Por Rodrigo Vergara // Fotos: Álvaro Poblete Noviembre 18, 2016

Que llueva en noviembre y las temperaturas no pasen de los diez grados es normal en el sur de Chile. Y también lo es a orillas del cerro Quelhue, a 10 minutos de Pucón, en La Araucanía. Ahí, el agua sorprende a los corderos recién nacidos que tratan de buscar el abrigo de sus madres. El aroma del campo lo inunda todo. Una mezcla suave de animales de granja y cultivos que el aguacero potencia y que, incluso, a veces, pareciera impregnar la ropa y que acompaña hasta cuando la ciudad se adueña nuevamente de la escena. Es el invierno en primavera. Un invierno rebelde.

Y es en Quelhue, sector predominantemente mapuche al que se llega luego de cruzar el caudaloso río Trancura, donde enseña el recientemente elegido mejor profesor de Chile. Se llama Eligio Salamanca y tiene 48 años, tres hijos y un divorcio. Pero lo anterior es parte de su vida personal. En lo público, es el encargado de dirigir la escuela municipal de la comunidad, establecimiento en el que enseña desde el año 1988, cuando tenía 20 años y acababa de egresar de Pedagogía de la Universidad Católica de Villarrica. Cuenta que por esos años aceptó el llamado de su hermano, Leoncio, también profesor, quien falleció a principios de año producto de un cáncer. Leoncio no alcanzó a ver a Eligio con el galardón que lo marcó como el ganador del capítulo chileno del Global Teacher Prize. Premio patrocinado por la fundación Elige Educar y que consiguió por una serie de atributos, logros y el reconocimiento de sus pares. Y que lo distinguió, además, entre otros 700 maestros del país. Además posibilitará que vaya a Dubái y participe para ser el mejor del mundo. Sí, podría ser un real campeón del mundo chileno.

Eligio Salamanca es parte del Colegio de Profesores y directivo  en la versión local de la agrupación. El día del premio tuvo la posibilidad de cruzar algunas palabras con la ministra de Educación, Adriana Delpiano. A la secretaria de Estado le planteó lo que viven las escuelas pequeñas rurales.

Llegar hasta la escuela de Quelhue cuesta. Hay que salir de Pucón para adentrarse en caminos rurales. Cruzar algunos puentes y serpentear por las faldas del cerro del mismo nombre. Atrás quedan los hoteles, restaurantes, agencias de turismo, pubs, el rafting, el volcán Villarrica y todas las cosas que hacen conocido al pueblo y que, durante casi todo el año, lo transforman en una ciudad multicultural con un verano casi siempre al límite de todo. Por fuera, la escuela denota cuidado. La pintura está casi nueva. Los baños demarcados. Un amplio patio (era que no) y una cancha de futbolito adornan el entorno. Por dentro, la cosa algo cambia. La estructura es vieja y las salas son pequeñas. De hecho, son sólo dos para la básica y un anexo para el preescolar. En total son 46 alumnos que todavía escuchan una campana para entrar y salir de clases.

“En ese tiempo (el 88) era difícil encontrar a un profesor para venir a trabajar acá. No había puente ni pasarela para cruzar. Había que hacerlo en balsa y bote y eso significaba quedarse toda la semana acá”, recuerda el mejor profesor del país.

Recién en 1991 se logró construir un puente colgante que consiguió conectar la zona con Pucón. Antes, los habitantes de Quelhue debían cruzar tres brazos del río. Para el más grande, de unos 400 metros de ancho, se debía ocupar una balsa de madera que se desplazaba sujeta a un grueso cable de acero. A veces, los temporales, el cable roto, la balsa en mal estado o el balsero enfermo quebraban la conexión y hacían del aislamiento algo común: “Acá no había agua ni luz eléctrica. Las condiciones eran muy inhóspitas”.

En esos tiempos eran 70 niños, casi todos mapuches, que se educaban en la escuela. Con los puentes, el número bajó. La mayoría de los papás prefirieron escuelas más grandes en Pucón. El aislamiento ya no era factor. Luego del primer puente, sólo quedaron un poco más de 20 pequeños de primero a sexto básico. Desde ahí, la cifra fue en aumento. Los chicos son atendidos por el galardonado educador, un ayudante y otros tres profesores que van a realizar algunas horas durante la semana.

El profesor que aprende

IMG_3610.jpg“Profesor no es el que enseña, sino el que aprende”. Esta es una de las frases que Eligio gusta de repetir de vez en cuando. Y para él, según lo que cuenta, esto fue una realidad desde el inicio de su carrera: “La primera sensación que tuve cuando llegué acá, recién titulado, fue que no había aprendido casi nada en la U. La metodología de enseñanza que aprendimos quizás servía para los cursos simples (un grado por sala) de escuelas urbanas. Tú haces una asignatura, planificas de acuerdo a los planes y programas. Además, tenías el texto de estudio y con eso te guiabas y desarrollabas una clase. Acá era distinto. La escuela tenía un proyecto de innovación curricular. Se trabajaba mucho con huertos, preparación de mermeladas y, también, con la comunidad”. Todo eso en dos salas en las que se ubicaban tres cursos por cada una: “Era como trabajar en otro país”.

Eligio Salamanca comenzó a desarrollar su labor con lo que había. Además se ciñó a un elaborado plan de integración de las asignaturas y buscó aprovechar los beneficios que la naturaleza y la cultura indígena le aportaban. La gracia estuvo en transformar los problemas en potencialidades. Hasta ahora, lo logró.

No es difícil encontrar a los niños en el invernadero aprendiendo matemáticas o el ciclo del agua. Tampoco sería ilógico descubrir a uno de los estudiantes aprendiendo lenguaje con un texto que hable sobre los beneficios del uso de fertilizantes o, tal vez, con la historia de Arturo Prat y el 21 de mayo. En este contexto integral todo se entrelaza con todo. Más que conceptos, la idea es transmitir experiencias. “Tuve que reinventarme”, reconoce.

A lo anterior, hay que sumarle una realidad socioeconómica difícil de los niños. Aunque ya no vienen descalzos a clases y ocupan baños normales y no letrinas, la comunidad aún mantiene condiciones duras. La mayoría son pequeños agricultores que siembran para vender sus productos en el pueblo. Algunos, eso sí, han derivado a la actividad turística y lograron establecer una feria cultural, con alta demanda gastronómica en la temporada de verano.

“Sentí como tan necesaria y fácil la ayuda. Fácil porque era tanta la necesidad que lo que tú aportaras ayudaba”, recuerda de los tiempos cuando llegó.

Y el aporte, ahora, es evidente. La escuela cuenta con dos invernaderos, otros huertos al aire libre, computadores con acceso a la red. “Deben aprender que internet no sólo sirve para bajar juegos…”, dice. Y desde hace algo más de un mes tienen al mejor profesor de Chile. Y el premio, aparte de los $10 millones y los viajes a Lima (regalía para los finalistas) y a Dubai, le ha servido para demostrar que el esfuerzo sí trae beneficios: “Puedo hablarles con el ejemplo. De que sí se pueden alcanzar las metas”. Eso es algo que, según él, le apasiona. No por nada la frase que lo hizo reconocido fue: “Todos mis alumnos podrían ganar un premio Nobel”. Y aunque todavía ninguno logra el reconocimiento de la Academia Sueca, ya tiene a varios ex estudiantes suyos egresados de diferentes universidades chilenas.

Eligio logra enumerar cuáles son las claves del éxito como maestro. Reconoce, al menos, seis elementos que han sido determinantes para el aprendizaje de los niños: es una escuela abierta a todos los que quieran aportar, metodología de trabajo distinta, contenido académico integrado, priorización del contenido, flexibilización de los tiempos de asignaturas (“Si hay que trabajar más en alguna materia, se hace”) y aplicación práctica de los contenidos.

Punto aparte es el origen de sus alumnos: “Son casi todos mapuches, aunque ahora han llegado más personas de Santiago buscando salir de la ciudad y mandan a sus niños acá porque buscan algo diferente. Incluso tenemos a una niña europea”. Pero los pequeños mapuches siguen siendo mayoría. Eligio ha logrado ganarse la confianza de los ancianos y loncos del lugar. Tanto así, que es él quien organiza, desde el 2013, el we tripantu (año nuevo mapuche) en cada solsticio de invierno: “Me regalaron una manta primero y al año siguiente un trarilonco (cintillo mapuche). Todas, vestimentas tradicionales para usarlas en la ceremonia”. Esto último, una clara muestra de reconocimiento y respeto a la labor del profesor.

Educación gratuita

Eligio Salamanca es parte del Colegio de Profesores y directivo en la versión local de la agrupación. El día del premio tuvo posibilidad de cruzar algunas palabras con la ministra Adriana Delpiano. A ella le planteó lo que viven las escuelas pequeñas rurales, las que en su mayoría tienen un solo profesor y varios cursos por sala. “Le dije que no era posible que sigamos con un sistema centralizado y uniforme que exija a una escuela que tiene 30, 40 o 100 profesores lo mismo que a una escuela que tiene un profesor a cargo”, cuenta.

Pero no es la única inquietud del mejor profesor de Chile. Es crítico de la carrera docente (“No estimula —sostiene— ningún perfeccionamiento y eso es terrible para la pedagogía”) y, por cierto, apoya la gratuidad total en educación: “Hay países que tienen muchos menos recursos y se dan el lujo de tener educación gratuita. La apoyo y sin ninguna discusión”.

Cree, además, que el Estado es como un padre de familia y que este no cumple su rol correctamente cuando pone como condicionante los recursos económicos para tener una buena educación.

Para la premiación también estuvo con la presidenta Michelle Bachelet. De hecho fue ella quien le entregó el galardón. Eligio cuenta que sólo tuvieron tiempo de intercambiar una frase. La pregunta de ella sobre si Quelhue estaba en Pucón. Y la respuesta del premiado fue “sí, y ahora es más famoso Quelhue que Pucón”. Dice que le hubiese gustado hablar más con ella y plantearle las dificultades de las escuelas como la que él dirige. Hay cosas que a él le gustaría cambiar. En el fondo, es un rebelde en permanente cuestionamiento. Tan rebelde como el invierno sureño que golpea a Quelhue en primavera.

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