndose.

Alejandra también lo hace. Dice que trata de hacerlo todo el tiempo, pero le cuesta. Desde este lunes se está quedando en una carpa en un predio de la Universidad de Chile, junto al resto de su compañía. Intenta no quebrarse, sobre todo porque muchos de sus compañeros están con sus hijos y, por ellos, tratan de mantener la moral arriba. Cuando es imposible toman la bomba, avanzan unos cientos de metros y ahí se descargan: lloran, gritan, botan todo lo que tienen que botar e intentan olvidar.

Cuando volvió el resto de la cuadrilla, a Alejandrala mandaron un rato a su casa. Le costó llegar: con el humo no se veía nada. Era una niebla compuesta de ceniza, tierra y polvo, sólo iluminada por las hojas de los pinos que pasaban prendidas, fulminando el paisaje como luciérnagas.

En su casa estaba su hermana Cindy, de 18 años. Su madre, Loida Aro, estaba trabajando como auxiliar de servicio en la posta. Se recostó sobre la cama y dejó cargando su radio para volver a salir.

Despertó con una llamada de su capitán. Se había reactivado un foco en la empresa, como llaman a las instalaciones de Celulosa Arauco en la zona. Era el mediodía. Agarró su auto y dejó a Cindy en el consultorio con su mamá. Nana, Nana, nos vamos a quemar en esta hueá. El calor los envolvía y su hermana lloraba.

Los bomberos se repartieron. Los acompañaban niños de no más de 15 años que, cubiertos sólo con pañoletas húmedas, combatían el incendio con botellas y baldes. Porque sabían que si el fuego que venía de la empresa se descontrolaba, se quemaba el bosque y, con él, Santa Olga.

A las 18.30 la orden fue dejar todo. Los militares habían ordenado evacuación completa. Alejandra pasó al cuartel y vio a su hermana llorando en la posta. Le dijeron que tomara sus cosas y se fuera. La pelea estaba perdida.

Furgones evacuaban gente, evitando las llamas que cruzaban la carretera. Su madre estaba en una camioneta. Le dijo que tomara otra y se juntaran “abajo”, como llaman a Constitución. Alejandra agarró a Cindy, Pirén y Pomelo, sus dos perros, y partieron. Se juntarían en la Copec camino a la ciudad.

Se fueron, según Alejandra, rajados. En el camino vieron caballos corriendo llenos de fuego, escapando de sí mismos. Llegaron al servicentro.

Imagen Imagen _MG_9951—Dónde mierda está mi mamá, Cindy, llámala—. De repente les entró la llamada: los militares la habían mandado al otro lado, a Empedrado. Loida decidió irse sola, a dedo. En la bomba la gente gritaba, lloraba, se echaban agua en los pies quemados. Le preguntaban si era cierto que se había quemado el pueblo completo.

A las dos de la mañana, llegaron a la casa de una tía en Talca. Lo primero que hicieron fue prender la tele. Los periodistas decían que se había quemado Santa Olga, que donde alguna vez hubo un pueblo de más de mil casas, la mayoría compradas con subsidios del Estado, ahora no había nada.

El jueves partieron a las siete de la mañana. Se subieron a la loma que da al sector Los Aromos, de Santa Olga, y lo vieron.
Su madre se arrodilló y se tapó la cara.

Los militares no las dejaban pasar. Alejandra les mostró su carné de conducir que decía que vivía ahí, y pasaron. Entre perros muertos y latas de zinc dobladas e hirviendo, llegaron al despoblado que alguna vez fue su casa.

A pesar de los ruegos de su madre, Alejandra se quedó esa misma noche en Santa Olga. Le dijo que prefería estar ayudando para olvidar la pena que, aunque la esconda, a veces igual aparece. Y, al parecer, a su madre le hizo sentido: este miércoles volvió a Santa Olga, junto a su hija, para levantar al pueblo desde las cenizas.

Caballito blanco

Damián (7) no veía nada, porque estaba tapado con una toalla para no aspirar el aire tóxico. Imagen Imagen _MG_9749Pero sentía. Y lo que sentía lo aterraba. Estaba junto a su mamá y otras seis personas en la cancha de baby de Los Aromos, en Santa Olga. Sentía el calor. Escuchaba las explosiones de las casas y, en su desesperación, gritaba. Eran más de las once de la noche. Eso, al menos, recuerda Javiera Punoi, estudiante de Técnico en Enfermería que decidió quedarse junto a su padre, José (47), ese día en Santa Olga. No para cuidar su casa, sino para cuidarlo a él.

Javiera sí veía. Vio, por ejemplo, una especie de tornado de fuego, como lo describe ella, que movido por el viento arrasaba con todo e iba creciendo a su paso, alimentándose de muebles, pedazos de lata, polvo y ceniza. Estaban acostados al medio de la multicancha, rezando.

¿Te sabís alguna canción? — le preguntó Javiera.
—…
A ver: el “Caballito Blanco”, ¿te lo sabís?
—Esa sí.

Cantaron de la mano. No una, sino varias veces. “Caballito blanco, llévame de aquí”. Hasta que Damián se calmó.

Javiera Punoi nació y se crió en Santa Olga. Vive allí junto a su padre, empleado de un aserradero, su mamá, dueña de casa, y su hermano de 13 años. Su mamá y hermano, estaban refugiados ya en Constitución. Pero su padre quiso quedarse a cuidar la casa, y Javiera no lo iba a dejar solo.

Recuerda que ese día, sentados en una banca, vieron cómo el fuego venía hacia ellos. Lo iban a esperar. Pero se corrió la voz de que un nuevo foco había aparecido camino a San Javier y que, de extenderse, llegaría a las casas. Allá partió su padre con un grupo de vecinos. Quedaron solas las mujeres con Damián, intentando apagar las brasas con baldes.

Volvió su papá y un amigo les ofreció llevarlos a Constitución en una camioneta. José no quiso irse. Entró a su casa, junto a Javiera, y decidieron pelear desde adentro. Javiera insistió, pero su padre no iba a abandonar la casa. Se escondieron en una esquina de su mediagua y esperaron.

En eso, Javiera sintió un maullido. Primero bajito, después cada vez más fuerte. Era su gato, el Mati. Ahí José sí le hizo caso. El fuego ya llegaba a la casa, así que alcanzó a tomar al Mati y a soltar al Oso, su perro. Pensaron arrancar por el bosque, pero estaba incendiado. Estaban acorralados. Entre el humo vieron gente corriendo hacia la cancha de baby.

Se juntaron en medio de la cancha. Eran ocho personas: entre ellas dos niños y dos mujeres, aparte de Javiera. Se iban arrastrando según las olas de calor. Javiera calcula que, en una hora y media, el fuego arrasó con todo. Se escucharon gritos de una mujer. De niños. Sergio Jélvez, un vecino de 38 años que se había quedado cuidando su casa, salió de la cancha y los rescató: no podían salir debido a que se les había trancado la puerta.

“Uno se pone idiota, peleador. Pero si nos paramos después del terremoto, también vamos a poder ahora”, dice Manuel Núñez.

Estaban todos con la cabeza agachada, miraban el suelo, porque sentían que en cualquier momento el fuego los quemaría.

—No sé cómo el incendio no entró a la cancha, porque era el único lugar donde nos pudimos meter. Fue la única salvación. Nos hubiéramos quemado vivos. Nos íbamos moviendo según el calor. Terminamos en una esquinita. Esperamos hasta el último, terminamos en la esquina de la cancha y ahí, como a la 1.30 de la mañana pudimos salir —recuerda Javiera.

Salieron y Javiera se puso a grabar la catástrofe con el celular, mientras caminaban hacia la única casa que se había salvado y que sería llamada “la casa del milagro”, propiedad, precisamente, de Sergio Jélvez.

Llegó otra camioneta y ahora, de común acuerdo, Javiera y su padre decidieron quedarse y cederle sus puestos a los niños, con Damián entre ellos.

Ahora Javiera se queda donde una familiar en Constitución. Vuelve todos los días a limpiar escombros. Sólo ha tenido noticias del Oso, al que encontraron muerto bajo los escombros al día siguiente. Del Mati, en cambio, no ha tenido noticias. Pero confía en que haya podido arrancar.

La casa del Milagro

El olor entre pino quemado y basura y el polvo que se levanta configuran el fantasma de lo que alguna vez fue Santa Olga. Hay camiones del Ejército de Salvación repartiendo ayuda, de la Asociación Chilena de Seguridad, y monjas que recorren el descampado al paso de los reporteros de los matinales que les preguntan a las señoras damnificadas con qué ingrediente están haciendo los almuerzos de las ollas comunes, rogando para que estas les respondan “con amor”.

Pero hay algo que no cambió después del incendio. Una casa que, a pesar de ser de madera y de estar cerca del bosque, no se quemó. Fue a la que acudieron los refugiados de la cancha de baby: “La casa de los milagros”.

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Si bien pertenece a Sergio Jélvez, ahí vivían su sobrino, Roberto Jélvez (24), chofer de la Forestal Los Aromos, junto a su mujer Carla Carrasco (22) y su hijo Simón, de nueve meses. La familia había llegado hacía un año a Santa Olga. A Roberto le ofrecieron un trabajo en la Forestal y Sergio le ofreció quedarse en su casa.

Mientras Carla y Simón fueron evacuados el día anterior a la catástrofe, Roberto se quedó junto a su tío y primo, aunque le hizo una promesa a su mujer: si el fuego se acercaba, se iría. Y cuando estuvo a cien metros, se fueron; salvo su tío Sergio.

Ese mismo día, como a las 2 de la madrugada, Roberto intentó entrar al pueblo, pero los carabineros no lo dejaron. Quería ver cómo estaba la casa y si Sergio estaba vivo.
Al otro día, en la mañana, Roberto y su mujer llegaron a Santa Olga.

—Cuando vi la casa parada, no pude evitar sentirme feliz. Mi única explicación es que Dios la cubrió con sus brazos, porque si no era imposible que se salvara. No quedó nada más parado.

Roberto y Carla decidieron que la casa siguiera cumpliendo la función que los vecinos le estaban dando: hasta hoy sigue como albergue y centro de acopio, el primero que se instaló en Santa Olga. Ellos, mientras, esperan en la casa de unos familiares de Empedrado. No saben cuándo podrán volver.

En el Camino

Santa Olga no fue la única localidad quemada. El fuego arrasó con todo a su paso, incluso con aquellos que vivían en la orilla de la carretera. Y lo que cualquiera podría calificar como la peor suerte del mundo, para Manuel Núñez (49) es todo lo contrario. Residente de Melozal, a 80 kilómetros de Constitución, había venido a Los Naranjos —localidad que queda en el camino por la costa del río Maule de Constitución a la carretera— a visitar a su hermana Haydé (53) y a dejar a su hija y nieta para que acompañaran a su hermana, ya que su marido, Miguel García (50), se encontraba en una faena forestal en Pichilemu.

Manuel se siente el protector de su hermana: había pasado con ella el terremoto del 27 de febrero que destrozó la mediagua donde vivía junto a su marido en ese mismo lugar. Miguel se encontraba trabajando y, dado que las vías estaban cortadas, no pudo volver hasta una semana después.

Y lo que a Manuel le causa cierto orgullo del que no presume, a Miguel lo hace sentir culpable: las dos veces que su casa ha sido abatida, él no ha estado.

Núñez cuenta que vio venir el humo como a las 17.30 del 25 de enero, por el bosque. Arrancaron por la carretera, en dirección a Constitución. Abajo, carabineros los atajaron y los llevaron al pueblo. A la media hora, Manuel escapó. Solo, tomó sus cosas y se fue caminando a ver cómo había quedado la casa de Haydé, que aún descansa donde una hija, luego de quemarse los pies. Ahí ella llamó a su marido: “Miguel, se quemó todo”, le dijo.

Pasaron horas antes de que pudieran volver a comunicarse. Debido a que se estaba quemando el fundo de su jefe en Chanco, Miguel pudo volver al otro día.

—Yo no soy bueno para llorar, me aguanto. Pero ese día no pude. Y ahora es difícil. Uno se pone idiota, peleador. Pero hay que tratar de estar alegre. Si nos paramos después del terremoto, también vamos a poder ahora —dice Núñez con la pala en la mano, mientras el resto de su familia empareja el terreno para instalar la mediagua con la que sueñan.

El Transformado

Según sus cálculos, Cornelio Fuenzalida (46) es el 17° de 21 hermanos. No le gusta llamarse Cornelio aunque, asume, salió favorecido. Su padre, luego de convertirse en evangélico, comenzó a bautizar a sus hijos con distintos nombres bíblicos. Así, Cornelio tiene hermanos con nombres como Gedeón, Esdras y Febe.

Luego del terremoto, un amigo le recomendó a Cornelio Fuenzalida trasladarse a Santa Olga. Ahí instaló su panadería.

Nacido en Papalillo, a los 18 años se instaló en Constitución. Terminó tercero y cuarto medio en una escuela nocturna y empezó a trabajar como ayudante en una panadería. Aprendió a amasar hallullas, a diferenciar entre los conejos y los berlines: así se convirtió en panadero.

Juntó dinero y logró comprar máquinas para hacer pan y pasteles en su casa, que luego salía a vender en bicicleta. Siguió ahorrando y puso una panadería. Pero vino el 27 de febrero de 2010 y lo que ya se sabe: el local quedó destruido por el terremoto y mojado por el tsunami. Perdió sobadoras, revolvedoras, refrigeradores y heladeras. Tuvo que regalar la mercadería.

La ciudad estaba en el suelo y no había dónde volver a instalarse. Tenía que pagarles a los proveedores y, sobre todo, a sus empleadas. Un amigo le habló de Santa Olga, un pequeño pueblo cercano donde se arrendaba un local. En marzo ya había trato: Panadería y Pastelería Cornelio se mudaba.

—Tenía dudas de que me fuera bien, porque nunca pensé que funcionaría una pastelería en un sector rural. La gente de campo come harto pan, cecina, pero no es buena para el dulce. Pero pasó todo lo contrario: vendía todo lo que hacía.

En 2014 el dueño le ofreció vendérselo. Se lo compró en $20 millones y comenzó con las mejoras: hizo nuevos muros de ladrillo, un baño nuevo, cambió los enchufes. La gente lo veía y le pedía ayuda para instalar sus calefones, para arreglar el piso. Así como Constitución lo había convertido en panadero, Santa Olga lo había hecho maestro. Ayudó, por ejemplo, a la Compañía de Bomberos, a los que les instaló un baño. Así se sentía seguro: siempre le iban a cuidar la panadería.

El 25 de enero partió a dejar a su hijo Daniel, de cuatro años, a Constitución. Él volvió a Santa Olga a las 19.00. Tomó su guitarra y algunas cosas para comer. Estaban veraneando en la ciudad y siempre confió en que se controlaría el incendio. Tuvo en sus manos las fotos de sus hijos cuando pequeños, pero las dejó. Aún se arrepiente.

Cuando salió, el fuego ya rodeaba la ciudad.
—Pensamos que, a lo más, se quemarían algunas de las casas a la orilla del bosque, pero no el pueblo. Las calles eran anchas, no tenían maleza. Era difícil que entrara el fuego.

A las 12 le llegó un WhatsApp: se estaba quemando Santa Olga. A la 1, dice, se metió a internet: Santa Olga había desaparecido.

Al otro día en la mañana lo constató en vivo. Ya no quedaba nada de su negocio. Sólo escombros. Vio gente quemarse las manos tomando pernos y herramientas.

Ahora se queda en la casa de una amiga en Constitución. Y no ha parado de moverse: se ha inscrito en las ayudas y descubrió que tenía un seguro que, por lo menos, le cubrirá la hipoteca. Los últimos días ha estado yendo a limpiar. Quiere, aunque no sabe cómo, volver a instalarse lo antes posible. No quiere llenarse de deudas como para el terremoto.

—Yo voy a volver a Santa Olga. Me tengo que poner a vender pan. Tengo dos hijos y uno que entra ahora a la universidad y tengo que pagarla. Acá no ha terminado nada. Hay que seguir.

Este martes Cornelio Fuenzalida llegó temprano al pueblo. Se consiguió una cuerda de cáñamo, un martillo y dos clavos e instaló un letrero que mandó a hacer apenas volvió de su primera visita al pueblo luego de la catástrofe.

“Panadería y pastelería Cornelio: pronto volveremos”, dice en un fondo amarillo con letras azules.

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