Por Nicolás Alonso Agosto 21, 2014

El ingeniero caraqueño Alejandro Villasmil, a sus 37 años, sabe lo que hay que saber. Por eso, cada noche, cuando llega a su departamento en Providencia luego de terminar su jornada laboral como account manager en Telefónica, junta ánimos para dedicar un largo rato a responder los mensajes que otros venezolanos le han dejado en Facebook. Y nunca son pocos. A dos años de llegar al país, es el administrador de los dos grupos que existen para profesionales venezolanos en Chile, donde ocho mil personas le piden consejos para cumplir lo que ya varios llaman “el sueño chileno”.

-Esto no es una aventura, es algo a lo que lamentablemente tienes que dedicarte, si quieres hacer pie -dice mientras chequea mensajes en el grupo-. La gente no se prepara para el proceso de migración, piensan que los recibirán con los brazos abiertos. Y es algo muy delicado.

En 2012, Villasmil fue uno de los 1249 venezolanos que pidieron visa temporaria. Como casi todos sus compatriotas que han arribado masivamente en la última década -que en total ya se estiman en cerca de 9 mil-,  huyó menos de la situación económica que de la inseguridad. Del miedo siempre latente, explica, de que, por andar en auto o ir a un mall, lo asaltaran como a tantos otros, y tal vez  ése fuera el fin de la historia. Por eso renunció a un puesto gerencial en Divenca, la mayor marca de colchones en Venezuela, y decidió irse a probar suerte al país en que -ya se corría la voz- casi todos los profesionales venezolanos conseguían buenos sueldos.

No fue tan fácil. Los primeros cinco meses, pese a tener dos postítulos en la U. Central de Venezuela y en la U. Católica Andrés Bello, fracasó en todas las entrevistas. Pero con el tiempo, cuenta, fue entendiendo los pequeños detalles, cosas que parecen tontas pero marcan la diferencia, como que en Chile se dice “ingeniero” y no “licenciado”. O que en una entrevista hay que mantenerse más sobrio, no tan abierto como en Venezuela. Puede enumerar montones de datos por el estilo, que los cerca de dos mil miembros del grupo que aún no migran reciben como verdades reveladas. Pero las cosas han cambiado. Con el último boom de la migración profesional venezolana post Maduro las visas temporarias han comenzado a tardar. Hoy el proceso ha aumentado de una semana hasta 3 a 4 meses, cuenta Villasmil, generando un fuerte castigo económico para los migrantes, que tienen que mantenerse sin poder conseguir un primer trabajo.

Entonces tratan de acogerse a las diversas redes de apoyos y allí hay distintos mundos, con tensión entre sí, generados por diferentes oleadas migratorias. “Huechuzuela”, como llaman a Huechuraba, fue el primer espacio que ocuparon desde fines de los 90 y donde se estima que hoy viven alrededor de 2.500 venezolanos. Es el foco de la clase media migrante, que se reúne en lugares como la pastelería Sacher, o el restaurante Home Run del Sabor. En 2002 hubo una segunda oleada, post radicalización chavista, con la que comenzaron a llegar profesionales de alto rango, la mayoría hacia Las Condes y La Dehesa, y en los últimos años se ha desatado el arribo de profesionales jóvenes, la mayoría a edificios económicos de Santiago centro. Esta última oleada ha consolidado puntos como la arepera Amanda en el centro, los partidos de béisbol en el Estadio Nacional, la selección femenina “vinotinto” en Huechuraba, o la “fiesta venezolana”, que desde el año pasado congrega cada mes a varios centenares de inmigrantes en algún bar de la capital.

Alfredo Gorrochotegui es parte del sector más acomodado de los migrantes venezolanos en Santiago. Ph.D. en Filosofía y Letras de la U. de Navarra, en marzo de 2011 decidió venirse -por la inseguridad y por las pocas oportunidades de financiamiento en universidades- a trabajar como profesor a la U. de los Andes, donde hoy es el director del magíster de gestión educacional.  Todos los fines de semana se junta con integrantes de un grupo de unos 40 venezolanos, la mayoría altos cargos en empresas en el país, a comer arepas en su casa de San Carlos de Apoquindo, o en las otras de La Dehesa o Las Condes. Cada mes, cuenta, le llegan al menos tres o cuatro currículums de profesionales top venezolanos, que intenta hacer llegar a algún lado, en la medida que puede.

Dice que los distintos grupos de venezolanos en Santiago están divididos, porque que no había una red de apoyo anterior, ni experiencia en migraciones. Ése es un diagnóstico común entre los venezolanos: la primera migración relevante de su historia se dio sin canales de unión consistentes, por oleadas, y acabó por formar distintos guetos en la capital. También dice que buena parte de los venezolanos que llegan a Chile sufren para adaptarse culturalmente, pero consiguen empleo bien remunerado al poco tiempo, por lo que difícilmente volverían a Venezuela. Su preocupación, transversal entre los migrantes venezolanos mejor asentados, es que el rumor sobre lo fácil que es sacar una visa temporaria y conseguir un trabajo en el país genere una diáspora que los afecte como comunidad.

-Me preocupa que las generaciones que se están viniendo hayan sido formadas en el periodo chavista, donde ha habido una disminución de la educación, de las buenas maneras, y ha aumentado la crispación -dice Gorrochotegui-. Eso puede generar que la gente llegue sin capacidad para vivir en un país ordenado, y eso podría afectarnos a todos.

La manera ideal de llegar -lo que todos buscan- es a través de  un contrato previo con una empresa trasnacional. Los casos más comentados en la comunidad son los de las empresas  de servicios financieros KPMG y Price Waterhouse, que en los últimos años han traído varias decenas de venezolanos al país. Pero lo más común es entrar como turista, conseguir una oferta de trabajo, y sacar una visa sujeta a contrato que a los dos años permita postular a residencia definitiva. Pero no siempre el plan funciona. María Gabriela Morales, de 31 años, analista en la minera Tres Valles y ex KPMG, lleva cuatro años viviendo en Chile y aún no obtiene la residencia. Ése es un problema de muchos de los profesionales jóvenes que llegan al país: al cambiar de trabajo, las visas pierden la antigüedad, y tienen que comenzar todo de cero. Por eso, aún teniendo buenos trabajos, no pueden comprar casas, ni autos, y difícilmente reciben créditos. Pero siguen viniendo: casi siempre hay alguien dispuesto a abrirles un canal de entrada.

Fernando Manosalva, actor venezolano-chileno de 36 años, lleva seis años viviendo en el país, y es una de las figuras centrales de la vida cultural de la comunidad. Organiza cada mes la “fiesta venezolana”, que reúne a buena parte de los migrantes del centro y de Huechuraba a sentir por un rato que todavía están en Venezuela. También organiza espectáculos: en noviembre trajo al humorista Emilio Lovera y 900 venezolanos asistieron al Teatro Cariola para ver su show sobre migrantes. Pero su rol más relevante es otro: ayuda a jóvenes inmigrantes a sacar visas en el país, emitiéndoles cartas de oferta laboral. Ha hecho cerca de cien. Dice que muchos ya no se vienen en buenas condiciones, que se corrió la voz y están comenzando a llegar muchachos sin estudios y con 300 dólares encima, a ver qué encuentran.

-Ahora estamos con la migración full, desde hace dos años, es increíble. Lo veo en las fiestas. Me da lo mismo que el ministerio tenga mi nombre en 70, 80 o 90 cartas de oferta laboral, yo se las doy porque creo que tenemos que ayudarnos. He hecho 30 en un mes. De la mayoría no he vuelto a saber nada. Y sé que muchos fracasan, pero yo quiero darles una mano.

Está parado en la puerta del local Salsa Brava, en Santa Isabel. De fondo suena rumba. Hay una bandera gigante, hay un grupo musical chileno que habla como si fueran venezolanos, y hay globos tricolores pegados sobre palmeras falsas. En medio de todo, un centenar de inmigrantes bailan.

Es sábado, y es la “fiesta venezolana” en Chile.

Donde todos quieren estar.


SOMBRAS DOMINICANAS

La historia es una, y se cuenta en los nocturnos pasillos de La Vega, donde los dominicanos ilegales trabajan de tres a nueve de la mañana cargando fruta, mientras la PDI duerme. También se repite en las galerías de peluqueros negros del centro de Santiago. La historia, trágica y absurda en su reiteración, es siempre la misma. Varía alguna circunstancia, algún lugar en la ruta, un nombre propio.

La historia la cuenta ahora Margarita Cuevas -34 años, raza negra-, en el departamento que comparte con otros cinco ilegales como ella, todos víctimas de trata de personas, en Avenida La Paz. Son cinco dentro del número desconocido de dominicanos ilegales en Chile, que no figuran entre los 5.166 legales estimados por Extranjería, en la mayor explosión migratoria de los últimos años, junto a la de los haitianos. Este departamento, separado por cortinas y con apenas algunos mueble viejos, es un lujo: antes vivió junto a su pareja en una casa de un solo baño, con otros 27 migrantes ilegales, durmiendo seis en la misma pieza. También conoció departamentos donde vivían hasta 14 personas en el suelo. “Sí, acá somos ricos”, repite, convenciéndose.

Su habitación la paga saliendo todas las noches a las tres de la mañana a vender café en un carro de supermercado, en las horas que puede estar a salvo de la policía. No está a salvo de abusadores y asaltantes, que muchas veces la persiguen, pero eso le importa menos. Empieza a narrar la travesía del engaño, repitiendo los mismos detalles que antes han dicho otros ilegales con una exactitud pavorosa. Cuenta que era analista de crédito en el banco Unicrédito, en Santo Domingo, lo que le bastaba para vivir bien. Que desde los nueve años se había criado sola, junto a una hermana siete años mayor que pronto murió en la calle, dejándole sus tres hijos. Luego tendría otros cuatro. Pero había salido adelante: había trabajado en cocinerías, y luego como asistente de una ejecutiva en Scotiabank, que la había introducido en el mundo bancario.

A fines de 2013 cayó en la trampa. Una amiga le presentó a Henry Reyes, un dominicano que todos describen como “elegante” y que aparece en todas las historias. Él le contó, recuerda, que en Chile podía ganar dos mil dólares en una semana -“lo mismo me dijo a mí”, dice uno de sus compañeros, y lanza una sonrisa amarga-, que necesitaban gente para trabajar en minas, que él podía ayudarlos con los vuelos y con todos los papeles. Sólo tenían que pagarle cuatro mil dólares para los gastos. Ella, como casi todos los dominicanos, nunca había viajado fuera del país, y luego de varias invitaciones a restaurantes y otras promesas, terminó por convencerse. Con su pareja pidieron un préstamo y le dieron el dinero. También se quedó con el auto y la moto de ambos.

Mientras Cuevas sigue hablando, se le va quebrando la voz. Sus compañeros rellenan la historia, que siempre es la misma.  Lo que viene después es un mes de travesía entre aviones y buses, que ellos pensaban que duraría un día. De hecho, pensaban que Chile quedaba en México. La ruta de siempre: un avión a Ecuador, y luego por tierra a Perú, Bolivia y a la frontera con Iquique. Cuando finalmente entraron al país, por un costado de la aduana, aún creían que todo era legal. Que sólo habían ocurrido contratiempos. Reyes les dio papeles con timbres falsificados, y los dejó en Iquique, luego de robarles 250 dólares. No volvieron a saber de él, pero sí supieron, muy pronto, lo que significa transformarse en ilegales: ambos hoy trabajan de noche, huyendo de la policía, y no tienen acceso a nada. Cuevas tiene una válvula tapada en el corazón, pero se automedica desde hace meses, porque no puede pagar por salud. Varias veces ha pensado en matarse.

-No podemos trabajar, nos empujan a las mujeres a prostituirnos, a los hombres a meterse al narcotráfico. Estamos presos en libertad. En la PDI te dicen que te vayas, pero el pasaje vale 600 mil pesos. ¿Qué quieren que haga una?

La pregunta queda flotando, y nadie la contesta. Según los propios dominicanos, al mes unos 15 o 20 ilegales entran al país. Puede ser una exageración, pero lo concreto es que nadie sabe cuántos hay. La mayoría vive en Independencia, Recoleta o en Colina, donde llegan a ser varios centenares. La galería Plaza de Armas, en Merced, es uno de esos rincones que permiten calibrar la magnitud de la migración. Entre decenas de peluquerías dominicanas con nombres como The Flow Factory o King Style, muchachos dominicanos y haitianos se pasean, miran los cortes de pelo estilo reggaetón, con estrellas y figuras. Fuman todo el día. En el local 141, Miguel Suero y Marcelino Tejeda, ambos dominicanos y de raza negra, tienen su local con papeles al día.

Suero cuenta que llegó a Chile en 2005, entusiasmado, como todos los dominicanos, con la idea de viajar, y en su caso de conocer el frío. Quería saber cómo se sentía la nieve, o cómo era usar una bufanda. Cuando llegó, lo impactó el respeto y el orden que vio en el país, y decidió quedarse. Sacó una visa temporaria, trabajó cinco años en Derco, y luego se animó a volver a su oficio: el de peluquero, que en República Dominicana, cuenta, es el más deseado por los niños, luego de beisbolista o actor. Al principio, no había casi clientes, pero con el boom en 2010 por el reggaetón empezó a llenarse el local de adolescentes chilenos. Eso atrajo muchos más dominicanos.

Con el aumento masivo de sus compatriotas, el recuerdo que tenía del respeto se fue apagando: empezó a sentir el racismo, los insultos en la calle, los empujones en el metro. Pero sobre todo comenzó a conocer a diario las historias de dominicanos desesperados, que luego de ser atrapados como ilegales o denunciarse, quedan hoy en un limbo que puede durar de uno a dos años, en que tienen que firmar periódicamente en la PDI esperando la expulsión, pero no tienen papeles para poder trabajar. En ese terreno muerto, cuenta Suero, se generan las acciones desesperadas, que hoy los estigmatizan también a ellos.

-Que entre gente ilegal a cualquier país está mal. Eso es así. El problema acá es que las autoridades no se deciden: podrían cortar la frontera y ayudar a los que están acá, o podrían expulsarlos. Pero quedan en nada. Acá llegan todo el tiempo a pedirnos ayuda. Tratamos de darles un plato de comida, cortarles el pelo para que vayan a una entrevista. Es triste.

A pocos metros de la galería, el día anterior pasó la primera marcha de ilegales por una amnistía masiva migratoria. La gran mayoría dominicanos, caminaron por el Paseo Ahumada con pancartas, pidiendo una oportunidad, un trato humanitario. En Chile hubo dos resoluciones de este tipo, en 1997 y 2008, pero no es fácil que se repita una tercera con el crecimiento que ha tenido el número de ilegales en los últimos años.

En medio de la marcha, Magalis de los Santos, de 28 años, raza negra, caminó toda la mañana junto a los demás, y luego se sentó en un café a contar su historia, antes de partir a la casa en donde trabaja como empleada puertas adentro, lo único que puede hacer sin tener papeles. La misma historia: el engaño, la travesía, estar escondida un par de días en una cueva en el desierto. Dijo que estaba desesperada, porque le había llegado la carta de expulsión hace un mes, y ni siquiera sabía cuándo tendría que irse. Que estaba arrepentida de haberse denunciado, que pensó que la tratarían con mayor compasión, después de todo lo que había vivido.

Antes de irse, mostró uno de los pocos tesoros que le quedan: dos pulseras hechas con mostacillas que le dieron sus dos hijas, de ocho y diez años. Y dijo, con ojos desesperados, que tenía un tercero con epilepsia, por el cual estaba aquí, para poder mandarle sus medicamentos.

Dijo que no sabía qué haría si la echaban del país.

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