Por M. Cecilia González y Javier Rodríguez Septiembre 23, 2016

Ana María Raad, gerente del Centro de Innovación de la Fundación Chile, estaba preocupada. Partía el 2013 y se comenzaba a discutir la necesidad de una reforma educacional. Aparecían columnas de opinión en la prensa, se organizaban debates en las universidades, pero nadie usaba un concepto que para ella era clave en el desarrollo de un país. “La innovación no estaba presente. Y no queríamos incluirla como ramo, porque no se enseña: uno tiene que vivirla”. Eso la llevó a preguntarse cómo exponer a los profesores de los colegios más vulnerables a las últimas metodologías de innovación, que les permitieran resolver los problemas que, día a día, se les presentan en la sala de clases.

Así nació Red-Lab Sur, un proyecto que busca, con apoyo de Corfo y la Embajada de EE.UU., juntar a los profesores de estos colegios con algunos de los mejores expertos a nivel mundial. Como base tomaron la Red de Escuelas Líderes que ellos mismos habían desarrollado: un conjunto de 100 instituciones destacadas, en contextos de vulnerabilidad, que se reúnen una vez al año con el fin de compartir experiencias pedagógicas y estimular el intercambio de conocimiento .

En su primera versión, de 2013, su formato se basó en el modelo de los campamentos científicos de Estados Unidos, con talleres que integraban las distintas modalidades de formación.

Pero tenían la sensación de que, después del encuentro, las ideas quedaban en el aire. Por eso, en 2015, incorporaron una etapa de seguimiento en las escuelas que aplicaran alguna de las metodologías presentadas. Así, se transformó en un laboratorio que invita a probar nuevas metodologías, articuladas en una red de establecimientos.

La fundación ofreció, a los colegios que quisieran, inscribir una iniciativa donde aplicaran lo aprendido. Era una invitación a ponerse a prueba.

Aquí, cuatro historias que buscan dar cuenta de la importancia de la innovación en la sala de clases.

La cultura de la basura

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A 45 minutos en auto de la comunidad de Ninhue, en la región del Bío Bío, hay un hoyo. De tres metros de largo y dos de profundidad, el socavón marca el fin del patio de la Escuela Básica G-33 de Talhuán. Es ahí donde alumnos, profesores y funcionarios botan su basura. Cuando ya está lleno, la queman. Porque a Talhuán no llega el camión de la basura. Esto hasta el año pasado, cuando los alumnos de séptimo básico exigieron a la alcaldesa Carmen Blanco soluciones.

Exigieron, sí, pero con antecedentes. También con propuestas. Desde mayo del año pasado, habían desarrollado un sofisticado sistema de reciclaje y reutilización de los desechos. Mientras los productos orgánicos eran utilizados como abono para el pequeño invernadero de la escuela, los inorgánicos se usaban para crear maceteros, marcos de fotos y otros objetos con los que decoraban su escuela.

Pero había más. Los niños le preguntaron a la alcaldesa por políticas públicas para mitigar el problema de la basura, ya que el camión no llegaba hasta su pueblo. Ellos conocían el Protocolo de Kioto y otras medidas internacionales para cuidar el medio ambiente, que habían aprendido en Historia. A la vez, en Ciencias Naturales estudiaron los ciclos del carbono y del nitrógeno, además de los tiempos de descomposición de materiales como el plástico y el vidrio.

Todo esto fue parte del proyecto inspirado en la charla que, un mes antes, escucharon en Santiago. El orador fue Jared Fox, actual jefe del departamento de ciencias de la escuela Washington Heights Expeditionary Learning School de New York, donde enseña ciencia medioambiental y biología. Al escucharlo en la Fundación Chile, la directora Lilian Muñoz supo que podían solucionar entre todos el problema de la basura.

A través del “Aprendizaje basado en proyectos”, lograron poner de acuerdo a los profesores de Historia, Ciencias Naturales y Educación Tecnológica de los séptimos básicos para sacar adelante la tarea.

“Hoy todos los cursos estamos en campaña de reasignar, reutilizar materiales. Los niños crean cosas para decorar. El compromiso es de todos. Tenemos una brigada verde, compuesta por alumnos de todos los cursos, que recogen y seleccionan la basura. Y los apoderados también ayudan: hoy hay una mamá que pasa a buscar los cartones y los vende en Chillán”, cuenta Muñoz.

El hoyo hoy está vacío. Los alumnos lograron comprometer a la alcaldesa y todos los miércoles pasa un camión que se lleva los pocos desechos a los que los alumnos de la escuela básica de Talhuán no les encuentran utilidad.

Leer sin pretextos

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Empezaba el segundo semestre de 2015, y los profesores del Colegio Roberto Matta de Quillota, reunidos en su habitual consejo, se enfrentaban como nunca antes lo habían hecho a un texto. Se trataba de “Los dos reyes y los dos laberintos”, uno de los cuentos de El Aleph de Borges, y la dificultad consistía en que no bastaba con leerlo. Había que desmenuzarlo, dividirlo en partes más pequeñas que los profesores, en grupos, tenían que poner en contexto y volver a interpretar a través de alguna manifestación artística: dibujos, canciones, representaciones dramáticas, lo que se les ocurriera.

La idea de ponerlos en esta situación se le había ocurrido a Nelly Hermosilla, la jefa de UTP del colegio, que tras asistir al taller de pre-textos de Doris Sommer se había dado cuenta de que la metodología de la profesora de Harvard –que consiste en deconstruir y reconstruir los textos para entenderlos a partir del contexto, y cuyo nombre es un juego de palabras– podría solucionar uno de los problemas más serios del colegio. A las alumnas del Roberto Matta no les gustaba leer, y por ende, su comprensión lectora era insuficiente. Esto se notaba no sólo en asignaturas como Lenguaje e Historia, sino también en otras como matemáticas, donde las estudiantes cometían errores porque no entendían los enunciados de los problemas.

“Hubo reacciones de todo tipo. Algunos profesores lo encontraron entretenido, la gran mayoría dijo que simplemente no tenía tiempo para implementarlo en sus clases”, recuerda Nelly. Pero tres se entusiasmaron, y eso era suficiente.

En agosto, el tercero, el séptimo y el octavo básico empezaron a probar con pre-textos en sus clases de Lenguaje e Historia. El camino no fue fácil –por falta de tiempo, sólo Andrés Arancibia, el profesor de Historia, logró completar el programa hasta el final–, pero los resultados se notaron de manera casi inmediata. A principio de año, 13 alumnas de octavo tenían promedio bajo 4.5 en Historia, mientras que sólo 3 superaban la nota 6.0. Pero a fin de año, tras la experiencia de pre-textos, 18 alumnas estaban en el grupo de las calificaciones más altas.

De las clases sobre el absolutismo y la revolución francesa salieron libros de cómics, collages y una gran feria temática, donde las estudiantes llevaron a la vida real lo que habían aprendido, esta vez vestidas de campesinas, reinas y burguesas.

Matemáticas que sirven

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Una de las luchas permanentes de Patricio Acuña, profesor de Tecnología del Colegio Técnico Profesional Nocedal, de La Pintana, era convencer a la dirección y a los alumnos, de la importancia de su ramo. Una de sus frases de cabecera era “La tecnología está en todo, y la usamos para todo”. Se frustraba porque, con la hora semanal que el ministerio de Educación impone a los colegios, no alcanzaba a preparar proyectos de largo plazo.

Por eso, la invitación de la Fundación Chile a pertenecer a Red-Lab Sur, a principios de 2015, le cayó del cielo. Porque fue en una de sus charlas, precisamente en la dictada por la coordinadora de Proyectos de Asignaturas Integradas en el Colegio La Girouette, Cecilia Sotomayor, que vio su oportunidad.

Sotomayor hacía hincapié en la importancia del trabajo multidisciplinario y de los beneficios que los alumnos obtenían de la metodología del “aprendizaje en base a proyectos”. Con esto Acuña rápidamente armó un plan que revolucionó la rutina de sus estudiantes de primero medio: ocupar el abandonado invernadero del colegio para sembrar maíz. Con el profesor de matemáticas harían análisis estadístico de la siembra: cuánto sacarían, cuánto podrían obtener si plantaran en tantas hectáreas y luego, una vez cosechado, los costos de construcción de los silos para guardar las cosechas, los camiones para vender y cómo podían subir la producción.

Los mismos niños que antes no entendían para que servía, ahora le decían que les encontraban por fin utilidad a las fórmulas algebraicas que les enseñaban en la sala de clases.

El camino no fue fácil: en su primer acercamiento a la tierra se dieron cuenta de que estaba llena de chépica, maleza típica de la zona. Tuvieron que picar el suelo, colarlo y, cuando estaba listo, luego de semanas de trabajo, se lanzó la lluvia con toda su fuerza. Entretanto, arreglaban los pastelones de los pasillos, cambiaron el nailon que cubría el invernadero y, además, se preocupaban de que cada compañero usara guantes, gafas y mascarillas. La seguridad era tan importante como la ecología, por eso no ocuparon ni pesticidas ni herbicidas.

Y si bien la lluvia retrasó todo –no alcanzamos a comernos lo cosechado, pero alguien del colegio sí lo hizo, dice Acuña riendo–, el proyecto fue un éxito. Tan así que este año la cosecha creció en cantidad y variedad: al maíz se agregaron lechugas, tomates y porotos.

Hoy Acuña cuenta con más horas para enseñar su curso y, además, consiguió que el colegio se diera cuenta de que lo que predicaba era cierto. “En ese sentido, más que enseñarnos cosas nuevas, la charla de Sotomayor nos sirvió para estructurar de mejor forma lo que estábamos haciendo y, sobre todo, para motivarnos con que íbamos por el camino correcto”.

Una segunda oportunidad

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Diez años antes de que naciera Red-Lab Sur, los profesores de la Escuela Dr. Jorge Otte Gabler –un colegio intercultural y bilingüe para niños sordos en Santiago– ya se habían aventurado a probar el aprendizaje basado en proyectos con sus alumnos. El intento, sin embargo, había sido un fracaso. Los profesores eran muy jóvenes, y aunque tenían buenas ideas, les había faltado reflexión. Por eso, cuando en los talleres de Jared Fox y Cecilia Sotomayor les volvieron a presentar la metodología, sintieron que les estaban regalando una segunda oportunidad.

“Dijimos probemos”, recuerda Bernardita Valdés, directora de la escuela. “Si lo hacemos solos, es probable que lleguemos a la misma conclusión de la primera vez, pero ahora nos están ofreciendo ayuda”.

Así, adaptaron la metodología a un proyecto que la profesora de Tecnología, Natalia Ortiz, ya tenía en mente: un plan de reciclaje en que participaran todos los alumnos entre quinto y octavo básico. El colegio se llenó de coladores para reciclar papel, remolinos que generaban energía a través del viento y maceteros de botellas reutilizadas.

El principal objetivo era que los estudiantes se volvieran más autónomos al aprender cosas que les iban a servir para la vida real. Pero los resultados fueron mucho más lejos. Debido a las características del colegio, los cursos no tienen más de siete alumnos, muy unidos entre ellos. Pero al hacerlos trabajar en grupos más grandes, los profesores se dieron cuenta de que les costaba relacionarse. El proyecto no sólo les permitió descubrir que ahí había una necesidad, sino que pudieron trabajarla enseguida. “Hoy son los mismos estudiantes los que nos dicen en clase: ‘podríamos hacer esto con los otros cursos’”, dice Valdés.

Este año no sólo se retomó el proyecto de reciclaje en Tecnología, sino que iniciaron un segundo proyecto llamado “Huerta para la vida” en los tres cursos de Retos, donde estudian alumnos que, además de ser sordos, tienen otras discapacidades. Allí, los jóvenes están cultivando manzanilla, matico, toronjil y otras hierbas, que más tarde convertirán en té para venderlo. El propósito es que desarrollen habilidades de la vida diaria que les permitan tener un sustento que los ayude en la transición a la adultez.

Pero lo que más valora Valdés de esta experiencia fue el nivel de exigencia, sin distinciones. “Somos una escuela especial y son pocas las oportunidades que nos dan para participar en este tipo de iniciativas. Pero en Red-Lab Sur sentimos que nos tratan igual que al resto y que creen en nuestros chiquillos”.

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