Por Álvaro Bisama Febrero 3, 2017

Consignaba el escritor Luis Oyarzún en su Diario íntimo, en 1965, luego de un terremoto: “El país está de nuevo a medias en pie, a medias (…) Desapareció hasta el clavel del aire que colgaba de unas parras. El carácter chileno ha de amoldarse a esta atmósfera, a este polvo de cataclismos, que trazan la voluntad y el ánimo. Hay una correspondencia entre terremotos, miseria y vino. La corteza de este país es delgada, quebradiza, inestable, como la cáscara de la conciencia. Muchos chilenos tienen que sobrellevar la pena de vivir, como los árboles enfermos”.

Quizás valga la pena volver sobre Oyarzún ahora mismo. Oyarzún falleció en 1972 y amaba a Chile, un lugar al que miraba con rabia y melancolía a la vez. La rabia provenía del abandono que percibía sobre él y la melancolía, de la resignación de percibirlo desde lo irrecuperable; por lo mismo, es imposible no pensar en la actualidad de sus palabras que habitan el presente como una profecía o un reflejo. Sus poemas, preciosos y únicos, hablan de eso (“Ser encina, zorzal, cerezo, brisa, /Ser la mañana pura bajo un árbol”, anotó en uno); lo mismo que Temas de la cultura chilena, una colección de ensayos que bien podrían funcionar como el relato trizado de la construcción simbólica de la República.

Leer a Oyarzún puede ser una especie de antídoto al delirio de estos días, en que la catástrofe de los incendios no sólo sacó fuera la solidaridad de una comunidad que se encuentra a sí misma en la tragedia, sino también en los delirios y teorías más impresentables para explicar el desastre. Así, mientras los ciudadanos depositaban en los vuelos del SuperTanker (y en el “Luchín”, avión ruso que vino a acompañarlo) las semillas de esperanza que permitían procesar una crisis que estaba lejos de acabarse, las redes sociales abrían la puerta a las ficciones y conspiraciones más vergonzantes.

"La idea de la conspiración descansa en la construcción de un relato narrado para ordenar un mundo caótico. Ese relato es muchas veces monstruoso y está hecho de pánico a lo diferente, a lo que no se conoce, al otro. Es la puerta abierta para el racismo y la xenofobia.

Porque la semana pasada fue dura y los trolls de las redes sociales y los opinólogos políticos la volvieron más dura aún. La hicieron más idiota e inverosímil, como si hubiese una relación directamente proporcional entre el humo que devoraba los cielos del territorio y la estupidez que circulaba por Twitter, Facebook o lo que fuese. Porque a algunos el fuego les sirvió para reflejar sus prejuicios desbocados, sus pavores más profundos. Por ejemplo, aparecieron conjuras mapuches y guerrilleros colombianos de las FARC infiltrados, todos figurantes del reparto de una fantasía masoquista que indicaba que el territorio estaba controlado por terroristas que lo estaban haciendo saltar en pedazos. Nada nuevo ahí, en todo caso. La idea de la conspiración descansa en eso, en la construcción de un relato narrado para ordenar un mundo caótico, una serie de puntos al azar que se unen en un dibujo que se lee como un secreto. Ese dibujo, como pasó acá, es muchas veces monstruoso y está hecho de pánico a lo diferente, a lo que no se conoce, al otro. Es la puerta abierta para el racismo y la xenofobia. Es una excusa para la violencia y el odio, para el revanchismo, para la mentira.

Es imposible no percibir un tenebroso sentido de la oportunidad en esto. Está todo servido para que así sea: en la época de la posverdad, las cadenas de WhatsApp son autentificadas como fuentes confiables; el estado de Twitter de un hater anónimo vale tanto como la opinión de un experto; y cualquier comentario oído al azar es esgrimido como un argumento razonable. En la era de la posverdad todas las noticias falsas suenan, indefectiblemente, verdaderas porque hay en ellas el anhelo de que modifiquen lo real por pura fuerza de voluntad, tal como lo dijo John Oliver sobre Donald Trump.

Nos topamos así con que el más mediocre populismo político se viste con las ropas de la cursilería más zombi: que el diputado Rojo Edwards haya pagado publicidad en Facebook para atacar al gobierno de Bachelet es tan básico que ni siquiera resulta sorprendente. Nada nuevo ahí tampoco, Edwards alguna vez consideró a Jovino Novoa un preso político y apoyó a Jorge Sabag en una iniciativa, comiquísima, de prohibir los memes a políticos. Aun así, resulta inquietante el retrato de sí mismo photoshopeado detrás de un muro de fuego, caracterizado como en la carátula de alguna película de acción de Chuck Norris, componiendo una fantasía sobre sí mismo donde el mundo lo necesita de modo urgente. Es una fantasía mezquina, un chiste que no tiene gracia, pues la catástrofe de los incendios ha servido justamente para eso, para llenarnos de diatribas que nadie había solicitado, de arengas innecesarias, de ficciones dañinas.

Cuando todo termine y el fuego se vaya, también quedarán los escombros de todas esas imágenes impresentables al lado de los esqueletos de todas esas teorías inverosímiles. En ese momento, tal y como ahora, podremos ver lo poco que tiene que ver esto con el paisaje arrasado y los ciudadanos que deben aprender a habitarlo de nuevo. Por lo mismo, las leeremos como las notas de un experimento etnográfico bizarro o páginas de una mala novela de ciencia ficción, una novela incapaz de conmover a nadie que no sean los que desean abrazar su propia paranoia como si fuese un oso de peluche hecho de pura histeria.

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