Por Nicolás Alonso Julio 23, 2014

© Pablo Sanhueza

“Traté de convencerlo de que no volviera a las pesas, pero luego compitió y volvió a ser como antes, a esa felicidad de antes”, dice su madre. “Imagínate verlo tres años con un pesar tan profundo en su mirada, y de pronto sonriendo de nuevo. Ahí entendí que era su camino”.

“Quiero terminar lo que empecé. Es difícil que algo logre pararme. Ya me perdí los Odesur, ya me perdí el Mundial. Me perdí todo. Pero siempre hay algo más”, dice Carinao. “Esto ya no es algo que me guste hacer, es otra cosa, un tema de amor propio. No me voy a rendir ahora. Ya volví”.

-Sáquenme los zapatos -fue lo que dijo Jorge Carinao ese 20 de diciembre de 2008 desde el piso del Centro de Entrenamiento Olímpico, mientras intentaba enfocar los rostros de su entrenador, de los jueces y de sus compañeros, que habían formado un círculo alrededor suyo.

Llevaba minutos tirado, y le costaba respirar, pero aún no entendía qué había pasado. Y no lo haría hasta el anochecer, cuando en el Hospital del Trabajador un doctor le dijera que esos 110 kilos que habían caído sobre su cuello, que lo habían sentado de un golpe en el piso y habían presionado su columna hasta azotarla como un látigo violento, eran también el comienzo del resto de su vida.

-Sáquenmelos -insistió.

Arriba suyo vio rostros desfigurarse. 

-Ya te los sacamos -dijo alguien-. No los tienes puestos.

Ese día había comenzado diferente a los demás. No era la presión, a eso estaba acostumbrado. Era la promesa de la selección nacional de pesas, había batido récords internacionales en prejuvenil, su categoría, y ese mismo diciembre se había llevado las nueve medallas de oro del campeonato nacional unificado, contra juveniles y adultos. Había levantado 115 kilos en arranque -en un solo movimiento-, y 137 en envión -del suelo al pecho, y del pecho al cielo.

Llevaba un año siendo el mejor, y le gustaba demostrarlo: en las competencias jugaba a ganar levantando sólo un kilo más que su adversario más cercano. Pero ese día era diferente. La prueba no era gran cosa, sólo un testeo para el nuevo entrenador nacional, el cubano Luis López, que venía de brillar dirigiendo a Ecuador. Carinao-que hasta hoy admira al cubano- quería demostrarle de qué estaba hecho.

Pero no entendía qué le pasaba. La noche anterior no había podido dormir, y estaba incómodo.

-En esto, el miedo juega. El miedo es ese segundo que pierdes, después del cual ya no te metes debajo -dice hoy Carinao, de 23 años, mientras levanta pesas en el CAR. Sus brazos y su torso, largos y poderosos, en contraste con sus pequeñas piernas. Cuando deja la pesa, hace un esfuerzo que parece mayor para acomodarlas en su silla de ruedas. Luego atraviesa el complejo, donde vive desde los 15 años, cuando dejó su natal Temuco para ser un campeón olímpico. Comienza a relatar su historia, que parte con él y un amigo en una mañana de primero medio, yendo a un centro regional a levantar pesas para capear las clases de educación física. Llegaron apostando sobre quién era más fuerte, pero cuando el entrenador que los chequeó le dijo que tenía mala postura, que no servía para las pesas, le dio la motivación que necesitaba. Él se lo tomó como algo personal.

Empezó a entrenar duro, y en pocos meses ya levantaba 62 kilos, y competía contra los mejores pesistas del centro. Averiguó quién era el que más levantaba -alguien le habló de un muchacho que llegaba a los 100-, y se obsesionó con vencerlo. Tenía determinación, pero no era muy disciplinado. Su técnico, Nelson Gatica, lo retaba por ser algo imprudente en sus movimientos. Un año después colgó su primera medalla regional en su pieza, y se prometió llenar toda la pared. Le ofrecieron ser parte de la selección nacional, y se mudó a Santiago. Empezó a competir, y a ganar, en torneos fuera de Chile. Estaba convencido de que sería un campeón olímpico.

Esa historia terminó el día en que empezó esta historia: el 20 de diciembre de 2008.

Carinao vio, nervioso, cómo sus dos compañeros de equipo fallaban sus tres levantamientos en la prueba de nivel. Él nunca había tenido un “nulo” en arranque, pero seguía incómodo. Se acercó a López y le pidió no levantar. “Le dije que me sentía sin energía, que no quería hacerlo”, cuenta. “Me dijo: ¡qué cojones!, ¡no quieres competir!, tú haces lo que se te dice”.

Pidió abrir con 110 kilos, 15 menos de lo que levantaba en sus entrenamientos. El primer intento se le cayó de las manos. Miró de reojo a su entrenador, y le pareció verlo furioso. Probó de nuevo, y volvió a fallar. Cuando el tercer intento subió, a muy poca altura, ya había decidido meterse debajo y levantarlo a como diera lugar.

Su codo derecho se dobló. La barra cayó súbitamente.

Mientras rebotaba en el piso, sólo pensó en una cosa: era su primer “nulo”.

UN MUSTANG ROJO Y UNA SILLA DE RUEDAS
El diagnóstico fue brutal: dos vértebras quebradas y daño medular. Y lo que vino después fue un viaje a la oscuridad. Luego de tres meses en el hospital-donde se rehusaba a aceptar la silla de ruedas, sufría por la idea de no volver a competir, y básicamente odiaba todo y a todos-, se inscribió en un preuniversitario. Pensaba estudiar Ingeniería Comercial, pero sólo fue a unas pocas clases: no soportaba que lo trataran con lástima. Sin un plan, gastó el dinero de su seguro en un Mustang rojo descapotable, y empezó a pasar los días en él, yendo de un punto a otro de la ciudad, sin destino y sin bajarse: no quería que nadie lo mirara. Dejó de comer, y llegó a pesar poco más de 40 kilos. Seguía viviendo en el CAR, pero casi no llegaba en las noches. Le diagnosticaron depresión.

En el hospital, el gerente de la Federación Paralímpica, Patricio Bowen, se le había acercado, pero él se lo había tomado mal.  Las pesas paralímpicas no eran opción.

-Yo tenía fuertes prejuicios con el deporte paralímpico. Para mí era como salir a que la gente te aplaudiera y dijera: “Mira qué bonitos se ven”.

Para fines de 2010 estaba tan flaco que sus amigos comenzaron a preocuparse. Le insistían en que los acompañara a entrenar. Le pasaban un fierro para que levantara, pero él se quedaba mirando la tarima donde había caminado por última vez. Fue con el paso de esos entrenamientos donde empezó a cansarse de sus lamentos. Un día de diciembre, entró a la oficina de Bowen, y le dijo que quería volver a entrenar.  El dirigente sonrió, y buscó una carpeta que ya tenía preparada con sus papeles. Le dijo que para ir a los Panamericanos de Guadalajara 2011 necesitaba levantar 105 kilos. A Carinao le decepcionó que fuera tan poco, pero aceptó el desafío.

-Yo nunca pude ir a unos Juegos Olímpicos, ni a unos Panamericanos, y era la posibilidad de completar mi vida deportiva. Pensaba ir a Guadalajara y chao. Quería poder decir: bueno, quedé en silla de ruedas, pero al menos cumplí uno de mis sueños. Quizás por un camino paralelo al que quería, pero llegando al mismo lugar.

El primer entrenamiento con el ex pesista Víctor Rubilar, su técnico hasta hoy, no fue fácil. Carinao estuvo 15 minutos mirando la barra, con sus manos sobre ella, antes de atreverse a levantarla. Eran sólo 50 kilos, pero cuando los tuvo arriba sintió una emoción que no creyó que volvería a experimentar. La modalidad paralímpica de competir acostado no le gustaba -ni le gusta hoy-, porque sobredimensiona la fuerza sobre la técnica, pero ya estaba decidido. En pocos meses ya levantaba 105 kilos, luego 115, hasta 120. Sólo había un peso que no se atrevía a enfrentar: los 110 que habían caído sobre él años atrás. Tuvo que pasar medio año para decidiera volver a ponerlos sobre su cabeza. Lo que sintió fue rabia.

En Guadalajara salió sexto, y eso, dice, fue mejor que haber ganado: había quedado impresionado por el nivel de sus oponentes. Eso terminó por derrumbar sus prejuicios. Se propuso ser el mejor pesista paralímpico del mundo. Sus cercanos, cuando hablan de cómo volvió de ese viaje, ocupan la misma palabra: renacer. Y aún se sorprenden. Su madre, Mónica Cárdenas, que lleva años soñando con que las pesas sean prohibidas como deporte, lo dice así:

-Yo decía: está loco, cómo va a volver a las pesas. Traté de convencerlo de que no lo hiciera, pero luego compitió y volvió a ser como antes, a esa felicidad de antes. Imagínate verlo tres años con un pesar tan profundo en su mirada, y de pronto sonriendo de nuevo. Ahí entendí que era su camino. Es irónico si lo piensas, pero gracias a las pesas él volvió a vivir. Y por ellas casi murió.

LA HERIDA IGNORADA
Su gran golpe fue en mayo del año pasado, en un torneo disputado en Aleksin, Rusia, donde rompió, con 140 kilos, el récord americano, y se transformó en el mejor pesista categoría 52 kilos del continente. También fue un triunfo personal: era más peso que lo que jamás había levantado como convencional. Ya había vendido el Mustang, entrenaba duro, y comenzaba a pensar que lo que había sufrido no había sido tan malo después de todo: lo había hecho más competitivo, había reforzado su camino hacia una medalla olímpica.

Pero vendrían nuevos golpes.

Estaba enfocado en los Odesur de Santiago 2014 desde hacía dos años, tras perderse los Juegos Olímpicos de Londres por un error de la federación, que no lo inscribió. Era el torneo que no podía dejar pasar. Estaba levantando 150 kilos, y se había convencido de que en su casa, en su gimnasio, nada podría quitarle el oro. Tan motivado estaba, que decidió pasar por alto las manchas de sangre que tres meses antes de la competencia comenzaron a aparecer en su cama. Venían de una escara en una pierna, producida por la inmovilidad. No era grave, pero curársela significaba pasar un mes en el hospital, sin entrenar. Decidió viajar primero a competir a un torneo en São Paulo. Salió segundo. Luego no quiso dejar de entrenar para los Odesur.

Dos semanas antes de la competencia, se descompuso en un entrenamiento. Tenía fiebre, y sabía que era por la herida. Cuando los médicos la vieron, la infección ya había tomado el hueso, y amenazaba con costarle la amputación. El 20 de febrero lo internaron en la misma pieza donde había estado cinco años atrás, y para él fue como un pase de vuelta al infierno. Sólo que esta vez, dice, fue mucho peor. Hasta el último minuto rogó porque lo dejaran competir, pero para cuando lo dieron de alta, cinco semanas después, no sólo se había perdido los Odesur, sino también el Mundial de Dubái, donde se jugaba la clasificación a las Olimpiadas de Río 2016.

Lo primero que hizo al salir fue ir al CAR, y ponerse debajo de una pesa de 120 kilos. La levantó en su primer intento, delante de sus compañeros de la selección paralímpica.

-¿Tú sabes que el brasilero que ganó el oro hizo 103, verdad? -le dijeron.

Él agachó la cabeza.

EL PRÓXIMO PESO
Hace un mes, Jorge Carinao sintió más cerca que nunca el fin de su carrera. Era su último tiro. Se lo habían dicho antes de viajar, en una reunión con su entrenador y los dirigentes: su rendimiento había bajado progresivamente desde el récord de Rusia -del octavo puesto mundial al 17-, y lo achacaban a falta de disciplina. Después de ocultar una herida por meses, y perderse dos competencias en que era carta ganadora, no tenía cómo defenderse. Entendió que el torneo en Bogotá el 11 de junio era su última oportunidad.

Además, un triunfo en esa competencia podía abrirle las puertas a una invitación para los Juegos de Río. Pero lo esperaba otro problema: en la federación habían olvidado enviar el papel que acredita su discapacidad, y, en Colombia, los jueces no lo querían dejar competir. Tuvo que rogarles, hablarles de todo lo que había vivido. Decirles, desesperado, que era el final para él. Lo dejaron pesarse en el último minuto, y ni siquiera pudo comer antes de levantar. Cuando lo llamaron a la pista, apenas podía con los nervios.

Pensaba levantar sobre 140 kilos, pero en el último minuto decidió, por primera vez, no arriesgar todo debajo de una pesa: pidió levantar 128. Al tercer intento levantó 133.  Fue, dice hoy, algo así como una muestra de madurez, de haber aprendido de los golpes.  Volvió a Santiago con el oro y la clasificación a Toronto 2015.

Ahora es de noche, Carinao atraviesa el gimnasio de un CAR casi vacío, y reconoce que antes de Colombia estaba cerca de su límite. Que necesitaba una buena razón para poder seguir creyendo, para no convencerse de que era mejor dejar de insistir.

-Yo no sé si he tenido alegrías en esto, sí muchas frustraciones. Pero quiero terminar lo que empecé. Es difícil que algo logre pararme. Ya me perdí los Odesur, ya me perdí el Mundial. Me perdí todo. Pero siempre hay algo más. Esto ya no es algo que me guste hacer, es otra cosa, un tema de amor propio. No me voy a rendir ahora. Ya volví.

Sólo piensa en Río de Janeiro. No tiene la invitación, y no sabe si llegará. Pero la posibilidad le basta para sentir una vez más, ahora sí, que acaba de empezar su camino hacia el oro olímpico.

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