Por Nicolás Alonso y Juan Pablo Sallaberry Marzo 26, 2015

Durante las dos horas de reunión, los sacerdotes osorninos le pidieron varias veces que renunciara.“Yo tengo un mandato del Papa”, insistió el obispo. “Pero el Papa también se equivoca”, respondió un sacerdote. Barros cerró: “Muy pocas veces se equivoca. Tiene la asistencia del Espíritu Santo” .

Antes de que abrieran las puertas, la última frontera entre las paredes blancas de la sacristía y los gritos y el caos que se escuchaban tras ellas, Juan Barros quiso hablar. Dio las gracias a los presentes por estar allí. Lo miraban sólo doce obispos, entre ellos sus ex compañeros en El Bosque, Tomislav Koljatic, Felipe Bacarreza y Horacio Valenzuela, y una veintena de sacerdotes. Afuera de la catedral de San Mateo, más de un millar de manifestantes realizaban una misa de repudio, vigilados por un centenar de carabineros. Adentro, otros 40, vestidos de civil, esperaban con órdenes de actuar en caso de que corriera peligro Ivo Scapolo, el nuncio apostólico, de rango diplomático. No debían proteger ni al presidente de la Conferencia Episcopal, Ricardo Ezzati, ni a su vicepresidente, Alejandro Goic, ni a su secretario, Cristián Contreras. Tampoco al gobernador, ni al alcalde.  Ninguno de ellos estaba ahí. Ninguno de ellos había querido ser parte de su toma de posesión.

En la sacristía, el párroco Américo Vidal, de la parroquia Santa Rosa, se preparó para que abrieran. Estaba nervioso. Era el único presente de los 30 sacerdotes y diáconos osorninos que a fines de febrero habían firmado una carta rechazando la designación: como vicario pastoral, no podía dejar de ir, era el responsable de organizar la misa. Luego de insistirle, había logrado que Barros cancelara la tradicional procesión del nuevo obispo por las calles de la ciudad, por miedo a que lo golpearan, pero no había logrado convencerlo de que hicieran una misa con pocos testigos, en alguna parroquia pequeña, ni de que pasara de la sacristía al altar, evitando el contacto con los fieles. Barros había dicho que no. Ese sábado 21 de marzo quería entrar por el centro de la catedral.

Cuando las puertas se abrieron, a las 11.22, el primero en salir fue Vidal, y lo que vio fue a periodistas agolpados arriba del altar, flashes, carteles, centenares de personas vestidas de negro, empujándose con otras vestidas de blanco. Niños llorando. Oyó que alguien lo llamó traidor, y sintió cómo comenzaban a salirle ronchas en el cuello. Luego se descompensaría  en medio de la misa, y pasaría el resto de ella rezando para no desmayarse.

En medio de la columna vestida de dorado, que cerraba Juan Barros de blanco, el párroco de la catedral, Bernardo Werth, un alemán de 74 años -muy querido por la comunidad- que se había negado a firmar, por obediencia al Papa, la carta de rechazo a Barros que otros sacerdotes habían suscrito, cruzó la puerta con dificultad, apoyado en su bastón. Cuando alzó la vista, se vio caminando directo hacia la muchedumbre rabiosa. Oyó palabras fuertes: pedófilos, cómplices, encubridores. Señoras les cruzaban los dedos en forma de cruz.

-Oí que me gritaban vendido -dice Werth-. Entonces dije: “Ay, Dios, apiádate de nosotros”.


LOS CONCILIOS SECRETOS

Dos semanas antes, una llamada había tomado por sorpresa a Pedro Kliegel, alemán de 75 años y uno de los sacerdotes más respetados de la ciudad. Discípulo del fallecido obispo Francisco Valdés, un misionero capuchino que fundó la diócesis y es adorado por la comunidad, había levantado la oposición a Barros con dos cartas públicas al nuncio. La primera, del 18 de enero, una semana después de que se supiera que el ex obispo castrense sería trasladado a Osorno, la firmó solo. La segunda, un mes después, lo hizo acompañado por la mayor parte de los sacerdotes y diáconos locales. La tarde de ese 3 de marzo, cuando contestó el teléfono, oyó del otro lado de la línea a Juan Barros pidiéndole que mantuvieran una reunión ese mismo día. En privado.

En el clero local ya se habían difundido las sospechas acerca del nuevo obispo: su vínculo con Fernando Karadima, de quien fue brazo derecho y uno de sus favoritos durante 30 años; los testimonios que lo acusaban de haber destruido en los años 80 las primeras denuncias de lo que ocurría en El Bosque; las acusaciones de Juan Carlos Cruz contra él, señalando que habría estado presente en los abusos; las gestiones el 2011 para impedir que siguiera la investigación contra la Pía Unión Sacerdotal. Pedro Kliegel invitó a otros dos sacerdotes a la reunión, en calidad de testigos, y lo recibió en su casa en el barrio universitario, dispuesto a hacerle ver que debía renunciar al cargo.

-Llegó con alabanzas, pero le dije: “Hablemos de lo que nos preocupa”  -cuenta Kliegel-. Que una autoridad episcopal no puede tener esa carga.

El diálogo se volvió tenso. El obispo Barros dijo que venía por un mandato del Papa, luego de pasar un mes en un retiro espiritual en España, y repitió que él nunca había visto nada en El Bosque. Hernán Monardes, sacerdote jesuita presente en la conversación, lo interrumpió.

-Monseñor, no se olvide que usted perteneció a la iglesia de Karadima, a su Unión Sacerdotal. Y fue feliz allí. No creo que se hayan juntado a jugar canasta…

El obispo no perdió la compostura. Le dijeron que estaba provocando división en Osorno. En referencia a su período como obispo castrense, le pidieron que, aunque fuera por su honor militar, pensara en renunciar. Barros dijo que él no era un militar.

Al día siguiente se vieron las caras otra vez, con el ambiente aun más espeso. Reunidos en una biblioteca en el subsuelo del colegio Santa Marta, unos 30 sacerdotes y 18 diáconos rodeaban en una U al que sería su nuevo obispo. Barros, al medio, lucía sereno, aunque sabía que la gran mayoría de los presentes lo rechazaban. Antes de comenzar, un sacerdote se quejó por estar escondidos. Dijo que era un regreso a la iglesia de las catacumbas.

Comenzaron preguntándole si había leído las cartas del padre Kliegel, y Barros contestó que no las había entendido bien. Entonces el párroco alemán caminó hasta él, y se las dejó sobre la mesa. Le dijo que las leyera. El futuro obispo de Osorno lo hizo en silencio, con los sacerdotes mirándolo. Luego tomó la palabra: dijo que estaba del lado de las víctimas, y que condenaba los abusos. Que jamás participó en uno. Un sacerdote le respondió que era su verdad contra la de las víctimas.

Durante las dos horas de reunión, varias veces le pidieron que renunciara. Él respondió que venía por orden del Papa, y que por favor aplacaran a sus comunidades. Le explicaron que estaban tratando de reencantar a la comunidad con la futura canonización del obispo Valdés, y que el contraste era demasiado. Hacia el final, el padre Marco Henríquez, de Riachuelo, tomó la palabra.

-En Alemania, cuando llegaron los aliados, en los campos de concentración decían lo mismo: “No vimos nada, no hicimos nada” -dijo, mirando al obispo.

Barros no le respondió.

Luego Kliegel le pidió, por última vez, que no asumiera.

-Yo tengo un mandato del Papa -insistió Barros.

-Pero el Papa también se equivoca -respondió Henríquez.

-Muy pocas veces se equivoca -contestó-. Tiene la asistencia del Espíritu Santo.



LOS PIES DE BARROS

La operación que terminó con el Papa ratificando a Barros empezó un año antes. Los militares no lo querían. Había sido por una década el obispo castrense, tenía rango de general, e incluso en 2006 había oficiado el funeral de Augusto Pinochet. Pero desde que estalló el caso Karadima se había vuelto una figura incómoda.  Así se lo plantearon, sin rodeos, distintas autoridades militares al Ministerio de Defensa el 2014. “Decían que el rol de un obispo es dar comodidad y consuelo, pero Barros era incomodidad y escándalo”, afirman en la cartera.

Un dato que refleja el divorcio es la abrupta caída en los aportes de dinero de los feligreses: en 2014 el obispado castrense registró los peores índices de recaudación de Chile. El ministro de Defensa, Jorge Burgos, ignaciano, puso oído a las críticas. Primero se juntó dos veces con el nuncio Scapolo para transmitirle la necesidad de cambiar al obispo, y luego, cuando se confirmó su traslado a Osorno, suspendió la misa de despedida que se iba a realizar en la catedral castrense. Se dijo que era para evitar contramanifestaciones, pero la decisión había sido tomada varios días antes.

En la Iglesia saben que pasar del obispado castrense a una diócesis pequeña es un retroceso en su carrera. Así lo dijo la revista católica CruzNow, fundada por el vaticanista John Allen: “Algunos observadores han visto la nominación de Barros por parte del Papa Francisco como una degradación”. De todas formas, en la Conferencia Episcopal hubo perplejidad cuando el 10 de enero el Papa informó el nombramiento, y se mantuvo hasta el 6 de marzo, cuando el Sumo Pontífice ratificó la designación y dijo que no había vuelta atrás. Las gestiones realizadas para evitarlo habían resultado un fracaso.

El gran derrotado fue el arzobispo de Santiago, Ricardo Ezzatti. En más de una ocasión -antes y después del nombramiento- el cardenal le habría planteado al Papa la inconveniencia de mantener a Barros como obispo en ejercicio. Según fuentes de la Iglesia, así lo hizo en un viaje al Vaticano en febrero de 2014 junto a otros obispos chilenos. Durante el Sínodo de noviembre volvió a comentarle sus antecedentes, y en febrero de 2015, con motivo del Consistorio, viajó nuevamente a Roma, donde le relató la agitación que se había generado en Chile.

Le habló de las manifestaciones que desde que se difundió la noticia del traslado comenzaron a ganar cada vez más adeptos en Osorno. Un estudiante de derecho, Juan Carlos Claret, había fundado un Movimiento de Laicos y Laicas, que encontró eco en el clero. En las parroquias, la mayoría de los fieles estaban consternados por la relación entre el nuevo obispo y Karadima, y habían presionado a los sacerdotes a pronunciarse. Aunque la mayoría de los obispos desaconsejó el nombramiento, el golpe directo lo recibió el arzobispo de Concepción, Fernando Chomalí, quien el 6 de marzo, en una extensa reunión con el Papa, le expuso con lujo de detalles el expediente de Barros. Pero era tarde. Francisco le respondió que ya los había analizado y su decisión se mantenía. Antes de despedirse, le ordenó que apoyara a Barros.

El Papa conocía perfectamente el caso. Una semana antes había tenido una reunión con Barros, que había sido gestionada por el cardenal Francisco Javier Errázuriz.

-Estando en Roma, me dijo el Papa Francisco que esperaba que monseñor Juan Barros lo visitara antes de regresar a Chile. Le comuniqué a monseñor Barros estas palabras -dice Errázuriz.

En Osorno, la ratificación fue tomada con ira. El movimiento llamó a una primera velatón frente a la catedral el mismo 6 de marzo, a la que luego se sumaron cinco más. En la última, la noche anterior a la toma de posesión, se juntaron 70 catequistas, diáconos y fieles, con carteles de repudio al obispo, y de rebeldía contra el Papa.

-Vamos a generar condiciones de ingobernabilidad para Barros -decía esa noche Juan Carlos Claret-, y si está tan empecinado en el poder tendrá que demostrar capacidad.

Los obispos no tienen una explicación a la decisión del Papa, y deslizan teorías como que detrás está la sombra del antiguo nuncio en Chile, Angelo Sodano, muy cercano a Karadima. Otra teoría apunta al retiro que durante todo enero tuvo al obispo Barros en España junto al jesuita Germán Arana, especialista en ejercicios espirituales para obispos de Latinoamérica, y, según comentarios de seminaristas españoles, un antiguo amigo de Francisco.

Tras terminar el retiro, Arana sostuvo una reunión con el Papa en que dio buenas referencias de Barros, y viajó a Osorno para asistir al nombramiento del nuevo obispo.

Desde el altar, cerca de Barros, pudo ver las banderas negras agitarse entre los bancos.


LA MISA NEGRA

De pronto, el rostro de Barros cambió. Había atravesado la catedral serenamente, mientras decenas de personas le gritaban “Judas” y “degenerado”, pero cuando llegó al fondo, la masa negra se lo comió. Alguien le voló la mitra de un golpe. Mientras lo tironeaban de sus ropas blancas, un banderazo negro surcó a centímetros de su cabeza. Por unos segundos, el miedo se vio en su rostro. En el caos, el obispo de Chillán, Carlos Pellegrín, bendecía a los manifestantes, y el arzobispo de Concepción, Fernando Chomalí, giraba con el báculo pastoral sobre su propio eje.

A un metro de Barros, liberado por un grupo de contra manifestantes, un hombre enfurecido le gritaba a otro de negro: “¿¡Escucharon a Jesús decir lo de la primera piedra!?”. El otro, llorando, le respondía: “¡Cristo nunca hizo algo así!”. Alrededor, señoras vestidas de blanco se insultaban con otras vestidas de negro, y en varios puntos de la iglesia comenzaban los golpes. Barros, en medio de los gritos, los rostros de desprecio y los empujones, logró llegar hasta el altar y se quedó allí, mirando en silencio. Enrique Hernández, secretario del obispado, comenzó a leer la Bula Papal, pero los insultos ya no dejaron oír nada. Una señora, con el rostro desencajado, gritaba: “¡Es el Papa el que está hablando!”. Detrás, dos niñas lloraban.

Luego de diez minutos, Barros recibió el báculo, con una sonrisa. Delante de él, banderas negras flameaban, y algunas señoras lo aplaudían. Cuando intentó comenzar la misa, los insultos, cada vez más violentos, la hicieron un espectáculo mudo. Entonces pareció entender el peligro: decidió no hacer la renovación de los signos, y canceló la comunión. Sólo siguió su sermón, que nadie escuchó.

Entre el público, un manifestante, llorando, repetía: “Hemos profanado la casa de Dios”. Juan Carlos Claret, más allá, miraba con el rostro desencajado a lo que había llegado su movimiento.

El obispo Barros levantó la hostia y dijo:

-Señor, no soy digno de que entres en mi casa…

Un grito conjunto rompió el aire de todo el lugar.

-¡Fuera! ¡Fuera! ¡Fuera!


DESPUÉS DE LA TEMPESTAD

Juan Barros, ya obispo de Osorno, volvió rojo a la sacristía. Los sacerdotes, por lo bajo, trataban de explicarse lo que había ocurrido. Varios opinaron que esa no podía ser gente de iglesia, que el acto se había politizado. Mientras obispos y sacerdotes compartían un cóctel encerrados en el templo, afuera los manifestantes se declaraban, por megáfono, una “Iglesia en rebeldía”.

Al día siguiente, la ciudad no habló de otra cosa en todo el día. Un taxista, camino a la catedral, dijo: “Pensaban que somos gente de la Edad Media, pero no. No lo vamos a dejar trabajar hasta que se vaya”.

Adentro, es Bernardo Werth, y no Barros, quien da la misa del domingo. Hay poca gente, pero todos van donde él a darle fuerza. Varios ocupan la palabra infierno. Werth dice que él no puede juzgar a alguien que no ha sido condenado, y que tiene que hacer un voto de confianza con el obispo. Que de a poco van a tener que reconstruir las confianzas, aunque ahora está en riesgo la celebración de Semana Santa. Una de las primeras discusiones ha sido cancelar la procesión que el Jueves Santo, Barros debería hacer por la plaza.

Mauricio Bello, vicario de la catedral y uno de los pocos párrocos que defienden el nombramiento, dice que los sacerdotes deberán guardar obediencia.

-Acá hay una autoridad, que ha dado un juicio fuerte, y lo ha ratificado. El Papa tiene súper claro que Karadima es una persona, y Barros otra. No puedes rebatir al Papa.

Mientras los laicos anunciaron velatones hasta que decida dar un paso al costado, en el colegio jesuita San Mateo, uno de los más importantes de Osorno, el sábado se hizo una reunión para recibir a los apoderados nuevos. Varios mostraron preocupación respecto a que el obispo visitara el colegio y tuviera contacto con niños. Leonardo Vera, presidente del Centro de Padres, tuvo que calmarlos: “Había preocupación sobre si estaría en actividades con los niños. Se les dijo que si el obispo viene al colegio, se les avisará el día anterior para que cada padre pueda decidir si manda a su hijo”.

Varios sacerdotes de Osorno, después del nombramiento, empezaron a repetir una frase resignada: “Habrá que arar con los bueyes que hayan”. Otros, indignados, que el espectáculo del sábado había demostrado que la jerarquía vive en otro mundo. “Si Barros nos quiere perseguir, se va a quedar sin sacerdotes”, decía Marco Hernández. El padre Kliegel se mostraba decepcionado: decía que el Vaticano no había escuchado el grito del pueblo de Dios.

-La misa fue una demostración de poder, y la reacción fue el estallido del pueblo, como la ira de Jesucristo en el templo. Puede ser una crisis positiva, espero que el obispo tenga la humildad para buscar un camino conjunto.

El primer acercamiento fue el miércoles en la noche. El obispo Barros llegó a la casa de Kliegel y le pidió que conversaran. Los términos fueron distintos: hablaron de la batalla entre fieles de negro y blanco ocurrida en la toma de posesión, y de empezar a hablar las cosas cara a cara. Luego Barros le pidió si podía bendecirlo.

-Usted sabe lo que pienso -le respondió el sacerdote-. Mi obediencia es mi penitencia.

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