Por Iván Poduje, arquitecto, socio de Atisba Julio 17, 2014

Se requerirán cambios sustantivos, que inevitablemente producirán conflictos ciudadanos, así que la pregunta clave es cómo conducirlos.

El ex presidente Lagos solía dar este ejemplo cada vez que lo apuraban con alguna reforma. Decía: “Usted me pide que construyamos el puente primero, pero yo le digo que antes necesitamos la Costanera y previo a ello, debemos desviar el tren”. El puente era el Llacolén de Concepción; la avenida, la costanera del Bío Bío; y el tren, el futuro ferrocarril suburbano Biovías. Lagos se refería al megaproyecto Ribera Norte que buscaba recuperar un terreno de 20 ha. ubicado a sólo 10 cuadras del centro de la capital penquista, pero que hace años estaba abandonado y con serios problemas de deterioro y segregación.

Si bien Ribera Norte era un proyecto de larga data, Lagos tuvo la visión para empujarlo contra viento y marea, y el tiempo  le dio la razón. No sólo recuperó la relación de la ciudad con el río, sino que ahí se localiza el centro cívico regional, nuevos parques y espacios públicos, y el futuro teatro municipal del área metropolitana.

Lo mismo ocurrió en Viña del Mar cuando el ex presidente y su intendente Raúl Allard decidieron soterrar el tren que dividía la ciudad para convertirlo en un metro regional con un parque y espacios públicos en su superficie. Tal como Ribera Norte, esta megaobra cambió la tendencia de crecimiento del Gran Valparaíso y pasó a ser la columna vertebral de su sistema de transporte, atrayendo miles de nuevos hogares y servicios.

Es cierto que el ímpetu transformador laguista se pasó de revoluciones con el Transantiago, o la fallida extensión del tren al sur. Pero incluso con estas fallas, graves y de alto costo, el saldo en materia urbana es positivo. Sus obras lograron cambiar tendencias, direccionaron el crecimiento de las ciudades, resolvieron deficits históricos de infraestructura y le dieron un impulso a la actividad económica y cultural, en una escala sin precedentes desde la industrialización impulsada por los radicales luego de la creación de la Corfo.

El ímpetu transformador se fue de La Moneda junto con Lagos. Mucho antes que las emblemáticas marchas del 2011, la comunidad exigió participar en los proyectos que los afectaban y se opuso a muchos de ellos, incluyendo una obra emblemática del ex presidente, como la Costanera Norte, cuyo trazado debió ser modificado debido al rechazo que generó en Bellavista y Pedro de Valdivia Norte.

En esta última década la participación ciudadana se consolidó como el nuevo paradigma con que deben diseñarse las políticas urbanas, con sus luces y sombras. Dentro de las primeras debemos destacar el aporte de la participación para mejorar la calidad de los proyectos que se construyen, como ocurrió en el citado caso de Costanera Norte o en el soterramiento del Acceso Sur y Américo Vespucio Oriente.

Es más, si la participación ciudadana hubiese existido con la fuerza actual hace 20 o 40 años, se hubiesen evitado desastres urbanos que aún nos pesan, como la vía elevada en Valparaíso o el tramo sur de la circunvalación Vespucio donde varias comunas deben convivir con viaductos, trincheras y basurales en el entorno de la moderna autopista.

Otro aspecto positivo de la participación ha sido poner la ciudad en la agenda pública. Gracias a ello, es frecuente ver en diarios, revistas y televisión, interesantes y apasionados debates sobre el uso de la bicicleta, la apertura de un museo, la construcción de un centro comercial, el diseño de una autopista o los cambios en la altura de los edificios propuestos por los planes reguladores.

La esperanza es que esta tendencia comience a permear las prioridades políticas, que en el último tiempo se han distanciado de las preocupaciones cotidianas de las personas, lo que podría explicar, en parte, la alta abstención que observamos en los procesos electorales.

El gran problema de la participación es cuando ésta deriva en el “Nimby” un acrónimo inglés (not in my backyard) que resume el rechazo a cualquier iniciativa que pueda afectar el patio de algún vecino, que de inmediato alza la voz a nombre de la “ciudadanía”.

Como todo proyecto urbano genera impactos en algún punto, la masificación del Nimby implica el congelamiento de iniciativas necesarias y que, paradojalmente, buscan responder a las demandas de las personas que defienden su patio trasero. Un ejemplo claro es el continuo reclamo por los tacos que resuena tan fuerte como la oposición a cualquier medida que restringa el uso del auto o que permita crear nuevas avenidas o corredores de buses.

Este congelamiento no sería problemático, si nuestras ciudades no requirieran de grandes transformaciones, pero no es el caso. Tanto Santiago como el resto de las capitales regionales enfrentan escenarios sumamente complejos en materia de congestión, contaminación y segregación residencial que no se resolverán solamente demarcando calles para ciclovías, decretando alertas sanitarias o arreglando plazas y fachadas en guetos de pobreza.

Se requerirán cambios sustantivos, que inevitablemente producirán conflictos ciudadanos, así que la pregunta clave de los próximos años es cómo conducirlos. Sería iluso pensar que se puede volver a la era laguista, donde era posible reformatear ciudades enteras en 6 o 10 años sin consultarle a mucha gente.

Pero el otro extremo tampoco es sustentable. Nada bueno nos espera si las autoridades políticas siguen confundiendo el bien común con los intereses del grupo de presión que grita más fuerte, o si se siguen rodeando de asesores que los llenan de encuestas para demostrarles el costo que pagarán si osan quebrar un huevo que moleste a un puñado de vecinos.

¿Qué hacer entonces? La experiencia de las grandes ciudades del mundo indica que es una mezcla entre la capacidad para convocar a la ciudadanía, con la fidelidad a un proyecto político de transformación territorial. Para ello es fundamental que la participación ciudadana sea realmente amplia y representativa, y que los proyectos mejoren sus diseños y sean valorados por las comunidades, por su capacidad para mejorar barrios y resolver problemas.

Algo de ello vimos cuando la alcaldesa Tohá decidió devolver el portal Bulnes a la ciudadanía pese a la férrea oposición de los comerciantes afectados, o cuando el intendente Orrego decide levantar un parque equivalente al San Cristóbal, en otro cerro ubicado en un sector carenciado de la ciudad. Ese tipo de ideas son las que necesitamos a futuro y cada vez con más urgencia.

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