Por Ascanio Cavallo, columnista de La Tercera Octubre 23, 2014

El Papa Francisco, elegido por una mayoría de ocasión y casi por defecto, se encontró con un Vaticano revuelto, donde los “liberales”, fortalecidos durante la gestión de Benedicto XVI, trataban de ganar posiciones ante el repliegue de los “conservadores”.

El sínodo de la familia, concluido en el Vaticano el domingo 19, ha echado luces sobre lo que está ocurriendo en la Iglesia Católica mundial. El documento final, entre muchas otras cosas, llama a tratar “con respeto y delicadeza” a los homosexuales y a “acompañar a los divorciados”. Aunque muchos interpretan estos nuevos matices como un triunfo de Francisco, también son un indicio del ritmo moroso que tendrá el proceso de cambios iniciado por Benedicto XVI. Después de todo, el respeto y la compañía debían ser formas universales del comportamiento cristiano; y ahora la Iglesia admite que no ha sido así.

Las nuevas definiciones de los obispos son al mismo tiempo modestas e históricas. Revelan un muy ligero predominio de las tendencias que promueven un nuevo aggiornamento de la Iglesia para el siglo XXI, dentro de esa tensión milenaria que enfrenta a quienes defienden la intangibilidad de la doctrina contra quienes impulsan su ajuste continuo a la evolución de la historia. El lenguaje de la política denomina “conservadores” a unos y “liberales” a otros, una conceptualización pobre, pero traslúcida a falta de otra mejor.

En realidad, esta tensión define la historia misma de la Iglesia y se puede aventurar que su origen más remoto está en su propia idea de una doble naturaleza divina y humana. Como guardiana de la doctrina, la Santa Sede ha vivido la mayor parte de su historia bajo el predominio “conservador”. La revolución más importante de los últimos siglos la produjo a comienzos de los 60 el veterano Juan XXIII al lanzar el Concilio Vaticano II, bajo la consigna del aggiornamento y el llamado a “abrir las ventanas de la Iglesia”.

La contrarrevolución la encabezó Juan Pablo II, que cerró las ventanas, puso fin a las dudas y restauró el peso de la doctrina. Ese desplazamiento duró 28 años, lo que quiere decir que tuvo el tiempo necesario para reconfigurar una inmensa parte de la Iglesia mundial con arreglo a tal programa. Se discutirá por décadas si la contrarrevolución era necesaria para poner fin a la agitación centrífuga en que derivó el post-Concilio. El hecho es que se prolongó hasta el momento en que la doctrina, y en especial sus extensiones por el sexo y la vida personal, comenzó a ser perforada por los escándalos dentro de las propias fracciones “conservadoras”.

Entonces ocurrió algo extraordinario, de proporciones históricas, que no ha sido aquilatado en toda su hondura. Quien había sido el cancerbero de la ortodoxia, el cardenal Joseph Ratzinger, se convirtió, una vez instalado como Benedicto XVI, en el propulsor de una nueva modernización. Como el intelectual brillante que siempre fue, el nuevo Papa puso atención a la tempestuosa realidad que vivía la Iglesia al iniciarse el nuevo siglo y actuó según su percepción de lo que se necesitaba.

Su reforma de la Curia, entre muchas otras cosas, estableció que la única exigencia taxativa para las iglesias nacionales sería la de informar sobre casos sexuales. Con ello devolvió a las iglesias locales una autonomía que muchas no han sabido entender ni menos practicar. Pero en los pasadizos de la Curia, por donde se desplazan los hombres poderosos e influyentes -y no sólo religiosos-, continuó imperando la cultura del secreto y la conspiración que se remonta más atrás de los Borgia. Sólo esa cultura puede explicar por qué todavía hay sacerdotes investigados fuera de sus diócesis o congregaciones, por qué los nuncios hacen investigaciones, por qué los obispos mandan reportes privados. Y por qué hay gente que influye para mover esa maquinaria.

Benedicto XVI imaginaba una Curia dedicada a los grandes desafíos del futuro -la neurociencia, la genética, la inteligencia artificial, las migraciones masivas, los recursos naturales, el cambio climático-, que hubiese reducido la lucha entre fracciones a su mínimo endémico. Pero no fue así, y no es excéntrico oír una protesta en sordina contra aquellos que lo obstaculizaron, o quizás contra su propia falta de fuerzas, por detrás de su inédita renuncia al Papado. Para ese momento, Benedicto XVI era un hombre solo.

Francisco, elegido por una mayoría de ocasión y casi por defecto, se encontró con un Vaticano revuelto, donde los “liberales”, fortalecidos durante la gestión de Benedicto XVI, trataban de ganar posiciones ante el repliegue de los “conservadores”. Las órdenes más identificadas con la primera línea -jesuitas, salesianos, franciscanos- pasaron a ocupar los lugares que Juan Pablo II había cedido al Opus, los Legionarios y similares. Pero este es sólo un dibujo de trazo muy grueso, porque la verdadera lucha se libra entre los cardenales y obispos sin bandera, los que saben tocar los timbres adecuados en los momentos precisos. Y son los que -todo hay que decirlo- preparan la sucesión de Francisco, porque calculan que éste no será más que un Papa de transición.

Cuando esta lucha baja a la escala de las iglesias nacionales, siempre se vuelve más pedestre y guarda una forma muy limitada de misterio. No es necesario ver debajo del agua para percibir que las denuncias contra los curas Berríos, Aldunate, Puga y Montes buscan alguna forma de empate con los resonantes casos de Karadima y O’Reilly.

El conflicto actual de la Iglesia chilena es el reflejo de algunas tensiones políticas locales y de la lucha por la hegemonía entre las elites católicas. Pero es también, y quizás sobre todo, un eco de lo que está sucediendo en Roma, cuando el Papa Francisco avanza a paso firme hacia su propia soledad.

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