Por Patricio Jara Octubre 22, 2014

© Pablo Sanhueza

Lo que ocurre con algunos automovilistas y sus malos hábitos es cuento viejo, pero hoy se ha replicado en ciertos ciclistas, sobre todo a aquellos que, subidos a la vereda por temor a los autos, se comportan de la misma manera con los peatones.

Nunca aprendí a andar en bicicleta. Tampoco tengo carné de conducir. Y para ambas cosas es bastante tarde si he de intentarlo nuevamente. Por lo tanto, pertenezco a esa clase de chilenos que cuando no toman micro ni metro ni taxi, simplemente caminan. En mi caso, lo he convertido en opción: camino por terapia, para bajar la espuma después de la jornada. Camino y escucho música. Camino y escucho noticias y programas deportivos. Camino y, en ocasiones, hablo solo. No bajo de 40 minutos diarios, siempre en línea recta y a paso largo y constante. Es, por lo general, mi momento del día, pero siempre se interrumpe al llegar a una esquina donde hay un paso de cebra con la pintura gastada, un semáforo tuerto o bien cuando a la distancia asoma uno o más ciclistas en sentido contrario, y casi siempre bastante rápido. Entonces ocurre lo inevitable: la reacción primaria del homo sapiens ante la máquina y los peligros que encierra, lo cual no es distinto, supongo, a la reacción que tuvieron los aborígenes americanos al ver a los españoles arriba de un caballo, ni cuando en los campos de batalla asomaron los tanques y otra clase de vehículos concebidos, además del sentido práctico, para imponer superioridad ante el hombre común, ante el hombre de a pie.

Pienso en las primeras líneas de Correr, la novela de Jean Echenoz que describe las aventuras del atleta checo Emil Zátopek. “Los alemanes han entrado en Moravia. Han llegado a caballo, en moto, en coche, en camión, pero también en calesa, seguidos de unidades de infantería y de columnas de avituallamiento, más algunos vehículos semioruga”. Así comienza. Con una invasión a la que nadie puede hacer frente porque es, antes que todo, una invasión de máquinas. Y el detalle, que es real, que es histórico, también es simbólico: los alemanes invadieron lo que hoy es República Checa y de inmediato ocuparon Ostrava, la ciudad de Thomas Bata, la ciudad de los zapatos.

El problema, desde luego, no es con los vehículos motorizados ni a pedales, sino con las costumbres de quienes los utilizan. Lo que ocurre con algunos automovilistas y sus malos hábitos es cuento viejo, pero hoy se ha replicado en ciertos ciclistas, sobre todo en aquellos que, subidos a la vereda por temor a los autos, se comportan de la misma manera con los peatones. Ellos esperan que te hagas a un lado del camino, como si usar una bici y apelar a las bondades del ejercicio físico o la importancia de la descontaminación del planeta les confiriera alguna clase de superioridad moral, y que no es precisamente la de los chicos que trataban de salvar a E.T.

A mediados de julio de este año, la Municipalidad de Santiago anunció la construcción de una ciclovía para el centro de la ciudad. Ésta cruzará la Alameda y formará, con otras desde Quinta Normal hasta Providencia, un circuito de más de cinco kilómetros. Poco después, el subsecretario de Transportes aseguró que la presidenta encargó tener 190 kilómetros de ciclovías de alto estándar a través de todo el país, destacando que para el 2030 esperan que en la Región Metropolitana  haya 900 kilómetros de estas rutas especiales.

Habrá que ver todo eso. Especialmente la ciclovía de la Alameda, pues el problema, kilómetros más o kilómetros menos, está en un aspecto incluso más importante que la habitual estrechez de las vías (entre 50 y 70 centímetros): está en el incontenible impulso de muchos para usarlas como velódromo, incluso tratando de adelantar a los que van a velocidad normal. Basta fijarse, especialmente en la mañana y al atardecer, cómo algunos ciclistas, para evitar los riesgos de su propio camino especial, prefieren hacerse a la calle o bien subir a la vereda y en vez de chocar con otro igual a ellos, les sale más a cuenta echarles los fierros encima a los caminantes. Así ocurre, por ejemplo, en ciertas intersecciones de la ciclovía de Antonio Varas, donde a ciertas horas tanto ciclistas como peatones debieran usar casco. Si no los detiene un semáforo, ocupan el paso de cebra como una prolongación de su pista y muy pocos disminuyen la velocidad, y muy pocos se detienen, también, si han pasado a llevar a alguien. Total, las bicicletas también sirven para arrancar más rápido.

En sus crónicas reunidas en Chile bicicleta, Tito Matamala dedica un capítulo al problema de las ciclovías, a su mal diseño y, sobre todo, a los peatones que las ocupan para caminar. Con desazón, concluye que las ciclovías, como están concebidas, son más bien “un acto demagógico, populista, destinado a mantener callado al perraje, que intenta simular una preocupación del gobierno de turno por la vida sana, la descontaminación y los tacos en las grandes ciudades”.

En estos temas nunca nadie está conforme, y todo se reduce a una ley natural, y que de tan natural y obvia no tiene vuelta: los autos se comen a los ciclistas y los empujan hacia la vereda, y los ciclistas se comen a los peatones y los empujan hacia la pared.

El argentino Pedro Mairal acaba de publicar en Chile un notable libro de crónicas llamado El subrayador. Y en una de ellas aborda notablemente ciertas aristas de este tema, más allá de que se trate de vehículos motorizados o a pedal.

“Hay una violencia dinámica que se percibe al volante, una violencia recíproca entre los conductores”, anota. “Se maneja con la guardia alta, ya pensando que el otro va a atacar primero, que el otro va a cruzar en rojo, que el otro nos va a encerrar. Se maneja esquivando intelectuales que cruzan por el medio de la calle pensando en Roland Barthes”.

Mairal da en el clavo y vuelve todo al principio. Encontrarse con otro que viene en sentido contrario del camino hoy sólo conlleva motivos para estar alerta. ¿Se mueve él o me muevo yo? Siempre hay en eso algo de respeto, de amabilidad. Si ya no somos capaces de decirnos “buenos días”, al menos podemos tener ese gesto de ceder el paso, pero cuando se trata de bicicletas, sólo opera el instinto de supervivencia.

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