Por Ana María Sanhueza Abril 9, 2015

© Pablo Sanhueza

“La prensa que está acá, que no es poca, pese a las imágenes, no ha logrado dimensionar del todo la tragedia. Hay ciertas cosas que no salen en el noticiario, como el agua servida que corre por la ciudad, porque acá la gente debe poner tapones a los baños o al lavaplatos, porque el agua se devuelve”.

“El miércoles 25 de marzo, cuando estaba a punto de empezar una de las charlas motivacionales a las que me invitan desde que participé en el rescate de los 33 mineros, para un grupo de trabajadores de la empresa Aguas Antofagasta, en San Pedro de Atacama, empezó a llover de una manera que nunca había visto. Eran aproximadamente las tres de la tarde y un funcionario nos avisó que la actividad no podía realizarse. ‘Estamos en una zona que está en un alto riesgo de aluvión’, fue lo que dijo.

Rápidamente recogí mis cosas, entre ellas el teléfono que conectó a los mineros con la superficie, y salí rumbo a Antofagasta. Allá comencé a enterarme, en parte, de lo que pasaba en Copiapó. No era mucho lo que podía saber, porque no había telefonía celular ni televisión por cable. Antofagasta también había sufrido daños con el temporal.

Estaba muy preocupado por mi familia, mis amigos, mis vecinos, mi ciudad, pero en especial por mi hijo Emiliano José, a quien bauticé así porque es el nombre verdadero de la mina donde quedaron atrapados los mineros y es un lugar que me marcó.  Me sentía desesperado por viajar a Copiapó, pero como no había ningún vuelo, me embarcaron la noche del viernes 27 rumbo a Santiago. Llegué a la 1:30 de la madrugada del sábado 28 y estuve en el aeropuerto, acostado en una banca, hasta las 8 de la mañana del sábado, cuando recién pude tomar un vuelo a mi ciudad.

                                                       
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Cuando llegué al centro me impresioné. Nunca había visto así a mi ciudad. Era devastación. Con mucha pena observé el centro de oración de Santa Gemita totalmente cubierto por el barro y a un grupo de personas tratando de limpiarlo. Ni siquiera me atreví a sacar mi teléfono y grabar para dejar testimonio de la imagen. De pronto, el furgón que nos había sacado del aeropuerto, y que se demoró dos horas y media a Copiapó, cuando en circunstancias normales el trayecto dura 30 minutos, no pudo avanzar más. Me bajé y caminé descalzo por el barro, con el bolso lleno de comida y dos botellones de agua en cada mano, durante casi tres horas.

Yo vivo en El Palomar, en el sector alto de Copiapó, donde afortunadamente no pasó nada. Mis vecinos me estaban esperando. Como mi camioneta estaba estacionada y de mi casa no contestaba nadie a sus llamados, y como suelo trabajar al interior de la cordillera, justamente en la zona que ha sufrido mayores pérdidas, pensaban que me había llevado el aluvión. Luego corrí a ver a mi hijo, a mi ex señora y a mi familia. Todos estaban bien. Pero no así Copiapó. Entonces, pensé que tenía que salir de inmediato a ayudar.

Para mí fue inevitable no acordarme del día en que tomé todas mis cosas y me fui a la mina San José a ver cómo podía colaborar con los 33 mineros. De hecho, creo que no aprendí nada de esa experiencia, porque aunque mis vecinos y mi familia, al igual que en 2010, me advirtieron que no me moviera de la casa, que podría ser riesgoso, que no había luz ni agua ni teléfono, y que era mejor que esperara a que hubiese conectividad en los caminos, de todas formas partí para ver en qué podía ayudar.

Lo primero que hice fue contactarme con los radioaficionados de Copiapó, a quienes conozco desde el caso de los mineros porque ellos cumplieron una labor muy importante. Y su presidente, José Maldonado, me contó que había un problema muy grave: la antena repetidora de la zona, ubicada en el cerro Coyancura, a 150 kilómetros de Copiapó y a más de 4 mil metros de altura, estaba caída. No lo pensé dos veces y me ofrecí para ir a repararla, junto a Daniel Díaz, quien también es técnico electrónico, porque su funcionamiento era clave en la conexión y la información que se podría obtener de los pueblitos afectados por el aluvión al interior del valle y de los cuales no se tenía noticia. Era el caso de Los Loros, San Antonio, Iglesia Colorada, La Semilla, lugares donde la comunicación era vital. Además, el sistema caído era justamente del que se conectaba el Ejército, por lo tanto, era  fundamental que se restableciera.

De Copiapó salimos a la una de la tarde. Los caminos estaban cortados. Hay acantilados y muchas veces tuvimos que bajarnos de la camioneta y sacar el barro con la pala para no quedarnos atrapados. Esa es una ruta que conozco bien, porque usualmente viajo hacia allá por trabajo. Pero ahora no reconocía nada.

Cuando pasamos por Tierra Amarilla nos impresionamos por la destrucción. Luego, a las 16:00, llegamos a Los Loros. Fue desolador. Sólo quedaba en pie el letrero con el nombre del pueblo. Allá nos encontramos con soldados del Regimiento de Concepción y con funcionarios de la Armada. Nos dijeron que no había paso hacia más arriba, que era donde nos dirigíamos. Que era muy peligroso aventurarse. Y que sería de nuestra exclusiva responsabilidad seguir el camino, porque no habría nadie que nos ayudara si nos pasaba algo. Tampoco había radio. De hecho, justamente a eso íbamos: a conectar de nuevo la antena repetidora.

Una hora después llegamos a San Antonio. Fue terrible. En cada pueblo veía destrucción, penumbra, desolación, tristeza. Recuerdo que le comentaba a Daniel: ‘Mira, en ese lugar almorzábamos; en ese otro comprábamos pan amasado; en aquel una bebida’. Pero ya nada existía. De pronto, mi compañero me dijo algo que fue revelador de la tragedia: ‘Antes no se veía ese cerro y ahora sí’. Y claro, de ese lugar el aluvión se había llevado todas las casas y ya no estaba el pueblo. Nos cambiaron el 100 % la panorámica que teníamos.

Recuerdo que lo único que quedó en pie de San Antonio fue la iglesia. Estaba convertida en un centro de acopio de ayuda y de albergue para soldados y para la poca gente que quedó en el pueblo. Recuerdo haber visto a dos ancianas llorando mientras caminaban. También recuerdo que en cada pueblo veíamos gente pasar con las caras sin expresión, llenas de barro, deambulando en estado de shock. Aturdidos y descalzos. Como zombis, perdonando la metáfora.

La tragedia hasta hoy se huele en muchos pueblos. Hay olor a descomposición, y mucho miedo de que bajo el barro aún haya gente desaparecida.

De pronto, otros militares nos cerraron el paso. Nos volvieron a advertir que los caminos estaban cortados, que había peligro. Nos preguntaron a qué íbamos y a nombre de quién. Les explicamos que íbamos a nombre de los radioaficionados.

-¿Y quién es el responsable de ustedes?-preguntó un militar.

Entonces me identifiqué: ‘Soy Pedro Gallo, técnico eléctrico. Conozco esta zona. Trabajé en el rescate de los mineros y estuve dos meses allá’.

Por suerte, un militar me reconoció:

-Usted es el que comunicó a los mineros para abajo.

Entonces nos dejó pasar. Luego seguimos rumbo al pueblo de Amolanas, donde viven cinco familias. No estaban. Afortunadamente, una minera de la zona las había bajado a su campamento base.

                                                                                                                

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A medida que subíamos rumbo al cerro, la temperatura iba bajando. Cada vez hacía más frío y comenzaba a oscurecer.

Una nueva patrulla militar nos paró y volvió a decirnos que era mejor no subir. Pero estábamos decididos. Aproximadamente a las 21 horas finalmente llegamos al cerro Coyancura, a 4 mil metros de altura. Estaba oscuro. Calculo que había  cero grados de temperatura y algo de nieve. Aún había rastros de la tormenta eléctrica que azotó el lugar pocas horas antes.  De inmediato nos percatamos que la antena estaba caída, totalmente descompuesta. Entonces encendimos la linterna y comenzamos a trabajar.

Una hora después, Daniel estableció el primer contacto con Copiapó. Tomó el micrófono:

-Atento control Copiapó. Acá cerro Coyancura transmitiendo.

El retorno demoró unos minutos, hasta que de pronto escuchamos la respuesta desde el Regimiento de Infantería N| 23 de Copiapó (RIN 23).

-Aquí habla Sierra Lima Charlie Papa,  control RIN 23.

Nos dimos un abrazo. Daniel se emocionó mucho. Y yo de inmediato me transporté al momento justo en que Edison Peña, el primer minero en contestar, dijo: ‘Aquí mina. Le habla el eléctrico. Le voy a dar con el jefe de turno’.

El descenso fue totalmente distinto. No sólo íbamos conectados por radio, sino que cada 10 minutos las patrullas militares nos hicieron reportarnos para ver cómo iba el viaje y nuestro estado de salud. Porque bajar rápido, de una vez y desde 4 mil metros de altura, puede provocar descompensación.

Esa noche dormimos en el campamento de la Minera Coyancura, a 2.200 metros de altura, donde nos dieron comida y los primeros auxilios.

                                                        

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Que los radioaficionados volvieran a tener la antena Coyancura operativa fue fundamental para lo que vino después. El repetidor que se había caído cubre el 95% desde Los Loros hacia la cordillera, y permitiría saber qué ocurrió con la gente de los pueblitos interiores.  El sistema también posibilitó que las fuerzas de ayuda pudieran avanzar en busca de más personas y así poder llegar con ayuda a lugares como Iglesia Colorada, Las Vizcachas, Las Semillas, Los Heladitos o La Ola, donde viven 100, 200 o 300 personas.

De hecho, cuando se levantó el sistema, rápidamente las patrullas de salvataje, incluidos los helicópteros,  pudieron avanzar hacia la cordillera,generando puestos de comando cada 10 o 20 kilómetros y cada uno con una radio.

Esto es muy importante saberlo. Tanto para el terremoto de 2010, el rescate de los mineros y para hoy en el norte, los radioaficionados han sido clave. Porque la radio comunicación no muere nunca. Circula por el aire libremente donde no hay internet ni telefonía móvil.

 

                                                                                                         

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A Copiapó regresamos a las 4 de la mañana del domingo 29. Y quiero decir que pese a toda la ayuda del gobierno, de privados y de voluntarios, se necesita mucho más.

La prensa que está acá, que no es poca, pese a las imágenes, no ha logrado dimensionar del todo la tragedia. Hay ciertas cosas que no salen en el noticiario, como el agua servida que corre por la ciudad, porque acá la gente debe poner tapones a los baños o al lavaplatos porque el agua se devuelve.

De todas formas, pienso que el día que las cámaras de televisión se vayan de acá, estaremos perdidos y nos transformaremos en otro lugar olvidado del país.

Se terminó la urgencia, pero sigue la emergencia”.

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