Por Álvaro Bisama Abril 16, 2014

© Agencia Uno

La historia de Chile se debería contar a partir de sus catástrofes antes que de sus revoluciones. Si hay algo que ha definido nuestro paisaje y al territorio han sido los modos en que la naturaleza se ha ensañado con ellos. Valparaíso no es la excepción. Está en la ciudad la sospecha y amenaza de que todo puede acabarse de un día para otro. Pasó en 1906, pasó a mitad de los cincuenta, pasó con el terremoto del 85, con el del 2010. Pasó el sábado pasado. Si se atiende a la explicación de los peritos, el incendio que devoró una parte importante de los cerros se debió a que dos pájaros se electrocutaron en unos cables eléctricos que cruzaban el fundo El Peral. Lo hicieron el viento y la mala suerte. Los afectados fueron fundamentalmente lugares residenciales que están más allá del sector turístico. Lugares donde viven los verdaderos porteños. Lugares donde la discursividad del patrimonio sólo llega como un eco lejano de algo que se vive abajo, en el plan. El incendio devoró algo que está más allá de la cámara del turista, algo que es sólo un punto lejano en la postal de la ciudad. Que se trataba de un desastre anunciado, sí, es verdad. Que se sabía que podía pasar, sí, también es verdad. Pero eso no niega la ferocidad del fuego, que destruyó cuadras completas, donde no quedó nada en pie.

En cerros como Ramaditas, El Litre, Mariposas, la Cruz, todo lo que era cotidiano se convirtió en una zona de guerra. No sólo acabó con las poblaciones construidas sobre tomas de terreno, sino también con los barrios residenciales de una clase media que la ciudad nunca ha visto de frente, preocupada como está de funcionar como una especie de museo a cielo abierto. El incendio desnudó el verdadero rostro de Valparaíso, ése que sólo aparece cuando la máscara del patrimonio se cae al no alcanzar a resolver la narración de un espacio colectivo.

Porque el incendio triunfó ahí donde los narradores y los poetas y los arquitectos y los nostálgicos  han fracasado: describir Valparaíso. El incendio sacó a Valparaíso del peso de la historia. Lo devolvió al presente. Expuso con precisión lo que ha pasado los últimos 10 años, lo que ha sucedido en la ciudad desde que la declararon Patrimonio de la Humanidad. El incendio nos enseñó que Valparaíso no vive en el pasado, sino que habita el nuevo siglo, con todas las fantasías de modernidad que el país tiene, que el peso de la memoria no basta para salvarlo de nada, ni de la naturaleza, de la inoperancia de las autoridades, del halo trágico que pretende ser la leyenda que amarra su relato comunitario. Conviven en medio del desastre dos imágenes contrapuestas. La primera es la de los cerros arrasados, con los escombros tirados, con la sospecha de que la neblina matutina bien puede ser el humo de un nuevo fuego. La otra es la de los miles de voluntarios que suben todos los días a limpiar, a llevarles ayuda a los que lo perdieron todo, a devolverles a esas calles el sentido comunitario. Sí, el fuego arrojó a la ciudad un espejo hecho de presente, pero también la lanzó hacia adelante, hacia un futuro donde tiene que aprender a respirar, a caminar, a vivir de nuevo.

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