Por Patricio Jara Julio 1, 2016

El mismo día de la final en New Jersey, mientras compartíamos un almuerzo familiar, mi buen amigo Juan Cristóbal Guarello me preguntó de un extremo a otro de la mesa: si tu vida dependiera de un partido, a quién pones al arco: ¿al Cóndor Rojas o a Claudio Bravo? No demoré más de dos segundos en decir que elegiría al Cóndor y luego seguimos hablando de otras cosas. Sin embargo, con el correr de las horas y a medida que avanzaba el partido, volví a pensar en su pregunta y, más aún, en lo que había contestado, porque esa respuesta, a fin de cuentas, era una respuesta generacional, armada con todo lo que me había tocado vivir. Y si bien soy un poco más joven que Juan Cristóbal y he visto bastante menos fútbol que él, me cuento entre quienes creen que hay un instante en la vida de las personas en que las experiencias cuajan, los recuerdos fraguan y se transforman en un piso desde donde irremediablemente miras y entiendes el mundo que te tocó vivir. Ya escuchaste los discos que debías escuchar, ya leíste los libros que debías leer y todo lo que siga es, digamos, un regalo.

Ojalá que los niños que han tenido la suerte de ver estos dos campeonatos exitosos tengan varios más que contar a sus hijos cuando sea el momento, y que no pase lo que a nosotros, los que escuchamos las historias del lejano mundial de 1962 como los vestigios de un mundo olvidado y gris.

Los choques y los relevos generacionales se tratan siempre de lo mismo: unos entran, otros salen y en el proceso nos vamos poniendo de acuerdo en lo elemental para que el cambio no deje muchos lastimados. Tal vez por eso se vuelve algo molesto escuchar a quienes vociferan que ésta (ésta sí que sí) es la generación más exitosa en la historia del fútbol chileno. Y molesta no porque objetivamente lo sea, desde luego, sino porque la frase suena a baldazo, a un trapero que se restriega con fuerza sobre el piso. Como si con cada éxito quisiéramos olvidar toda nuestra historia de fracasos. Pero aquello no es fácil. “Lo que todos queremos en realidad es llegar a ese punto en que el pasado ya no nos diga nada acerca de nosotros mismos y podamos seguir adelante”, escribió Richard Ford al comienzo de su espléndida novela El periodista deportivo. Cuanta razón.

No hay que hacer un ejercicio de memoria demasiado profundo para advertir que, al igual que ésta, han existido varias generaciones de futbolistas notables en nuestro país, aunque con distinta suerte. La diferencia está en la manera cómo estos, los de hoy, se han hecho cargo de su talento en un medio globalizado que les ofrece las oportunidades (y las tentaciones) que no tuvieron los de antes. Ojalá que los niños que han tenido la suerte de ver estos dos campeonatos exitosos tengan varios más que contar a sus hijos cuando sea el momento, y que no pase lo que a nosotros, los que escuchamos las historias del lejano mundial de 1962 como los vestigios de un mundo olvidado y gris. Porque vaya que da para pensar cuando los niños ven fotos de sus abuelos y preguntan por qué antes “el mundo era en blanco y negro”.

Me gusta pensar que el grupo que obtuvo la Copa América Centenario aprendió, antes que a ganar, a no perder, a ir hacia delante sin miedo. Pertenecen a otra época. Claro que sí. Eso no es un detalle, pero no porque hayan nacido en democracia vamos a creer que varios no tuvieron las mismas carencias materiales y la misma precariedad social que miles de los chicos que, en diferentes partes del planeta y épocas, han visto en el fútbol una posibilidad. A todos nos gusta jugar a la pelota, pero sólo algunos ven en el fútbol la única chance de una vida mejor.

Plaza ItaliaLos puntales del equipo que ganó la copa en Estados Unidos pronto cumplirán diez años de rodaje a nivel competitivo, casi todos en el extranjero. Una década desde aquella Selección que jugó el Mundial Sub-20 de Canadá al mando de José Sulantay. Aquel grupo (nombres más, nombres menos) tuvo una treintena de partidos para educarse, para perfeccionar el juego y así llegar entre los mejores de un campeonato en el que pocos auguraban un lugar destacado. Sulantay convocó a un plantel y formó a un equipo que luego tomó Bielsa, Borghi y Sampaoli. Un grupo de chicos que tuvo partidos de preparación en estadios del Primer Mundo y también en infames potreros nacionales, jugando a mitad de semana con neblina y galerías peladas.

Ganar no te da la razón, pero te ayuda. Aquello es un tema con el que los grupos exitosos siempre aprenden a lidiar. Y es un aprendizaje lento, largo. Que seas el mejor no significa que seas intocable. Allí está Gary Medel levantando el dedo medio en una foto dedicada a quienes criticaban, con razón, al equipo a poco de iniciada la copa, como si aquello no fuera posible, como si fuese un pecado, una alta traición. Y allí está también el revuelo que causaron las críticas a Claudio Bravo, quien efectivamente se comió varios de los goles (casi todos) que recibió Chile en los partidos de la fase de grupos. El hecho dividió las aguas a tal nivel que después, cuando vimos esa atajada de partido que le hizo al Kun Agüero, las cosas quedaron poco menos que entre ganadores y perdedores, entre los patriotas y los otros, como si el fútbol no sustentara su grandeza en la oportunidad de reinventarse semana a semana.

El bicampeonato no hará que las cosas mejoren en el país. Las hará un poco más soportables durante algunos días, incluyendo la extravagante polémica sobre la real influencia de los asados parrilleros en los índices de contaminación. Eso fue noticia. Eso fue tema. No así lo que pasaba (y pasa) en muchas universidades y liceos, cuando el año pasado, para este mismo campeonato, hubo varios planteles tomados por alumnos que son parte de la misma generación. Me habría gustado ver notas de TV sobre cómo se veía el partido al interior de esas facultades que tienen las patas de las sillas asomadas en las rejas. ¿Los vieron? ¿Había cotillón? ¿Había caras pintadas? ¿Hicieron el trencito después del penal del Gato Silva? ¿Hubo selfies?

Copa América CentenarioSí, es sólo fútbol. Como se dice, lo más importante de lo menos importante, pero en cada uno de los partidos pensé en los alumnos que tienen tomada mi facultad hace varias semanas. Tal vez tengan toda la razón o estén complemente equivocados en sus demandas y en las formas de plantearlas. No lo sé. Todavía no lo sé. Tal como ocurre en este deporte (y en casi todas las cosas), las cuentas claras y las verdades más o menos firmes tardan algunos años en aparecer.

Si hay algo posible de conectar entre ambos grupos, entre la pandilla de salvajes que levantó la copa por segunda vez en menos de un año y los que se tomaron las universidades por segunda vez en menos de un año es, como decía, que no tienen miedo a perder. En el caso de estos últimos, arriesgando reprobar sus asignaturas al negarse a responder pruebas o entregar trabajos online. Pero es una conexión aún frágil: que sean de la misma generación no significa que tengan la misma conciencia.

¿Qué efecto hubiera tenido sobre los movilizados algún saludo, alguna mención, de los jugadores bicampeones? Pensar que estos futbolistas son representativos de toda una generación es ir demasiado rápido y mezclar demasiadas cosas. Son un buen ejemplo de determinación deportiva, pero su preparación de elite no tiene forma de compararse con lo que ocurre en la educación de tantos otros miles como ellos. En escuelas, liceos, colegios y universidades del país se juegan cosas muy distintas a las de una cancha de fútbol. Los espejos son bonitos, aunque por lo general no resisten mucho peso.

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