Por Nicolás Alonso // Fotos: Marcelo Segura Junio 10, 2016

Sobre el escenario, en el centenar de funciones que la obra El año en que nací tuvo en el país y fuera de él, lo que decía su hija era esto: Mi padre, después de haber vivido tantos años en la clandestinidad, hoy está paranoico y cree que le escuchan los llamados telefónicos, que le intervienen el mail y cuando habla de política: sube la radio. La idea de la obra era juntar a un grupo de muchachos, hijos de familias marcadas por la dictadura, y hacerlos hablar de sus padres. Y Soledad Gaspar, hija de Gabriel Gaspar, embajador en misión especial para la disputa con Bolivia ante La Haya, sabía de lo que hablaba. Su padre hoy casi no manda mails y prefiere no hablar por teléfono de las demandas. Si puede, toda conversación importante la tiene cara a cara.

En su último viaje a Bolivia, en enero de este año, en el que intentó un acercamiento y ofreció relaciones diplomáticas sin condiciones en el país altiplánico, se enteraron de que un mensaje de texto de remitente oculto había anunciado a los medios con anticipación su vuelo y su hora de llegada. En años anteriores, la propia inteligencia del gobierno le ha advertido de hackeos a su mail, y le han recomendado usarlo lo menos posible. Él cree que hay que tomar precauciones. El ambiente tampoco está para otra cosa.

Estos han sido algunos de los días de mayor acción desde que en octubre del año pasado fue removido de la Subsecretaría para las Fuerzas Armadas para reforzar al equipo chileno en la disputa. De cierta forma, esperaba el llamado. En primera instancia, por su expertise en conflictos regionales —durante su exilio en México hizo un doctorado en Estudios Latinoamericanos en la UNAM, tras volver dio clases en la Academia de Guerra, fue subsecretario de Guerra durante el gobierno de Lagos y después embajador en Colombia y Cuba—, pero también por su conocimiento, de primera mano, de la cultura boliviana. De etnia aimara, criado en una familia que bajó de Putre y resistió la pobreza trabajando en el ferrocarril Arica-La Paz, durante su niñez las historias de Bolivia eran más habituales que las de Santiago. Las traía el tren que cruzaba Los Andes, uno de los acuerdos del Tratado de 1904 que mucho después pasaría a ser el foco de sus preocupaciones.

Hoy, en la semana en que el gobierno chileno decidió golpear la mesa y demandar a Bolivia ante la corte de La Haya por la controversia por el uso de aguas del río Silala, en el Altiplano —luego de que en las últimas semanas Evo Morales amenazara con demandar a Chile por usurpar aguas, además de acusar al gobierno chileno de enviar falsos periodistas como espías—, dice que le causa tristeza el estado de virulencia de las cosas. Que aunque en el norte decenas de miles de bolivianos trabajan junto a chilenos, en las universidades estudian juntos y en la frontera la gente se siga tratando como se ha tratado siempre, el nivel de agresión del gobierno vecino hizo necesaria una reacción.

—¿No dificulta esto aún más el diálogo con Bolivia?
—La diplomacia boliviana optó por judicializar todo, nos amenaza con seguir judicializando y a eso le agrega improperios y adjetivos. Entonces nosotros como Cancillería chilena tenemos que velar por los intereses de Chile. Lamentamos esta situación a la que nos ha llevado la diplomacia boliviana cuando adoptó el antichilenismo como eje, pero frente a eso nosotros tenemos que actuar con la firmeza de una democracia.

—Las relaciones parecen en su peor momento...
—En el último tiempo ha habido una exacerbación, caricatura, insultos. Ya no se trata como antaño de buscar entre Bolivia y Chile una fórmula de entendimiento, sino que se plantea que habría un delito, un robo, y los chilenos seríamos ladrones. Así no se hace diplomacia. Si uno quiere romper los puentes, dinamitar los entendimientos, recurre a ese lenguaje.

—Nunca antes Chile había pasado al ataque.
—Conozco muy bien a la sociedad boliviana, tengo muchos lazos y amistades, y soy muy respetuoso de su historia. Pero lo que no puedo aceptar, y creo que ningún chileno puede hacerlo sin inmutarse, es que se pretenda hacer del antichilenismo el eje de la política exterior. Yo estaba acostumbrado a que eso lo hicieran las dictaduras bolivianas, me cuesta creer lo que está pasando.

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El Tratado de 1904, que puso fin a la Guerra del Pacífico y dejó para Chile la región de Antofagasta, incluyó algunas compensaciones obligatorias para Bolivia. La más importante, la construcción de un ferrocarril que uniría La Paz con Arica, y que traería buenas noticias y desgracias en la vida de Gabriel Gaspar. Primero, arrancaría un brazo de su abuelo paterno, algo bastante común entre los operarios de un trayecto abundante en volcamientos. Luego ese abuelo moriría en una pelea, y su padre, para subsistir, se volvería tornero y no tendría tiempo para cuidarlo. Su madre había muerto poco después de que naciera, y su cuidado pasó a los abuelos maternos, dos viejos campesinos que habían bajado de Putre a la ciudad a trabajar en el ferrocarril y hablaban en una mezcla de español y aimara. Vivían en una casa pequeña, con piso de tierra, y él se tenía que encargar de hacer la fila para traer agua de un pozo cercano.

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Durante los diez años que vivió en Arica, antes de que sus abuelos emigraran a la capital para escapar de la pobreza, las noticias llegaban de La Paz. Su otro abuelo, que también trabajaba en el tren y había perdido un dedo en él, hacía el trayecto de una semana ida y vuelta, y llegaba contando historias que eran tan propias como las de Santiago o cualquier otro lugar de Chile: el ahorcamiento, en la plaza de la ciudad, del presidente Gualberto Villarroel, el estallido de la revolución del 52, los batallones obreros. Gabriel Gaspar las escuchaba con el entusiasmo infantil de quien en su vida siempre ha visto el mismo desierto, las mismas piedras.

—Arica era una ciudad bien internacional, dentro de lo provinciano. Y mi viejo llegaba a la casa, contaba que había una revolución, que había batallones obreros. A mí me divertía escucharlo cuando volvía de La Paz. Me era tan familiar como si hubiera ido a San Fernando.

Esas historias, y los libros que le llegaban de esos viajes, dice hoy, sentado en su oficina en el Ministerio de Relaciones Exteriores, le abrieron sus ganas de conocer el mundo. Pero el primer viaje de su vida, a Santiago, luego de que sus abuelos decidieran buscar mejor vida lejos de una ciudad que se hundía desde que Jorge Alessandri le había clausurado el puerto libre, sería poco feliz. Llegaron a vivir a Estación Central, cerca de donde arribaban los trenes, a construirse una casa en el frío de un invierno que aún recuerda. En la Escuela N°55 del sector, y luego en el Liceo Amunátegui, cuenta, aprendió a hacerse respetar a los golpes, y empezó a involucrarse en un movimiento estudiantil para el que, de cierta forma, ya se había preparado viendo las luchas de los sindicales ferroviarios.

“Ya no se trata de buscar entre Bolivia y Chile una fórmula de entendimiento, sino que se plantea que habría un delito, un robo, y los chilenos seríamos ladrones. Así no se hace diplomacia. Si uno quiere romper los puentes, dinamitar los entendimientos, recurre a ese lenguaje”.

Con 12 años militaba en las Juventudes DC y luego, cuando entró a estudiar Derecho en la Universidad de Chile, pasó a ser el dirigente más joven de la mesa central del MAPU. Hoy le sorprende lo intolerante que podía ser. Le molestaban los indiferentes tanto como la derecha, y dedicaba todo su tiempo a desarrollar la orgánica del movimiento para transformarlo en un partido político. Desconfiaba de Salvador Allende, a quien veía demasiado aristocrático, y se identificaba sobre todo con la figura de Rodrigo Ambrosio.

—Yo soy muy autocrítico del sectarismo que predominó en la organización, no fuimos capaces de buscar un entendimiento. Y ese drama después se reflejó dentro de la misma coalición de la Unidad Popular —dice—. Creo que reflejó la gran lección que después sacaríamos: que para emprender grandes cambios necesitas grandes apoyos ciudadanos, grandes mayorías.

El golpe de Estado lo pilló con lo puesto: el mismo pantalón y la misma chaqueta que usaría durante un año. Se había casado con una compañera de militancia, Mirta Abraham, con la que aguantaron la vida en la clandestinidad hasta que algunos familiares de ella comenzaron a ser secuestrados. Entonces decidieron asilarse en la Embajada de México.

En 1974, con su primer hijo en camino, sin llegar a titularse y con una mirada autocrítica del papel que habían desempeñado en el camino a una dictadura, comenzó el segundo viaje de su vida.

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México por esos días, dice Gabriel Gaspar, era como una casa de acogida de exiliados. Allí entró a estudiar un posgrado en Ciencias Políticas y más tarde un doctorado en Estudios Latinoamericanos. La distancia y conocer otras experiencias políticas fuera de lo que había visto primero en Arica y luego en Santiago, le fueron quitando el fervor. Realizaba eventos para juntar fondos para el MAPU, al que renunciaría a principios de los 80, y llevaba a su hijo a jugar fútbol a los Pumas de la UNAM. En las tribunas se sentaba con José Miguel Insulza, que décadas después sería su jefe como agente chileno ante La Haya, y que en ese momento también tenía un hijo futbolista.

Entre tanto, conversaba con otros refugiados, y se acercaba, sobre todo, a la postura del Partido Socialista italiano, que planteaba que primero había que construir una hegemonía cultural antes de llegar al poder.

—Afuera conocí el estado de bienestar europeo, el socialismo real, lo que era el Este y los países asiáticos. También a los liberales americanos y su defensa de los derechos humanos. Dejé de tener un concepto cerrado. Perdí el fanatismo y asumí el realismo. Me fui transformando en un analista.

Luego de varios años asistiendo como experto a congresos de resolución de conflictos en Centroamérica, regresó a Chile a fines de los 80, ya militando en el Partido Socialista, para trabajar primero en la campaña de Aylwin, y luego como asesor de asuntos internacionales de Enrique Correa en la Segegob. Seguramente fue también el primer, y acaso el único, exiliado en entrar a hacer clases en en el Curso de Alto Mando de la Academia de Guerra. Su principal preocupación durante esos años era trabajar en la creación de unas Fuerzas Armadas despolitizadas, ajenas a la coyuntura, tarea que continuó como subsecretario de Guerra durante el gobierno de Lagos, y donde cree que ha hecho su mayor aporte.

Los años que vivió en Arica, antes de que sus abuelos emigraran a la capital para escapar de la pobreza, las noticias llegaban de La Paz. Su abuelo, que trabajaba en el tren, llegaba contando historias que eran tan propias como las de Santiago o cualquier otro lugar de Chile.

—Yo encontraba indispensable que hubiera un diálogo entre civiles y militares. A eso he dedicado mis mayores esfuerzos: volver a tener unas Fuerzas Armadas no deliberantes y nacionales, ni de derecha ni de izquierda. No era fácil, pero yo creo que hoy hemos despejado eso, y estamos en una agenda profesional. Si un logro tiene la historia moderna de Chile es ése.

—Hoy esa probidad está en tela de juicio...
—Eso es parte de un cuestionamiento general a la institucionalidad, que desgraciadamente ha alcanzado a las Fuerzas Armadas. Pero el Milicogate fue denunciado por el propio Ejércido, en 2014. Suena escandaloso, y da rabia, ver que un cabo se juegue las lucas en el casino. Pero allí lo que faltó fue control. Siempre tiene que haber rotación en los cargos sensibles, que no la hubo, y siempre hay que tener contrainteligencia para ver qué pasa dentro. Y no la hubo.

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En febrero, Gabriel Gaspar tomó la decisión de ir a la Conadi a inscribirse como aimara en el Registro Especial de Indígenas. En esa oportunidad, luego de la firma, el director del servicio, Alberto Pizarro, declaró que esa inscripción era la prueba de que la causa indígena no es sólo patrimonio de Bolivia. Aunque él lo niega, y dice que sólo fue a actualizar sus datos, muchos vieron ese acto como una respuesta a Evo Morales, que había acusado al agente chileno José Miguel Insulza de discriminarlo por su origen étnico.

Gabriel Gaspar dice valorar todas las políticas que Bolivia ha hecho de reconocimiento de sus pueblos originarios, pero aclara que no son el único país que las ha realizado. También cree que Chile tiene que tomar decisiones sobre cómo va a enfrentar su relación con ese país a futuro, en un sentido amplio, sin enfocarse solo en preservar intereses económicos.

“El tratado de 1904 es un tratado válidamente firmado. Entonces, sobre la base del cumplimiento estricto del tratado, tenemos que diseñar nuestra política. No podemos hacer políticas ni al calor de la contingencia, ni de intereses sectoriales, ni menos de agendas que no sean nacionales”.

—Creo que hay que avanzar en algunas decisiones políticas. Tenemos que pensar qué es lo que queremos. En el caso de Bolivia, el tratado de 1904 es un tratado validamente firmado. Entonces, sobre la base del cumplimiento estricto del tratado, tenemos que diseñar nuestra política. No podemos hacer políticas ni al calor de la contingencia, ni de intereses sectoriales, ni menos de agendas que no sean nacionales.

—¿Cree que falta una discusión más profunda?
—Hay que constuir un consenso y el país no ha reflexionado. Éste no es nuestro único problema. Nosotros necesitamos que el mundo sea lo más ordenado posible, porque cualquier desequilibro en cualquier lugar del mundo, cuando tienes una economía volcada al exterior, te afecta. Y primero que todo, que se respeten los tratados.

—¿Qué se juega Chile en la disputa ante La Haya por la demanda boliviana de salida al mar?
—No nos estamos jugando ninguna cosa estratégica. Vamos a estar un par de años más con eso. ¿Tú crees que terminado el fallo va a florecer una etapa de entendimiento, colaboración y diálogo? Algunos dicen que el juicio anterior de La Haya lo ganamos porque nos quedamos con la zona de mayor pesca. Y el tema no es la pesca, es político-estratégico. Ahí nos falta visión de más largo plazo. Y no es por menospreciar a nadie, pero nuestra política exterior depende de los intereses de Chile en el mundo, y uno de ellos, muy importante, son nuestras relaciones con los vecinos. Pero no podemos hipotecar nuestra política exterior a un solo caso.

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