Por José Manuel Simián Junio 4, 2014

© Mathias Sielfeld

El acto de peinar a nuestras hijas nos obliga a salir de nuestro metro cuadrado de identidad, a pensar y sentir como mujeres, de una forma que nuestra cultura rechaza.

Hace algunos años, cuando era un padre primerizo, leí una frase que todavía resuena en mi cerebro cada vez que paso el día solo con mis tres niños: todas las madres quieren que las perdonen (por no ser perfectas); todos los padres quieren que los aplaudan. Ese epigrama derrumba de un golpe los supuestos cambios producidos en los roles familiares en las últimas décadas. Por mucho que los hombres hagamos mucho más que nuestros padres y abuelos, las mujeres siguen haciendo más (ahora se espera que sean dueñas de casa y trabajen); por mucho que se suponga que queremos ser iguales, las expectativas con que la sociedad nos mide siguen siendo terriblemente desproporcionadas. La vara con que se nos mide a los hombres es, por supuesto, mucho más baja. Los aplausos son baratos.

Por esa misma época, viajamos con nuestro hijo de meses a Luisiana, el estado en que creció mi mujer. Estábamos arrendando un auto cerca del aeropuerto, y yo partí al baño a cambiarle el pañal a nuestro hijo. Estaba en eso cuando entra un tipo que a todas luces era un local.

-¿Qué hace un hombre cambiando pañales? -dijo mientras caminaba hacia el urinal.

-Traté de darle pecho, pero no me resultó -le contesté, a ver si atinaba.

-Mi mujer puede hacer las dos cosas -retrucó sin que se le moviera un músculo. La conversación había llegado a su fin.

No todos los padres buscan aplausos, pero algunos esperan que los aplaudan por volver a la casa todos los días.

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Hace poco, llevé a mis niños a su clase de fútbol en Brooklyn y me senté a conversar con una de las mamás que miraban desde el borde de la cancha. Estábamos hablando de cualquier cosa, cuando vi que sus ojos seguían mirando algo. Y finalmente los seguí y me di cuenta en qué me estaba juzgando: por el pelo de mi hija, que era una maraña desordenada. Y entonces me di cuenta de que en mis seis años como padre había hecho todas las funciones de la crianza que me eran biológicamente posibles, menos peinar a mis hijos, especialmente a las mujeres. Hice un chiste, conté la historia del baño en Luisiana, pero mi interlocutora me clavó una frase en el costado con una carcajada certera: “A eso las mujeres le dicen daddy hair, pelo de papá”.

Y yo, adicto a los aplausos y con el orgullo herido, en ese momento de pifia rotunda, prometí cambiar. Puede que en países como el nuestro una niña mal peinada siga siendo culpa de la mamá, pero en el Nueva York que quiere ser progre e igualitario, la responsabilidad comienza a ser compartida, lentamente, incluso en esos detalles. Prometí no sólo aprender a peinar a mis hijas, aunque fuera de la manera más básica, sino comenzar a pensar en eso como una de mis labores diarias.

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¿Pero qué hay detrás de esa distancia con la labor de peinar a nuestras hijas? Parte de la respuesta está en las redes sociales. El año pasado, Doyin Richards, un papá de Los Ángeles que tiene un blog sobre paternidad, publicó una foto en que aparecía peinándole el pelo a su hija mientras tenía a la otra colgada del pecho. Las reacciones negativas y positivas hicieron que la foto se viralizara rápidamente, y Richards se convirtiera en una estrella de internet. Y a comienzos de este año, Kordale y Kaleb Lewis, una pareja gay de Chicago, publicó en su cuenta de Instagram una selfie en que uno de ellos le peinaba el pelo a una de sus tres hijas. Nuevamente, la foto se convirtió en sensación, pero también generó feísimos comentarios. Muchos de ellos eran simple homofobia, pero lo interesante es que no era la primera pareja homosexual en publicar fotos de la vida cotidiana con sus hijos. Lo mismo en el caso de Richards, tampoco era el primer padre en publicar una selfie con un niño en un portabebés mientras cuidaba al otro. En ambos casos, el elemento extra era, indudablemente, que estos tres hombres se habían retratado peinando a sus hijas; cruzando una frontera que a los hombres, sin importar nuestra orientación sexual, parece habérsenos impuesto tácitamente. Pero ¿por qué?

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Pequeño interludio sobre el pelo. Recuerdo haber leído una novela donde se afirmaba al paso que todo cambio de vida comienza por un corte de pelo. Recuerdo a mi madre peinándome, nunca a mi padre. Recuerdo a mi madre criticando mis cortes de pelo en distintas etapas de mi vida, rara vez a mi padre, aunque fuera él quien nos llevaba a la peluquería. Recuerdo burlarnos de los cortes de pelo de nuestros compañeros en el colegio, pero nunca reconocer la vanidad de querer un corte especial ni querer vernos bien. Recuerdo a mi prima Isidora cortándose el pelo sola cuando era apenas una niña, y la secreta admiración que me producía su independencia y arrojo.

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¿Por qué es tabú, entonces, que los hombres peinemos a nuestras hijas? Por flojera. Por atavismo. Porque el pelo, como bien lo saben algunas religiones, ha tenido a través de los años una carga sensual peligrosa. Porque el acto de peinar a nuestras hijas nos obliga a salir de nuestro metro cuadrado de identidad, a pensar y sentir como mujeres, de una forma que nuestra cultura rechaza. Es decir, por ninguna razón importante.

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Mientras escribo esto, llega a mi casa la última edición de la revista Esquire. En la portada, el actor Mark Wahlberg con uno de sus hijos, y abajo el predecible titular: “Paternidad: ya no es sólo para padres”, una frase que sugiere que todos los machos cool pueden ser buenos papás sin dejar de ser machos. Adentro, páginas y páginas de artículos con consejos sobre cómo ser un buen papá: cómo enseñarle a tu hijo a cambiar la rueda del auto, cómo entrenarlo en el deporte, cómo enseñarle a ser fiel a un equipo. Cosas predeciblemente masculinas y que muchos pueden deducir sin demasiado esfuerzo. Pero a la misma revista que aconseja a sus lectores cómo peinarse, afeitarse y combinar la ropa, cómo anudarse la corbata e incluso les enseña a cocinar, no se le ocurre enseñarnos a hacer una de las cosas más básicas y sobre las cuales menos idea tenemos. Cómo peinar a nuestras hijas, claro.

El día en que aprendamos a hacerlo, quizás podamos hablar de que efectivamente los hombres no tenemos susto de ser padres. Y si no buscamos aplauso, mucho mejor.

 

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