Por Sebastián Rivas, desde Estados Unidos Junio 20, 2016

La cita es de Tennessee Williams, el famoso autor de “Un tranvía llamado Deseo”, y hasta el día de hoy sirve como referencia para quienes se adentran a conocer las tierras norteamericanas: “Estados Unidos sólo tiene tres ciudades: Nueva York, San Francisco y Nueva Orleans. Todo lo demás es Cleveland”.

El misterio que encierra la frase es que Cleveland efectivamente parece ser la ciudad promedio en un estado promedio, Ohio, cuya principal atracción internacional es ser cada cuatro años uno de los puntos donde se deciden las elecciones presidenciales. Cleveland, y Ohio, han vivido en las últimas décadas el declive del Medio Oeste estadounidense, el lugar de las grandes fábricas de manufactura y donde el desempleo se mantiene alto y creciendo. Pero además, Cleveland, en un país de ganadores, desde hace mucho tiempo se asociaba a derrota. Hace más de medio siglo.

Cuando LeBron James decidió con sólo 18 años dar el salto a la NBA y entregarse a los brazos del equipo de su ciudad natal, los Cleveland Cavaliers, estaba tomando esa responsabilidad histórica en sus hombros. Era 2003 y parece un mundo atrás, pero para una ciudad que sufría el tema estaba claro: había llegado un salvador. El rey.

Como toda parábola, la historia tuvo un quiebre duro, televisado en vivo y en directo para todo Estados Unidos. Fue en el 2010, cuando James, cansado de las derrotas y mal aconsejado en lo comunicacional, vendió a la cadena ESPN un programa especial en el que disparó una frase que hasta hoy se le enrostra: “Me llevo mi talento a South Beach”, en referencia a Miami, su nuevo lugar. En Cleveland no se lo perdonaron. Quemaron camisetas con su nombre y lo rechazaron. Pero el peor daño fue a la imagen de LeBron, que se convirtió en una especie de Cristiano Ronaldo del básquetbol: demasiado pendiente de su propio éxito, demasiado condescendiente con los demás.

Esa herida no se cicatrizó aun cuando James ganó dos campeonatos con Miami, incluyendo además otras dos finales perdidas, todo en el lapso de cuatro años. A LeBron le iba bien en casi todo. Un contrato vitalicio con Nike e inversiones que rentaron por miles de veces –como su participación en la marca de audífonos Beats- le hicieron una fama de inteligente y agudo, pero también de calculador.

Y no era difícil ver que James, hace dos años, hacía un cálculo, pero totalmente distinto, al aceptar el reto y volver a Cleveland a terminar lo que empezó. A Lebron le faltaba el aura de mito que tienen los grandes como Michael Jordan, una gesta que lo separara de aquellos extraordinarios para ponerlo dentro de los imprescindibles. Esa gesta sólo podía ser darle a Cleveland el campeonato de básquetbol que jamás habían tenido, y darle a la ciudad una especie de devolución de la honra perdida.

El destino quiso que LeBron tuviera al frente a otro talento único, Stephen Curry, el jugador de los Golden State Warriors que ha cambiado la forma de jugar al básquetbol por su agresivo estilo de triples, muy distinto al juego clásico de fuerza de James. Curry, también nacido a unos kilómetros de Cleveland, se había consagrado el año pasado y contaba con un equipo histórico que pulverizó cuanta marca había en la temporada regular.

Pero los campeonatos a veces los ganan no los mejores, sino los que tienen más hambre. James lo mostró en su increíble corrida con apenas unos minutos para jugar, cubriendo en diagonal la cancha para hacer un tapón y evitar que su equipo quedara atrás en el marcador. O cuando el estadio rival se congeló al verlo caer visiblemente lesionado para levantarse y anotar el tiro libre que sentenció el partido. LeBron no jugaba ya por el dinero ni por los campeonatos, sino por la gloria y la inmortalidad.

Por eso, no hubo ninguna duda en entregarle el premio del Jugador Más Valioso de las finales. Tampoco había dudas en lo que diría James al recibirlo: que había vuelto a Cleveland por la deuda que tenía, y que se sentía feliz, como un hijo pródigo, al completar lo que parecía ser su tarea clave en la búsqueda de ser una leyenda. El último de sus trabajos, claro está, era dar vuelta la frase de Tennessee Williams, porque por unos días Estados Unidos, en cuanto a básquetbol, sólo tendrá una ciudad: Cleveland. Y todo lo demás deberá rendirse por un momento ante el paso del rey.

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