Por Nicolás Alonso // Fotos:Marcelo Segura Noviembre 27, 2015

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Los dedos, que son largos y están consumidos, hacen girar el picaporte. La puerta de una habitación se abre, al fondo de un departamento en un bloque de Las Condes, y lo que en realidad se abre es un museo. Una colección íntima, secreta, en la que esos dedos, que parecen huesos, han ido disponiendo objetos que cuentan una historia: la de un hombre que a los 81 años logró correr más rápido que cuando tenía 70, y que entonces ya había corrido más rápido que a los 60. La de un atleta, Fernando Carvajal, que quiso correr contra el paso del tiempo. Y ganarle.

“Las personas creen que los viejos no valemos nada, que no servimos para nada. Yo voy a ser la primera persona en llegar corriendo a los cien, les voy a demostrar que no es así. Yo arraso contra quien sea, no me importa la edad, ni si son personas acomodadas. Corro contra mí”.

Al centro del museo, atiborrado de copas, de fotografías desteñidas, de marcas anotadas a mano, de banderines, de relojes que nunca fueron sacados de sus cajas, hay una cama de una plaza, y sobre ella cuelgan centenares de medallas. La mayoría son primeros lugares, y hay de carreras en Bogotá, São Paulo, Montevideo, San Sebastián, Nueva York. Sobre una tarima se cubre de polvo un trofeo plateado, que dice que en 2012 ese hombre fue elegido el deportista del año en Mendoza, por haber ganado 16 años consecutivos. Otro dice que durante 15 nadie lo derrotó en Puerto Varas, y una decena de trofeos lo nombran campeón en Santiago. Las medallas más antiguas, las que dicen categoría 50 años, son de distintos colores. Luego de los 70, la mayoría son doradas.

De entre todas, Fernando Carvajal, que en las noches se queda mirándolas antes de dormir, recordando los países que lo hicieron conocer junto a su amor que ya no está, toma la del segundo lugar que ganó en agosto en el Mundial de Atletismo Master en Lyon, en la categoría 80-85 años. Entonces corrió 8 kilómetros a campo traviesa, y los lideró casi hasta el final, cuando tuvo que detenerse a tomar agua para no caer desmayado. Su marca fue 36 minutos y 32 segundos, dos minutos menos que el récord que consiguió en 2005, en el Mundial de San Sebastián. Esa tarde, en que pudo ganarle al tiempo, pero no al ucraniano Mykola Panaseiko, lloró de impotencia sobre el podio.

Es la medalla más importante que conserva. Muchas de las que ganó en mundiales y en sudamericanos las perdió tratando de conseguir el auspicio que nunca ha tenido. Una mañana, hace dos años, guardó 30 en la mochila para ir a mostrarlas a algunas tiendas deportivas, pero se las robaron mientras trabajaba. Hace poco, le dejó unas cuantas más a un quiosquero del barrio para que las exhibiera, pero el tipo desapareció y nunca lo volvió a ver. Carvajal cuenta esas historias con rabia, pero luego dice que, de todas formas, él no compite por las medallas.

—Las personas creen que los viejos no valemos nada, que no servimos para nada. Yo voy a ser la primera persona en llegar corriendo a los cien, les voy a demostrar que no es así. Yo arraso contra quien sea, no me importa la edad, ni si son personas acomodadas. Corro contra mí.

Mientras dice esas cosas, va abriendo cajones y sacando papeles, marcas, planillas, registros de competiciones, como si tuviera que probar que todo es cierto. Se esfuerza por leer los tiempos con ojos que ven poco, y cuenta algunas historias: cuando en San Sebastián llegó a la meta sangrando, luego de tropezarse con el riel de la cámara, y lo tuvieron que obligar a ir al hospital. Cuando en Bogotá, en 2014, los competidores se iban desmayando uno a uno por el calor, y él pasaba por encima de ellos creyendo que se iba a morir. Se ríe, se le pierden los papeles, se enoja consigo mismo. Detrás de él hay un pequeño televisor, en el que mira las carreras que transmiten de Usain Bolt, su corredor favorito, por quien está empezando a correr distancias cortas. Dice que trata de entender sus movimientos, la dinámica de sus zancadas, para luego imitarlo en los 20 kilómetros que corre día por medio, o en su subida dominical al cerro San Cristóbal.

Poco después, cuando junte otra vez sus papeles en una carpeta roja y cuelgue sus medallas, justo antes de volver a cerrar la puerta del museo en que vive, dirá:

—La gente no me cree todo esto. Si yo le hubiera contado, usted tampoco me habría creído. Pero esta es la realidad, mire todos estos primeros lugares. ¡Mire!

El barredor de plazas

Fernando CarvajalEs un mediodía asfixiante en la esquina de Apoquindo con Manquehue. En medio de las bocinas de los autos, y de la gente que va y vuelve apresurada de algún lugar, Fernando Carvajal, con gorra de lana, botas de hule y camiseta de Chile, levanta una plancha de lata para guardar sus instrumentos bajo la tierra. Ha llegado a las cinco de la mañana, cuando los vecinos aún no empiezan a regar y él puede hacerlo, y como todos los días desde hace décadas, a esta hora su trabajo está casi listo: ya ha barrido la manzana y ha podado todos los arbustos, y ahora va de árbol en árbol, agachado bajo al sol, sacando las malezas y recogiendo colillas.

Apoyado sobre su escoba, dice que le da orgullo ver lo bonito que queda todo cuando él se va, y que es la forma que tiene de poder competir. Sin ningún auspiciador y en una categoría que no da dinero, le debe préstamos a tres bancos y a una caja de compensación, que va pagando cuando puede. Dice que le da rabia haber ganado tanto y nunca haber ganado nada, pero que el Estado nunca ha querido reconocerlo. Que terminó de entenderlo cuando antes de viajar al Sudamericano de Bogotá, el año pasado, el hijo de la presidenta le prometió que si traía una medalla, su madre lo iba a recibir en La Moneda. Las cuatro que logró las colgó en su pieza, y nunca las ha visto ningún Bachelet.

La vida le ha enseñado a arreglarse con poco. Mientras recoge con sus manos viejas la basura de la calle, resume su historia: que nació en Coquimbo en 1934, que sus padres murieron meses después, que su madre en realidad fue su abuela, y que a los diez años ya vivía en Santiago y se levantaba a las 3 de la mañana para repartir leche. Que al colegio fue hasta sexto, y que cree que haber ido descalzo le dio la resistencia para correr que tiene hoy. Que de niño trabajó en una panadería, y luego en almacenes, farmacias, carnicerías, boticas. Que vivía en una toma, en Eliodoro Yáñez, pero después los desalojaron y vagaron hasta llegar a la Población Manuel Rodríguez, que quedaba donde vive hoy. Que la dictadura mató a su cuñado, y le costó sobreponerse. Que trabajó en la construcción y de camionero, y empezó a correr en las primeras maratones de Santiago, organizadas por los canillitas del centro de la ciudad. Que solía ganarlas. Que ayudó a fundar y jugó en los clubes de fútbol Bello Horizonte y Botafogo, los dos grandes rivales del barrio donde vive. Que ya entonces sabía que era muy rápido, y de lo único que se arrepiente en la vida es de eso: de no haber sido atleta antes.

—Yo debería haber ido a los mundiales, a los Juegos Olímpicos. Si mire la edad que tengo, y lo que he logrado. ¿Debería haber estado, no es cierto? Creo que fue por miedo, por vergüenza. Toda la gente me dice: “Fernando, tú no deberías estar barriendo plazas”. Pero yo era pobre, y el país era muy pobre —dice, y se queda serio. Luego sonríe con todo el rostro —. ¡Era más pobre... que yo!

Cuando por fin decidió empezar a correr, tenía 50 años y llevaba los últimos diez trabajando de conserje en distintos edificios del centro. En un partido de fútbol se había roto varias costillas y tras salir del hospital, le pareció que era tiempo de practicar un deporte menos peligroso. Comenzó a inscribirse en las maratones de Santiago, de Puerto Varas, de Viña del Mar y de Mendoza. Su primer triunfo importante, dice, fue en la de Santiago de 1994, cuando salió primero y en la meta tuvieron que ponerle dos tanques de oxígeno para que volviera a estar en pie. Cuando le colgaron esa medalla en el cuello, tenía 60 y estaba feliz. Sentía que su carrera al fin había comenzado.

Mientras cuenta esas cosas, va guardando la bolsa y la escoba, y sacando sus zapatillas deportivas. Más tarde, cuando esté en la cima del cerro San Cristóbal, una pareja de corredores lo reconocerán y él dirá que allí, en los cerros, es donde más lo respetan. Pero ahora, mientras el sol sigue golpeando sobre el cemento, son los basureros de Santiago los que se acercan a saludarlo.

Lo que le dicen, luego de abrazarlo, es siempre lo mismo: que están orgullosos de él.

Correr contra el tiempo

En la foto, que está sobre una pared de su museo-habitación, se lo ve con una sonrisa triste, con su brazo izquierdo levantando el brazo triunfal del corredor ucraniano, y con el derecho una bandera de Chile.

—Mire mis ojos, mire… cuando escuché que sonaba un himno que no era el mío, se me llenaron los ojos de lágrimas por perder el oro —dice, otra vez emocionado.

Alrededor de esa foto hay otras, decenas, en que se lo ve levantar esa bandera en la cima de otros podios, pero el Mundial de Lyon era más importante que los demás. Por primera vez el Comité Olímpico había decidido pagarle los pasajes, la indumentaria y la estadía, y él quería demostrar, a sus 81 años, de qué estaba hecho. Se había pasado los días previos haciendo el recorrido de los 8 kilómetros del cross country, y sentía que si sacaba un primer lugar demostraría que no sólo él, sino todos los deportistas de su edad no debieran ser invisibles. Pero sus ansias le jugaron en contra: en la carrera se separó demasiado del resto y cuando quedaban dos kilómetros, sintió que si no tomaba agua iba a morir. Cuando se detuvo para hacerlo, lo pasaron los corredores de Alemania y Ucrania. Desesperado, corrió hasta casi desmayarse, pero sólo pudo alcanzar al primero.

“Toda la gente me dice: ‘Fernando, tú no deberías estar barriendo plazas’. Pero yo era pobre, y el país era muy pobre”.

Ahora mira en la pared unas fotos de su mujer y de uno de sus hijos, ambos fallecidos, y dice que le hubiera gustado que ellos alcanzaran a ver más de sus logros. Cuando empieza a hablar de ellos, la voz se le hace un nudo y prefiere cambiar de tema: dice que su próxima meta es el Mundial de Australia, el próximo año, y que en él va a recuperar el puesto que debió ser suyo, el primer lugar. Que va a estar allí aunque tenga que irse nadando, pero que le da tristeza, después de todo lo que ha ganado por su país, vivir angustiado por no saber cómo hará para pagarlo.

—Son muchos años que he invertido, he puesto millones, todos mis sueldos, mi vida en esto. Yo debería ser reconocido, porque me lo merezco. Usted ve todo esto. Ellos saben todo lo que yo he hecho. ¿Por qué cierran los ojos? —pregunta, y nadie le responde.

Un rato después, cuando la tarde comience a oscurecer los retratos, las medallas, los trofeos y sus recuerdos, Fernando Carvajal dirá otra vez que su última carrera, la que lo hará feliz, será contra sí mismo. Que va a ser el primer hombre de cien años en correr sobre la faz de la tierra.

—¿Y no le da miedo morir corriendo?
—No. Yo no pienso en la muerte. No me simpatiza.

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