Por David Muñoz Mayo 20, 2015

En mayo, Diego Guzmán terminó su práctica en una planta empaquetadora de frutas. Y preparó su primer discurso frente al partido como secretario político de la “Jota”, cargo al que había accedido  unos días antes. Habló en uno de los días más importantes para el PC: el 1 de mayo.

- ¿Quién va a la marcha? 7:23.
Ninguno de los integrantes del grupo de WhatsApp de las Juventudes Comunistas de Quillota respondió el mensaje.

Apenas lo vio, Diego Guzmán Farías (24) se comunicó directamente y le respondió en privado  a su amigo Ricardo Arriaza. Se pusieron de acuerdo y se encontraron en Valparaíso, varias horas más tarde. Marcharon juntos por avenida Pedro Montt, cantaron, gritaron las consignas del movimiento estudiantil, mientras la columna avanzaba de norte a sur hasta disolverse cerca de la Plaza Victoria.

Muy cerca, en el costado poniente de este emblema porteño hay otra plaza, un poco más pequeña, que desemboca hacia la avenida Brasil: Simón Bolívar. Hay menos árboles, menos bancos, pero hay payasos, globos y golosinas. Y niños que giran a diario sobre caballos, patos y tazas mecánicas. Por suerte, aquella fría tarde ninguno de esos viejos engranajes funcionaba. Los niños eran reemplazados por estudiantes que deambulaban, protestaban, gritaban o se organizaban para volver a casa. Diego y Ricardo estaban ahí, en la vereda junto a los juegos. Un poco más lejos, otro estudiante organizaba las horas siguientes con sus amigos: Exequiel Borvarán Salinas (18).

Los diferentes grupos de estudiantes preparaban la retirada, hasta que algo los detuvo.

Un sujeto alto, macizo, calvo, de polera rayada, con los cinturones cayéndose del pantalón, salía de su casa en el edificio frente a los juegos, y amenazaba a la multitud. Giuseppe Briganti (20) buscaba defender a su padre, quien peleaba con tres jóvenes que rayaban su propiedad. El hijo, ofuscado, volvió a ingresar a su casa.

Ricardo amagó un escape para evitar problemas y trató de arrastrar a Diego. Estaba en eso cuando se escuchó un disparo. Al voltear la mirada vio a su amigo desplomado. Metros más allá, Exequiel también caía producto de un balazo.

MUNDO EN COLORES
“Diego no sabe que está muerto”. La frase da vueltas en la cabeza de Fabricio González (28), ex secretario político de la “Jota” de Quillota, uno de los mejores amigos de Guzmán. La expresión la conoció por Ricardo, quien intentó explicar como pudo la partida de su amigo.

El “Flaco” había llegado al brazo juvenil del Partido Comunista de su pueblo natal invitado por otro amigo, cuando su vida bordeaba los 20 años. Apareció en una reunión un día antes de la famosa Fiesta de los Abrazos que el PC organiza todos los años en Santiago. Lo invitaron a asistir y aceptó sin dudas. El día siguiente fue una revelación: conoció gente, bailó con La Sonora de Tommy Rey y puso especial atención al discurso del presidente del PC, Guillermo Teillier, hasta ese momento una figura lejana a su mundo. Recorrió stands y compró libros sobre el “Che” Guevara y el comunismo soviético, chapitas y banderas.

“Al PC se llega con convicciones, pero es un proceso lento. Para Diego fue automático. Nosotros nos preguntábamos ¿y este flaco de dónde salió?”, cuenta González.

Sus orígenes estaban lejos del comunismo, aunque algunos aspectos de su vida calzaban con este nuevo perfil.

Nació a los ocho meses de gestación, un 23 de marzo de 1990, condición de prematuro que no le facilitó la infancia.  “Cada enfermedad de mi hijo era grave. Dos veces me dijo que había visto la luz al final del túnel. Recién a los 17 años se afirmó de verdad”, cuenta Alicia Farías, su madre.

Su padre, Sergio Guzmán, es ingeniero eléctrico y siempre trabajó en minería. Gracias a ello, cuenta Alicia, siempre gozaron de buena situación económica y Diego junto a su hermana Natalia estudiaron en colegios particulares de Quillota. Primero en el Robert and Rose y luego en el Colegio Nuestra Señora del Huerto. En este último, Diego fue por ese año el único alumno en ser recibido en un colegio de mujeres que luego se convirtió en mixto. Debido a persistentes problemas de salud, tuvo un paso frustrado por Inacap, pero años más tarde retomó sus estudios de Prevención de Riesgos en la Universidad Santo Tomás de Valparaíso.

La estricta sujeción de la formación católica fue, quizás, lo único que atesoró para lo que vendría en la disciplina comunista. Su compromiso “rojo”, como le decían en su familia, lo llevaba a omitir detalles de su vida. Como los años de infancia que pasó estudiando clarinete en un conservatorio de Limache y su participación en la Orquesta Sinfónica de Quillota. “Yo me enteré de esa parte de su vida durante su funeral. Quizás Diego se avergonzaba porque sentía que venía de un mundo de privilegios”, dice Iván Villegas, miembro de la dirección del partido en la ciudad y dueño del restorán Del Puente a la Alameda, lugar que inauguró hace unos meses y donde Diego pasó varias tardes tomando cerveza. “Nos ayudó a pintar las paredes del restorán, que antes era un viejo galpón, con los murales de la Brigada Ramona Parra”, relata Villegas. Siempre interesado en profundizar sus conocimientos del comunismo, era reconocido como uno de los militantes más cultos de la “Jota”.

Entre lecturas y actividades partidarias, también había tiempo para el fútbol. Aunque era fanático de Colo-Colo, combinaba el blanco con el amarillo: su primer amor era San Luis de Quillota.

Los primeros días de mayo, vivió emociones fuertes. Mientras quemaba los últimos días de su práctica en una planta empaquetadora de frutas, preparaba durante sus ratos libres su primer discurso frente al partido como secretario político de las JJ.CC., cargo al que había accedido sólo unos días antes. Estaba nervioso. Pero sus palabras el primero de mayo dejaron huella y hoy son recordadas con cariño por los jerarcas del PC comunal.

Pero, al día siguiente, seguía con la guata apretada: asistió junto a sus amigos al Estadio Lucio Fariña, donde San Luis debía derrotar a Lota Schwager para sellar su paso a Primera División. Si se daban las cosas, cumpliría el sueño de volver a ver enfrentados en una cancha a los dos equipos que amaba.

Un gol bastó para completar el fin de semana de Diego, uno de los más felices de su vida, según comentó a sus cercanos. Con el paso de los días sentía que iba quemando etapas. Dos días antes de la marcha, había terminado su práctica, y ese mismo día jueves 14 de mayo iniciaría los trámites para titularse de ingeniero de Prevención de Riesgos. “Estoy listo para jubilarme”, le dijo en tono de broma a su familia. Ya conocían sus planes: su paso por el mundo laboral sería breve para volver a las aulas a estudiar Ciencias Políticas.

NARIZ DE PAYASO, CARITA FELIZ

Una infusión de té negro con canela, poleo y menta. Una tableta efervescente de vitamina C y dos tostadas con margarina light y palta. Ese fue el último desayuno que Olga Salinas le llevó a la cama a su hijo Exequiel Borvarán (18), a quien despertó pocos minutos antes de las 10 a.m. de ese jueves. Se suponía que el “Quelo”, como lo bautizó de pequeño su abuelo materno, debía asistir a clases. En marzo había ingresado a Psicología en la Universidad Santo Tomás en Valparaíso. Mientras desayunaba, sus gatas “Comunista” y “Cabezona”, le hacían guardia y ronroneaban por la habitación de una antigua casa  del sector Las Viñas de Quilpué. Su hermana de ocho años dormía en una pieza contigua, y su padre, Abner, encendía en el patio la sierra eléctrica donde acostumbraba a cortar con precisión las maderas que se convertían en mesones, taburetes, arrimos y cómodas. La casa donde vivían juntos en realidad no era de ellos, sino que del viejo abuelo que sufría de Parkinson. Una casa grande que no alcanzaban a mantener y que en la entrada tenía un verdadero estacionamiento de muebles usados que, cada tanto, Olga suele vender para ganarse el pan.

Todos los días Quelo cruzaba ese patio y una reja oxidada. Recorría una pendiente de fino polvo y enfilaba hasta desaparecer en una curva. Su madre trataba de seguirlo todos los días para verlo partir.

El jueves, antes de perderlo, Olga le gritó.

- ¡Quelo, haz el trámite de la beca!
- ¡Sí, mamá!

Antes de llegar a Quilpué, los Borvarán Salinas vivían en Quinta Normal. Abner, siempre se dedicaba a la carpintería, aunque intentó ser contador auditor. Olga alcanzó a estudiar dos años en la Universidad de Chile, pero la vida dijo otra cosa y no pudo terminar Pedagogía en Inglés. Unos cinco años atrás, los apremios económicos y la muerte de su madre los obligaron a instalarse en la Región de Valparaíso. El cambio no fue traumático para Exequiel. Aunque suene poco creíble, dice su madre, era un niño feliz. Olga lo grafica así: cuando fue a renovar su carné decidió cambiar su firma. El resultado fue una sorpresa para todos, pues en vez de unas rayas sin sentido, estampó una “carita feliz”.

“El año pasado cuando se fue a matricular, le dio vergüenza firmar los papeles y le agregó a su firma su apellido para no parecer poco serio. Pero la universidad no le aceptó la firma. Tuvo que corregirla y poner la carita feliz”, cuenta Olga.

Antes de llegar a Quilpué, Exequiel conoció la educación de la Sociedad de Instrucción Primaria (SIP) en el colegio Presidente Alessandri de Independencia, algo que según su madre le incomodaba y fue un sufrimiento constante pues odiaba cortarse el pelo. El traslado a Quilpué fue un respiro. El colegio Avant Garde era todo lo que había soñado: educación alternativa, sin uniforme. Podía usar sus poleras anchas, pantalones de pitillo, zapatillas de skate y conservar la melena e incluso pintarse unos mechones verdes.

“Él quería ser antisistema”, dice su padre. Durante sus últimos años de enseñanza media Exequiel derrochó energía: tocaba la guitarra, la quena, la zampoña y la armónica con sus amigos en la Plaza Vieja de Quilpué, donde también cultivó el malabarismo y dedicaba tardes enteras a perfeccionar sus saltos de skate. Jugaba fútbol, aunque no era fanático, y básquetbol. Hace poco, alardeó con su madre que había jugado baloncesto con Chinoy, un reconocido cantautor del puerto. En varias de sus actividades lo acompañaban sus amigos del grupo scout al que pertenecía desde chico, y su novia de toda la vida, Roberta.

La misma que lo convenció de convertirse en vegano. “Mi hijo era un hippie de esta época. Participaba en marchas, aunque yo a veces lo frenaba, pese a que yo también marché en mi juventud, e incluso el 2011. Quería protegerlo”, añade Olga, recordando que aunque no tenía militancia, no ocultaba su mirada crítica de la sociedad.

Exequiel estaba junto a sus amigos y compañeros de la Universidad Santo Tomás cuando recibió el impacto de bala que acalló su sonrisa. La misma que recordaron sus compañeros de los diferentes colegios que pisó, de los grupos scout y sus amigos de la vida. La nariz de payaso que varios de sus amigos portaron en su funeral fue la postal de su partida.

RÁPIDO Y FURIOSO
“Pierdo la cabeza”. Así se llamaba la canción de los cantantes de reguetón Zion, Lennox, Yandel & Farruko, que estaba pausada en el celular de Giuseppe Briganti, que quedó en manos de su hermanastro de 10 años.

La estaba escuchando antes de salir a defender a su padre y ahora su hermano la reproduce una y otra vez, como una forma de evadir la realidad: que Giuseppe está en la cárcel.

Aunque es menor de edad, el niño es protagonista de la historia. Su padre, José Briganti lo había ido a buscar esa tarde al colegio, junto a su pareja, Graciela Rojas.

Los tres regresaban a casa y estacionaban su auto en avenida Brasil, justo donde se levanta el viejo y descuidado edificio que es propiedad de su familia, por herencia de sus abuelos italianos. Mientras eso pasaba, Briganti contó a Qué Pasa que vio a tres sujetos rayando la propiedad. Ofuscado por la escena, corrió a increpar a los sujetos. Entre forcejeos, el pequeño Briganti corrió a avisarle a su hermano Giuseppe o “Yuseff”, quien estaba en la casa.

Entonces, el joven calvo de polera rayada salió a enfrentar a varias personas. Ofreció golpes con el cinturón, y un sinnúmero de maldiciones. Luego los disparos. Según relató la fiscal Mónica Arancibia en la audiencia de formalización, fueron dos, avalada por una docena de testimonios recogidos por la policía. Para Briganti padre, su hijo disparó una vez. No sabe con precisión si él se lo contó o es lo que escuchó, pues se descompensó de la diabetes que padece en los minutos siguientes. No se explica, ni sabe explicar, el resultado fatal. Recuerda escenas vagas. Los piedrazos en la puerta y la sensación de que una turba ingresaría a su casa. La detención de su hijo, el registro de la propiedad, el hallazgo del arma en el entretecho, de cocaína en la pieza de su hijo, y la incautación de los cinco millones de pesos en efectivo que, dice, provenían de la venta de dos automóviles y no del microtráfico.

“Yuseff” vivió toda su vida en esa casa, junto a su padre. Abajo, en la calle, la puerta de acceso está rodeada de la más variopinta oferta comercial: un local de completos, un sushi, una oficina de trabajos digitales, un café con piernas y un night club. Briganti padre vive de los arriendos de dichos locales, pues hace años abandonó un taller mecánico que dirigía.  Algunos vecinos atribuyen lo ocurrido al ambiente en el que creció Giuseppe, quien muchas veces ayudó a su padre a cobrar los arriendos y solucionar ciertos conflictos. “Mi hijo no es un santo, pero tampoco es un traficante, como dicen. Tenemos conflictos con vecinos y arrendatarios. Mi hijo es ofuscado como yo”, explica.

El 2015 iba a ser para Giuseppe un año sabático, luego de terminar la enseñanza media en un instituto donde se cursan dos años en uno. El 2014 lo había cerrado mal: su madre, Claudia Weber, se había ido de la casa y su novia había perdido un hijo en gestación. Se había dedicado los últimos meses a comprar, junto a su padre, autos chocados que mandaban a arreglar y luego revendían. El último que compró fue un Lifan 320, una versión china del Austin Mini Cooper. “Le puso tanto empeño que lo dejó igual que un Mini”, dice Graciela. El mismo en el que salía a carretear con sus amigos y su novia. Aunque su sueño, que creía alcanzable, era el modelo deportivo Hyundai Toscani. Su máxima quimera: conducir los autos de la saga Rápido y Furioso, de la que era fanático, o el auto deportivo negro que aparece en Mad Max, el remake de la película australiana de culto que, paradójicamente, se estrenaba ese mismo jueves, exhibición a la que tenía planeado asistir después de almuerzo.

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