Por Tania Tamayo Diciembre 9, 2016

La oración de los cristianos la noche del ocho fue como la de todos los días. Aquellos que tenían que tomar remedios para dormir los tomaron y se durmieron. En otras carretas del cuarto norte no hubo bulla, apenas en las piezas del fondo. Otros revisaban sus celulares, veían videos, conversaban en las camas. Había un clima más tranquilo que en el cuarto sur, porque muchos del norte habían sido reubicados en otros colectivos. La mayoría, trasladada al cuarto del frente.

Si se compara la cantidad de internos entregada por el informe de la Corte de Apelaciones sobre la visita el 14 de octubre (cuarto norte con 76 internos y cuarto sur con 49) y las del día del incendio (71 en el ala norte y 76 en la sur), evidentemente hubo un aumento drástico en el último tiempo en la zona siniestrada. Los sobrevivientes entrevistados coinciden en que la mayor problemática fue la distribución arbitraria de los espacios, considerando que eran muy fuertes las rencillas entre una y otra banda. Una diferencia marcada era el origen territorial de los presos y sus amistades. Influía mucho el lugar desde donde venían y allí, poblaciones como la San Gregorio, La Bandera, la Juan Antonio Ríos o la José María Caro hacían pesar su fuerza dentro de la cárcel. Cualquier cambio provocaba una pelea.

_F2G5584.JPGDe las explicaciones entregadas por testigos sobre la razón de la pelea de esa noche hay algunas que se repiten. Una habla de un interno, el chico Leo, recién llegado al ala sur. Otra, de la presencia de un imputado por violación y homicidio en la pieza norte. Pero la versión más conocida sobre el origen de la riña es la disputa por rencillas anteriores que se gestaban entre los grupos del Chocolo versus el del María de los Perros y el Portugués.

A pesar del rumor de una gresca de proporciones, las primeras horas de la madrugada antes de la desgracia un grupo se la pasó conversando y escuchando música, tomando pájaro verde, tomando mate y fumando pasta base. Versión reforzada por la declaración de Francisco Quilodrán, al hacer una ronda a las 4.20, donde declaró no haber presenciado nada anormal.
“Al momento de pasar al frente de la cruceta cinco, escuché bulla, como que estaban unos internos conversando, compartiendo y se reían, se escuchaban conversaciones de personas o de internos. Esto lo encontré normal. Se notaba que eran varias personas que estaban allí. Según mi impresión, era más de una casa la que participaba en esas conversaciones que escuché”.

En eso estaban el Jorgito (Jorge Espinoza Bravo) y José Luis Améstica cuando del ala sur los llamaron por la reja el Rucio, el Julián, el Jorgito de la Pablo de Rokha, el Chuqui, el Cototo, el Chicle. También los renombrados María de los Perros, Diego Portugués y el Monito, quienes comenzaron a solicitar más chicha. El Améstica con el Jorgito enviaron un medio pato, una botella con los restos de la fruta que encontraron buscando en el ala norte, no sin antes colarla. Así se fue por una pitilla la botella para el otro lado. También el llamado Sady mandó medio litro de chicha. Pero dentro del ala sur el ambiente se caldeaba.

Víctor y José recuerdan que los que estaban en la reja pidiéndoles chicha y cigarros se empezaron a despedir. “Decían que nos querían, que siempre habíamos sido hermanos”, “los queremos cabros, no se olviden de eso”. Todos los sobrevivientes se acuerdan de esa despedida simbólica y dicen no tener explicación.

Pero hubo un momento en que un integrante del grupo del Chocolo le dio una puntada al llamado Viejo Mario, un protegido del María de los Perros y de Diego Portugués. Dicen que el puntazo no iba hacia él. El sobreviviente del incendio, Víctor, recuerda: “Fue una manera de molestar al María de los Perros, al Portugués y al Patito. No fue que le quisieran hacer daño al Viejo Mario, era pa’ empezar una pelea. La misma pelea que me habían dicho que se iba a venir pa’ bajar a los cabros del piso. Aunque ellos no vivían en la pieza chica como se dice”.

A pesar del rumor de una gresca de proporciones, las primeras horas de la madrugada antes de la desgracia un grupo se la pasó conversando y escuchando música, tomando pájaro verde, tomando mate y fumando pasta base.

Muchas de las investigaciones posteriores han planteado la siguiente teoría: que la pelea fue por la tenencia de la pieza chica del colectivo sur, pero la distribución de las casas dice otra cosa, por lo tanto, no totalmente correcta. El María de los Perros, Diego Portugués y el llamado Patito no vivían en la pieza chica, sino en la dependencia continua, llamada pieza uno por Gendarmería —ubicada al costado de la pieza chica—. Aunque el incendio sí comenzó en esta última. De hecho, dentro de la pieza chica había sólo algunos involucrados en la riña, entonces no era la pieza chica versus el colectivo. Era la carreta uno, y algunos otros descolgados de otras piezas, versus el colectivo entero. Cristopher Gonzalo Yáñez Gajardo, por ejemplo, apodado Mono y habitante de la pieza chica, era hermano de Vicente Yáñez, apodado Palito, del bando del Chocolo, y murió tratando de rescatar a su hermano.

El Diego, el María y el Patito eran los objetivos cuando se le enterró el cuchillo al respetado Taita Mario. “Le pusiste un tajo al Viejo Mario”, dijo el Diego, y de ahí en adelante la pelea no se detuvo. Las lanzas salieron de los escondites, el alcohol del pájaro verde aturdió las cabezas.
—Pesquen las cuchillas —gritó alguien mientras entraba a la pieza chica. En la reja de hormigón, el Patito pedía a los del ala norte que les enviaran un palo de camaro porque la pelea se estaba poniendo “fea”: “Todo empeso [sic] a eso de las 4 en el piso 4to sur se llevaba a cabo una rueda de chicha entre muchos cabros del piso. Al despertar escuche unas discuciones [sic] entre algunos internos que ase [sic] rato se veía venir y me levante y le dije a un hermanito mío que los vistiéramos todos x que seguro que iban a llegar los pacos y nos iban a tirar para abajo (el patio) ahí me diriji [sic] al baño y al mirar para el piso del frente me di cuenta que esto iba a llegar mas allá de lo pensado x que era mucho el disturbio abían [sic] encerrado a los cabros en la pieza chica”.

libroUn informe de la PDI cuenta que, según la versión del testigo Marcos Aguayo, “el Alan va a buscar otro cilindro de gas y este se acumuló y explotó”. En ese momento algunos reos aprovecharon de salir de la pieza chica y cruzaron hacia el baño. Ahí iría con el pelo inflamado el Palito, que había logrado entrar a buscar a su hermano.

En el baño dieron las llaves, metieron las cabezas al inodoro, se mojaron el cuerpo. Algunos se lanzaban acostados al piso pensando que esto los salvaría. Otros se acurrucarían de a varios bajo la ducha esperando que el agua bajara el calor corporal. Entrar al baño, lo verían luego los bomberos, sería la herramienta de muerte más efectiva de todas. Ningún interno pudo sobrevivir.

Dentro de la pieza chica algunos se ahogaban y con dificultad se sacaban la ropa. Otros se la ponían en la cara para taparse la boca y la nariz. Hubo quienes metieron la cabeza entremedio de los colchones. Otros se sentaron a esperar.

Mientras, en el baño recién arreglado del cuarto norte comenzaban a llenar recipientes con agua y los lanzaban de un lado a otro para ayudar a los compañeros del lado sur, pero el agua no alcanzaba la distancia. “Y se empeso [sic] a incendiar el piso completo y empesamos [sic] a tirar baldes con agua y estaba todo descontrolado. Se veían salir amiguitos prendidos enteros de la pieza chica gritando ‘no kiero [sic] morir, kiero [sic] irme pa mi casa, kiero [sic] estar con mi familia’”.

Central telefónica al rojo vivo

El gendarme Veroíza sabía que el cuarto sur de la cruceta cinco era el más conflictivo, que se generaban peleas con estoques, y que “tiraban cocinillas prendidas a los funcionarios”, diría en su declaración para el juicio donde se presentaron cada uno de los audios de aquella noche. Opinión que fue ratificada cuando esa madrugada en el penal se comenzaron a suceder, uno a uno, los acontecimientos del desastre. Estando en servicio en la sala de guardia interna, a una hora del amanecer, Veroíza escuchó la conversación por radio entre el jefe de la guardia nocturna, su jefe, teniente José Hormazábal, y el centinela a cargo de la garita tres, Fernando Orrego.

—Atento, torre cinco —dice Orrego.
—Adelante —respondería Hormazábal.
—Estarían peleando al parecer…
—Torre 6, factibilidad de que envíe “primera reja” con clave 1 —pide Hormazábal por radio a la teniente Edith Ramírez, jefa de la guardia armada.
La clave 1 significaba que se presentaba una urgencia y la solicitud de un “primera reja” daba cuenta de un funcionario armado para acompañar la inspección y el posible desalojo del piso. El diálogo continúa:
—Estaría saliendo humo de la... del piso —agrega Orrego, nervioso.
—Atento, torre cinco, nos pidió que concurra con escudo.
—Torre cinco, estaría saliendo bastante humo de la, del piso…
Al acusar recibo del llamado, la teniente Ramírez le indicó a César Gómez Antipe, de la primera reja: “Concurra con equipo, estaría saliendo humo y fuego, torre cinco”. Solicitando que asuma como escopetero y se cubriera con chaleco antibalas. Luego a Hormazábal le preguntaría: “¿Necesita refuerzo?”.
—Positivo, torre seis, estaría quemándose el piso.

La llamada al capitán Hermosilla, en tanto, hecha por el encargado de la Central de Comunicaciones de Gendarmería, cabo Sepúlveda, quien escuchó desde su puesto todo lo que sucedió en San Miguel, ocurrió a las 5.51 horas.
—Mi capitán, le informo que hay una situación anómala en San Miguel. Un incendio en la cruceta, están necesitando personal de Bomberos y se produjo una riña de proporciones. Le comuniqué a la oficial de guardia y están esperando respuesta, porque necesitan refuerzos de personal de Bomberos. Cualquier cosa le estoy informando, mi capitán.
—Llamen al jefe.
—A su orden, mi capitán.

Paralelamente se escucha de fondo un grito reiterado desde San Miguel: “¡Tiren agua!”
—Aló, Bomberos, necesitamos personal en la unidad de San Miguel, que queda en San Francisco con Ureta Cox (...) Bomberos había llegado y junto a los gendarmes, cubiertos sólo de sus camisetas, terminaban en ese momento de bajar los cuerpos inertes. El voluntario Felipe Yáñez —quien participó de las labores de rescate—, se sentó en el carro de la institución estacionado al lado de los containers del patio de carga para tomar agua. Quería descansar. Se había quedado sin aire, su uniforme estaba humeante y el casco olía a plástico quemado. Afuera del penal se escuchaban gritos. Los familiares no sabían qué había sucedido adentro.

Detrás de las rejas, en el subterráneo de la cruceta, estaba la alcantarilla saturada y más allá cinco cuerpos dispuestos verticalmente en el piso. El mozo llamado Viejo Pato, con cédulas de identidad en las manos, hacía los reconocimientos.

“Creo que en ese momento perdí la humanidad. Tomaba esa botella con agua, mientras me humeaba el casco y los guantes y no me daba cuenta. Al lado mío habían fallecidos, pero yo ya no reaccionaba”, recuerda.

Arriba quedaba la evidencia física de la pelea. Para defenderse, desde la pieza chica habían desplegado todo tipo de materiales: en el piso, las montañas de cuerpos se mezclaban con restos de elementos rápidamente combustibles como cajas plásticas, sillas plásticas, tiras de género de las ropas de los internos, cajones de fruta, suelas de zapatos y zapatillas.

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