Por Evelyn Erlij, desde París Noviembre 20, 2015

París no está en guerra. Dos días después de la masacre, las terrazas de los bares y cafés de los barrios X y XI están llenas de gente. La mayoría son jóvenes de entre 20 y 40 años, y aunque los temas de conversación cambiaron de manera violenta después la noche del viernes, la costumbre de juntarse en torno a un vino, una cerveza o un café está intacta. Los vagones del metro están llenos como siempre, los trabajadores se levantaron a la misma hora para ir a la oficina. París no está en guerra, o quizás sí, pero no de la forma convencional: esta es una guerra contra el miedo, una guerra en defensa de un modo de vida, una guerra por la libertad de vivir, de salir sin temer la muerte en cada esquina. “Peor es caer en el juego de los terroristas. No les daremos el gusto del pánico, no nos paralizarán con sangre y terror. La vida sigue. No vamos a dejar de vivir”.

Son palabras valientes que se escuchan en boca de todos, es un mantra que los parisinos repiten en medio del chillido enloquecedor de las sirenas de policías y de ambulancias que se oyen —sin exagerar— cada cinco minutos. Ese será el ruido ambiente de los días posteriores a los atentados, y aunque que se trata de los operativos de los servicios de inteligencia para encontrar a los culpables y desarmar las redes terroristas, cuesta no imaginar un nuevo atentado. Los recorridos de metros y trenes urbanos son interrumpidos una decena de veces por paquetes sospechosos, policías en grupo se pasean por las estaciones y militares suben a los vagones con sus armas largas. Suena a Estado policial, pero afuera, en las calles, la gente sigue con sus rutinas. Es lunes, la mayoría fue a trabajar y los niños están en los colegios.

Este día —el primer día hábil desde la tragedia— está marcado por el reencuentro con los compañeros de trabajo y por las historias de familiares, amigos, amigos de amigos y conocidos que estuvieron en los lugares de los atentados. Etienne (31) tenía entradas para el concierto de Eagles of Death Metal en el Bataclan, pero que no pudo ir por un viaje de trabajo. Regaló los billetes a unos amigos que, minutos antes de que entraran los terroristas, estaban en el stand de merchandising, a un paso de la entrada.

La gente habla de una “clase política inmunda” por reñirse en un momento como este. El anuncio de 5 mil nuevos puestos de policía hace temer a algunos que Francia se convierta en un Estado que defiende la libertad restringiéndola.

Fueron a buscar cervezas y eso los salvó: oyeron tiros, corrieron hacia el baño, se encerraron y sobrevivieron. Clémentine (25) iba a ir a cenar al Petit Cambodge, pero salió a las diez de una función de teatro en République. A esa hora, las veredas del restaurante ya estaban ensangrentadas.
Los dos trabajan a seis minutos de las matanzas, y en su oficina, como en todas partes, las historias son inagotables. Matthieu Giroud (39), asesinado en el Bataclan, era el cuñado de una de sus colegas, era padre de un niño de 3 años y su mujer tiene seis meses de embarazo. La madre de otro colega no llamó asus hijos: queriendo huir de una posible mala noticia, se negó a tomar el teléfono. Alguien más cuenta que dos amigos estaban en Le Carillon y recibieron balazos en las piernas. Esa sensación de yo pude haber estado ahí, me pudo haber pasado a mí, es lo que define mejor el shock y el estado de ánimo negro en el que se hundió París el fin de semana. Porque una de las pocas certezas que se tienen sobre los atentados es su simbolismo: los yihadistas quisieron destruir a una juventud festiva, hedonista, cosmopolita; quisieron castigar una forma de vida y una filosofía del buen vivir que nadie mejor que los parisinos sabe practicar.

La prensa habla de la “generación Bataclan”, una generación joven marcada por las tragedias del terrorismo, que creció en una ciudad donde, en 1995, estallaron bombas en estaciones de trenes y tachos de basura; una generación que marchó el 11 de enero para condenar los ataques a Charlie Hebdo y que hoy responde firme al delirio de fanáticos que quisieron castigar su libertad. Las salas de concierto están cerradas hasta el jueves, pero la vida nocturna no muere. La prensa se acerca a los jóvenes que están en los bares o teatros: “Caer en el miedo es darle el triunfo al Estado Islámico”, dice uno; “confío en mi país”, afirma otro. El espíritu de la rive droite de París, el margen derecho del Sena está decaído, pero no doblegado. Lo que más conmueve es la fuerza y valentía de esta generación trágica.

“El viernes le robaron la vida a un ser excepcional, al amor de mi vida, la madre de mi hijo, pero no tendrán mi odio —escribió en Facebook Antoine Leiris, marido de Hélène Muyal (35), fallecida en el Bataclan—. No sé quiénes son y no quiero saberlo (...). No les haré el regalo de odiarlos. Ustedes quieren que tenga miedo, que mire a mis conciudadanos con desconfianza, que sacrifique mi libertad en favor de la seguridad. No lo lograron (..). Somos dos, mi hijo y yo, pero somos más fuertes que todos los ejércitos del mundo. No tengo más tiempo para consagrarles, tengo que ir a ver a Melvil que se despierta de su siesta. Tiene apenas 17 meses, va a comer su colación como todos los días, después vamos a jugar como todos los días, y durante toda su vida este niñito les hará la afrenta de ser feliz y libre. Porque no, tampoco tendrán su odio”.

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La mañana siguiente a los atentados, la familia de Matthieu Giroud pidió ayuda por Twitter y Facebook para encontrarlo. “Nacido el 24/09/77, pelo castaño, ojos azules, 1.84. Gran lunar sobre el cráneo”, escribió su cuñada en las redes sociales. Poco después recibieron el llamado de un anónimo que les anunció que estaba vivo, pero se trataba de un alcance de nombres: alguien con el mismo apellido estaba vivo, Matthieu había muerto en el Bataclan.

Ese sábado por la mañana las calles estaban vacías. Los que caminaban por París lo hacían en silencio. En el metro, la mayoría de los pasajeros tenían los ojos anclados en el piso; otros rastreaban el entorno con mirada discreta. El miedo era visible, se respiraba paranoia, pero, a pesar de eso, muchos salieron. Algunos restaurantes abrieron, pero gran parte del comercio cerró. Las estaciones de trenes no estaban ni llenas ni vacías, y entre los pasajeros se paseaban militares con fusiles.

TOPSHOTS A photo taken on November 17, 2015 in Paris shows the Eiffel Tower before it is illuminated with the French national colors in tribute to the victims of the November 13 Paris terror attacks. AFP PHOTO / ERIC FEFERBERG TOPSHOTS-FRANCE-ATTACK-EIFFEL TOWER

Poco a poco París recobró el aliento. El domingo, las calles volvieron a llenarse, y el lunes la vida siguió su curso. El atentado se adivinaba en las terrazas vacías de cafés emblemáticos, en los libros sobre guerra que aparecían en las librerías, en el minuto de silencio que paralizó la ciudad al mediodía. Por el estado de emergencia decretado por François Hollande, las manifestaciones públicas están prohibidas, pero los franceses sienten la necesidad de estar juntos. La gente se reúne cada día en la Place de la République, en La Belle Equipe, La Casa Nostra y en los otros bares y restaurantes atacados; se para en silencio frente a ellos y fija la mirada en el altar de velas, fotos, dibujos y ramos que se alza en la vereda. De los agujeros de balas en Le Carillon cuelgan flores. Ir a esa esquina y pensar en el infierno que tuvo lugar ahí hiela la sangre.

Al frente, en Le Petit Cambodge, la escena es la misma. A un costado, el restaurante Maria Luisa está cerrado, pero otros, a pocos metros de ahí, están abiertos y la gente está en las terrazas. Aquí no se respira miedo, sólo tristeza. “El lema de París es la mejor forma de describir lo que sentimos: Fluctuat nec mergitur, es decir, ‘batida por las olas, pero no hundida’”, dice Thomas (35) frente a Le Carillon. La estación de metro Oberkampf, donde se ubica el Bataclan, está cerrada porque aún no termina el trabajo forense en el recinto. Mientras tanto, cientos de personas visitan hospitales o esperan afuera de la Escuela Militar —donde se abrió un centro de atención para familiares de las víctimas— para saber si sus seres queridos están heridos o muertos. Muchos dejaron su carné de identidad en la guardarropía del Bataclan y de ahí la dificultad para obtener sus identidades.

La noche del martes tiene lugar una manifestación simbólica: miles de parisinos salen a comer o tomar bajo la consigna “Todos al bistrot”, creada por una agrupación de hosteleros para luchar contra el miedo. En las terrazas los debates son intensos: “Estamos en una deriva nacionalista en términos de seguridad, y eso es justo lo que quiere el Estado Islámico. Con eso perdemos. Es lo mismo que hizo Bush después del 11 de septiembre. Se está traumatizando a la gente en base a actos terroristas que deberían haber sido erradicados hace mucho tiempo”, opina Laurent (34) en un bar de esta ciudad sumida en la esquizofrenia: mientras la gente se une en torno al dolor e intenta vivir en paz, miles de uniformados resguardan la ciudad y Hollande no deja de hablar de “guerra”.

La unidad nacional que concertó a todos los partidos políticos tras los atentados de Charlie Hebdo hoy no existe: Sarkozy mostró su apetito carroñero criticando al gobierno desde el momento en que tomó un micrófono; en los debates televisivos y en la Asamblea Nacional los políticos se abuchean, se embrollan en trifulcas, despellejan a Hollande y debaten torpemente sobre el islam. La gente habla de una “clase política inmunda” por reñirse en un momento como este, y aunque a la mayoría le tranquiliza ver uniformados en las calles, el anuncio de 5 mil nuevos puestos de policía hace temer a algunos que Francia se convierta en un Estado que defiende la libertad restringiéndola.

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Aunque se han reportado insultos a musulmanes en París, la islamofobia más cruda se ha dado en provincia, en lugares donde la extrema derecha tiene un apoyo poderoso. En mezquitas, carnicerías halal y tiendas de kebabs han aparecido rayados como “La maleta o el ataúd”, “Francia para los franceses” o “muerte a los musulmanes”. Se han lanzado piedras a locales y en el norte del país un hombre turco fue baleado. El domingo, en la capital, aparecieron cientos de afiches: “Nosotros, musulmanes de Francia, estamos contra el terrorismo”. No hay que mezclar fanatismo religioso y religión, dice la mayoría. Algunos son más duros: “Hace 40 años que sembramos desastre en Medio Oriente y lo único que hicimos fue crear fundamentalistas —reclama Laurent—. Haciendo lo que estamos haciendo vamos a crear más. Estamos exacerbando el odio hacia el mundo musulmán”.

En los cafés, los jóvenes no dejan de repetir que estos eran “nuestros” lugares, y en ese “nosotros” se condensa una juventud burguesa, multicultural que va a restaurantes asiáticos, compra en almacenes árabes y recuerda conciertos de Radiohead o The Cure en el Bataclan.

La mañana del miércoles, Charlie Hebdo volvió a circular en los quioscos. “Ellos tienen las armas. Que se jodan. Nosotros tenemos el champagne”, se leía en la portada junto al dibujo de un joven acribillado que toma de una botella mientras el alcohol emana por los agujeros de las balas. París despertó con la noticia de un operativo de captura en el barrio de Saint-Denis, en el que una kamikaze se hizo explotar. Trece recorridos de bus y dos rutas de tranvía están interrumpidos, y es probable que los parisinos se deban acostumbrar a este tipo de perturbaciones por bastante tiempo más. Los medios de todo el mundo siguen acampando en la Place de la République, pero muchos franceses dejaron de ver las noticias para poder vivir con cierta normalidad.

Los dos grandes eventos que se acercan, la Eurocopa y la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (COP21), siguen en pie. Los más asustados son los turistas, que se pasean tímidos entre los militares y policías que resguardan la Torre Eiffel y otros sitios turísticos. Algunos hoteles incluso bajaron sus tarifas a la mitad. Todavía quedan algunas tiendas cerradas, y lo paradójico es que hay más vida en la zona de los atentados que en otras partes. En los cafés del sector, los jóvenes no dejan de repetir que estos eran “nuestros” bares, “nuestros” lugares, y en ese “nosotros” se condensa una juventud burguesa, multicultural —personas de 26 nacionalidades fueron heridas o asesinadas— que va a restaurantes asiáticos, compra en almacenes árabes, brinda en bares populares y recuerda conciertos de Radiohead o The Cure en el Bataclan.

La pasión francesa por el debate aflora como nunca: por qué el mundo se conmueve tanto cuando algo pasa en Francia, por qué importan menos las víctimas del Líbano o de Siria. No hay tiempo para teorías conspiracionistas absurdas: la realidad es demasiado cruda, hay franceses que matan franceses y el debate no es sólo emocional, también es político. En tiempos en que Twitter y Facebook imponen formas inocuas de solidaridad virtual, el hashtag #jesuisenterrasse ha sido uno de los lemas de estos días. Mientras Hollande lanza bombas en Siria, los parisinos luchan por hacer honor a la consigna que hoy cuelga de un lienzo en el Bataclan: “La libertad es un monumento indestructible”.

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