Por Juan Pablo Garnham Abril 3, 2014

Arriba en la foto: La iglesia de Ticnamar. Estaba  programada para ser restaurada en los próximos meses y sufrió daños. Mientras tanto, los templos ya restaurados resistieron de manera casi perfecta.

Las iglesias, se dieron cuenta, eran mucho más que iglesias acá. “Muchos de estos pueblos han estado siendo abandonados, la gente se va, pero siempre la fiesta patronal los convoca y los reúne”, explica Magdalena Pereira.

“Esto puede ser una gran oportunidad para que los pueblos andinos hagan ver al gobierno central las brechas que tienen, de conectividad, de seguridad, de comunicaciones”, dice Cristián Heinsen.

Cuando la tierra se empezó a mover en Arica, cuando quedó claro que esto era un terremoto, ellos no pensaron en lo que pasaba ahí mismo, en el posible tsunami, en el escape, en el momento. No, sus cabezas estaban pensando en algo más allá, en pueblos perdidos en el altiplano, en paredes de adobe, en campanarios de iglesias coloniales. “Con el movimiento, lo único que pensábamos es hasta dónde iba a llegar este terremoto”, dice Magdalena Pereira, una de las creadoras de la Fundación Altiplano (junto a su marido Cristián Heinsen), institución que lleva desde 2003 restaurando el patrimonio de pequeños pueblos del Norte Grande.

No es el primer gran sismo que les toca vivir allá. En 2005, acababan de inaugurar la restauración de la iglesia de Poconchile cuando vino el terremoto. “Fue fuerte, pero no como ahora”, recuerda Pereira. Hoy, además, han avanzado en su trabajo y llevan nueve iglesias restauradas. “De inmediato pensamos en cómo habrán funcionado las restauraciones. Sobrevivir al terremoto es el seguro de vida para el proyecto, para las comunidades, para todos los que confían en esto”, dice esta historiadora del arte, quien decidió dejar Santiago para vivir en Arica y dedicarse a la fundación.

Por eso, a primera hora del miércoles, su marido Cristián Heinsen, director ejecutivo de la institución, ya estaba en su auto camino a los lugares donde han trabajado en restauración. Armó cuadrillas de trabajo y se dividieron los distintos poblados e iglesias. Los caminos, algunos cortados, les dificultaron llegar a lugares como Socoroma. Esa localidad de menos de cien habitantes, en la comuna de Putre, fue una de sus primeras paradas en su largo recorrido. “La gente se veía bien desamparada, asustados”, dice Cristián Heinsen, “el problema es que estos pueblos son de adobe y, con el terremoto, se genera mucho polvo y mucho ruido”.

Sin embargo, al llegar a la iglesia de Socoroma, lo que vio lo tranquilizó. A pesar de que muchas paredes de casas habían sufrido daños o incluso se habían desmoronado, el templo estaba casi intacto. Se cayó una figura de Cristo, pero lo demás no tenía problemas. En 2012, ellos mismos habían refaccionado el lugar y habían incluido reforzamientos antisísmicos. “Hoy la iglesia está en pie, bonita”, dice Heinsen. Es más, la misma gente del pueblo podrá arreglar el Cristo que se cayó, ya que cuando hicieron la restauración también crearon un taller y capacitaron a la gente para hacer este trabajo, hecho que se repite en muchos poblados donde han estado.

“Este terremoto nos pilla con sesenta maestros capacitados”, dice Magdalena Pereira, “eso es lo bueno. Esto implicará menos necesidad de traer gente externa y esperamos que también baje los costos de restaurar”.

“Ésta puede ser una gran oportunidad para entender qué pasa y cómo trabajar con el patrimonio en un país sísmico”, complementa Heinsen.

EL VALOR DE UNA RESTAURACIÓN

Hoy el trabajo que realizan en la Fundación Altiplano es apoyado por todo tipo de profesionales, incluidos arquitectos, ingenieros, historiadores, expertos en patrimonio, e incluso un equipo de Perú. Así como restauran las iglesias, también hacen estudios y catastros, escriben manuales de reparación, hacen talleres y se preocupan de crear habilidades que estaban desapareciendo en estos poblados, como la profesión del adobero. Pero, cuando partieron, eran sólo un grupo de estudiantes, haciendo un voluntariado en el Norte.

Fue en 1995 cuando el padre Amador Soto los invitó a ayudar a reparar una capilla en un pueblo en el valle de Azapa, Livilcar, a 95 kilómetros de Arica y a 1.300 metros de altura. “Venía la fiesta patronal y nos pusimos a limpiar la iglesia”, recuerda Magdalena Pereira. Lo que vieron les cambiaría la vida: en las paredes encontraron ángeles alados, motivos ajedrezados, canastos con frutos y flores, pájaros. Eran pinturas del siglo XVIII, del barroco andino. “Nos llamó la atención este gran patrimonio que ellos custodiaban, pero que no es tan conocido y que no tenía protección legal”, dice Pereira, “¡qué increíble era que en Santiago conociéramos tan poco esto! Sabíamos del Parque Lauca, pero no de este patrimonio artístico y arquitectónico”.

El hallazgo no podía quedar sólo en eso. Redactaron estatutos y se mantuvieron trabajando en la creación de la fundación. En 2003, ya con personalidad jurídica, Cristián Heinsen y Magdalena Pereira dejaron Santiago y se instalaron en Arica. Ahí comenzaron analizar por dónde partir con algo más grande. “Aquí había habido un cúmulo de terremotos”, dice Pereira, “empezamos con las iglesias porque las mismas comunidades nos lo pedían”.

Las iglesias, se dieron cuenta, eran mucho más que iglesias acá. “Muchos de estos pueblos han estado siendo abandonados, la gente se va, pero siempre la fiesta patronal los convoca y los reúne”, explica la historiadora, “a veces incluso los pueblos están divididos, pero en la fiesta del santo patrono siempre están de acuerdo”. Ese día, la gente vuelve, hace bailes, canta canciones. “Se celebra una fiesta para que el año siga bien, para el bienestar de la familia y del trabajo, de la cosecha. La iglesia es el eje central de la vida en la comunidad aimará”, dice Pereira.

Así comenzaron con Poconchile y han ido expandiendo su trabajo. Tomaron como modelo la labor hecha en Chiloé, donde se seleccionaron 16 iglesias. La Fundación Altiplano seleccionó 31 por su importancia patrimonial, histórica y por su emplazamiento. “La idea es trabajar de acuerdo a las urgencias y necesidades de cada una de ellas”, explica Pereira. Hicieron diagnósticos, trabajaron con el BID, con las municipalidades, con las comunidades. Los alcaldes de comunas como Putre y Camarones se transformaron en sus socios más que en sus beneficiados. También han desarrollado proyectos para aumentar el turismo, creando una “Ruta de las Misiones”, un centro de investigación y proyectos específicos en Arica.

“La idea es también promocionar un turismo sustentable y crear en las comunidades habilidades para restaurar, usando criterios científicos”, dice Cristián Heinsen. Los pobladores, según pudieron constatar cuando comenzaron a ver la realidad de la zona, se preocupaban de sus iglesias y de su patrimonio. “No estaban abandonadas. El problema es que no utilizaban las técnicas más apropiadas para restaurar el valor patrimonial”, explica Magdalena Pereira. Compraban baldosas en una ferretería, en vez de dejar los pisos a la usanza colonial, o aplicaban cemento en el adobe. “Lo que puede ser muy dañino”, dice Pereira, “se había perdido un poco el conocimiento de las formas tradicionales y de los oficios. Se usaban materiales o técnicas modernas”. Hoy todo esto ha empezado a cambiar y los que lo han hecho no son sólo Heinsen, Pereira y su fundación, sino las mismas comunidades locales.


El efecto de la restauración es evidente en Socoroma: al medio, la iglesia local no tuvo problemas. Las casas de la zona, en cambio, sí se vieron afectadas. A la izquierda, la torre completa de Ticnamar.

 

EL TERREMOTO: MÁS QUE UNA PRUEBA

En Belén, todo es blanco. Al menos ése es el color al que estaban acostumbrados. El poblado, que reúne a alrededor de 50 personas, está compuesto por casas de adobe, además de dos iglesias funcionando, una tercera en ruinas y una plaza. Pero, cuando la gente de la Fundación Altiplano comenzó a analizar una de sus iglesias, se encontraron con que no siempre todo había sido del mismo color. “Había una especie de color medio naranja o rojo y le preguntamos a la comunidad si querían cambiarlo”, recuerda Magdalena Pereira.

El color fue sólo el principio. Este poblado sería el primero donde pasarían de trabajar sólo las iglesias a restaurar barrios. Adaptaron una de las casas para que fuera una posada para los turistas, pero sin intervenir la arquitectura. “A todos les gustó muchísimo y empezaron a pedir el diseño, para aplicarlos en sus casas. Algunos  incluso consiguieron financiamiento”, dice Pereira. Luego, el gobierno decidió invertir en la calle principal y restauraron fachadas. Y aparecieron más colores, como el verde claro y el ocre. “La comunidad también pidió ayuda con su plaza. Belén está volviendo a ser como fue originalmente”, dice la historiadora.

El día miércoles, ésta fue una de las localidades que Cristián Heinsen recorrió. En total, sólo en el primer día después del terremoto pasó por diez iglesias y capillas. Supo, por los otros equipos, que en lugares donde aún no han alcanzado a restaurar hubo algunos problemas. En el poblado de Codpa, por ejemplo, la iglesia tuvo daños mayores. “Esto tiene un lado bueno: el gobierno va a tener que poner su ojo y tendrán que ser objeto de conservación pronto”, dice Heinsen, “esto puede ser una gran oportunidad para que los pueblos andinos hagan ver al gobierno central las brechas que tienen, de conectividad, de seguridad, de comunicaciones”.

Pero en Belén es donde mejor se ejemplifica la importancia de lo que están haciendo. Una de las iglesias del poblado mostró las dos caras del terremoto: una torre, que no alcanzaron a restaurar, con problemas. La otra, la que sí habían reforzado, se mantuvo incólume. “Hay daños, aunque gracias a Dios no tanto como pensábamos”, dice Cristián Heinsen, “la mayor lección es que la restauración es pertinente antes de que vengan otros terremotos. Chile tiene un buen testimonio para toda la región”.

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