Por Francisco Aravena Enero 23, 2014

© José Miguel Méndez

"Tenemos que crear “cuasi fusiones” entre universidades en el mundo. Crear ligas académicas, tal como existen las ligas deportivas. Debemos extender lazos y tener programas que sean fusiones de facto. Debe haber un esfuerzo para maximizar el nivel de cooperación"

"Es algo que creo que deberían considerar otros países: cuánto retribuye como nación usar fondos gubernamentales para financiar investigación, en lugar de fondos privados. Creo que la respuesta a esa pregunta es inequívocamente: sí, beneficia a todo el país"

Pocos podrían competir con Jonathan R. Cole si se trata de dar cátedra, literalmente, sobre la formación de una universidad de excelencia y sobre cómo estimular la investigación y la creación del conocimiento a su alero. Sociólogo formado en la Universidad de Columbia, en Nueva York, aprendió de maestros como Robert Merton y Paul Lazarsfeld. De estudiante pasó pronto a convertirse en investigador y académico en la misma institución -su especialidad es la sociología de la ciencia- y en 1989 tuvo la oportunidad de aplicar todo lo que sabía y aprender todo lo que le faltaba por saber sobre cómo fortalecer y manejar una universidad de elite: se convirtió en provost -la máxima autoridad académica, equivalente al rector- de Columbia, cargo que ejerció hasta 2003. 

Estuvo en Chile la semana pasada, dictando una charla magistral, con ocasión de la inauguración de la Dirección de Transferencia y Desarrollo de la Universidad Católica, sobre un tema que domina: cómo las grandes universidades estadounidenses se transformaron en las instituciones preeminentes en el mundo gracias al desarrollo de la ciencia y el conocimiento. Es lo que plasma en The Great American University, libro en el que además enumera los desafíos y amenazas contra las cuales las grandes universidades -“aquellas que hacen investigación,  que producen el grueso del conocimiento, y que enseñan en su mayoría el grado de PhD”, define- deben protegerse.

Aunque lo suyo está lejos de dar recetas, su experiencia y su relato resultan tremendamente pertinentes en un país que debate sobre el modelo y el futuro de su propia educación superior, particularmente para quienes aspiran a transitar hacia una economía del conocimiento. “Las universidades de cada país dependen de su propia historia y de su contexto”, constata. “Pero sí se pueden hacer paralelos en cuanto al set de valores que son absolutamente necesarios para la grandeza”. 

-¿Cuáles son esos valores?
-No creo que una gran universidad pueda formarse sin un fuerte compromiso de toda la sociedad con la libertad académica y de investigación. Si un gobierno va a imponer restricciones en cuanto a lo que la gente puede decir en la universidad, qué pueden estudiar, qué pueden hacer a través de la investigación, creo que es casi imposible que el conocimiento realmente crezca. Lo segundo es la universalidad: debes ser capaz de tomar el talento donde sea que lo encuentres, y debes energizarlo  y dejarlo florecer, independiente de su género, nacionalidad, raza, etcétera. Es la calidad de la mente el material que debe juzgarse, no las características externas. Tercero, debes tener una comunicación abierta: compartir ideas con cualquier persona en el mundo sobre lo que has descubierto y sobre lo que puedes estar enseñando. No puedes tener conocimiento con propiedad, como las corporaciones o los negocios, las universidades deben compartir su conocimiento.

-¿Cómo nace el modelo estadounidense que permite a los investigadores conseguir financiamiento para sus laboratorios y contribuir a las universidades?
-El origen está después de la Segunda Guerra Mundial. Hubo un gran manifiesto de política de ciencia escrito por Vannevar Bush: Ciencia, la frontera sin fin. Planteaba usar  fondos del Estado, de los contribuyentes, para financiar investigación. Y esto no se haría financiando a entidades gubernamentales, sino externalizándolo, con las universidades y otras instituciones, en un sistema competitivo y evaluado por los pares. De manera que las mejores propuestas conseguirían financiamiento. Y, además, se daría autonomía a esos laboratorios para llevar a cabo esas investigaciones. Eso marcó una diferencia enorme. La mayoría de las universidades europeas, por ejemplo, tenían laboratorios que eran parte del gobierno, y no estaban conectados con las universidades. Creo que eso fue un gran error; los Estados Unidos se beneficiaron enormemente por este modelo de financiamiento de la investigación. No quiere decir que a lo largo del tiempo no haya habido intentos del gobierno para bloquear cierto tipo de investigaciones. Pero en general, las grandes universidades han sido capaces de mantener su autonomía.

-¿Cómo se regula el tema de las patentes y ganancias que puedan resultar de esos trabajos?
-Hay una ley muy importante aprobada en 1980, la Ley Bayh-Dole. Su intención fue acelerar la traducción de las investigaciones en productos concretos. Para incentivar eso, permitieron a las universidades retener los derechos de propiedad intelectual sobre los descubrimientos realizados con fondos gubernamentales. Cada una desarrolló su propia política de distribución del dinero que pudieran ganar con esas patentes, pero todas ellas tienen en común que parte de ese dinero va al científico individual, otra parte a su laboratorio, otra a su escuela y gran parte a la universidad, para ser reinvertido en educación y en programas que en muchos casos no podrían generar dinero. Es algo que creo que deberían considerar otros países: cuánto retribuye como nación usar fondos gubernamentales para financiar investigación, en lugar de fondos privados. Creo que la respuesta a esa pregunta es inequívocamente: sí, beneficia a todo el país.

-Usted describe grandes universidades del siglo XX ¿enfrentamos un panorama distinto ahora?
-Es exactamente el tema del libro en el cual estoy trabajando ahora: cómo debería ser una gran universidad. No necesariamente cómo serán, porque no quiero entrar al juego de los pronósticos, sino cómo deberían ser de aquí a los próximos 25 años. Y una de esas cosas que tendrían que pasar es que tenemos que crear lo que llamo “cuasi fusiones” entre universidades en el mundo. Crear ligas académicas entre universidades, tal como existen las ligas deportivas. Tenemos que extender lazos en todo el mundo y tener programas que sean fusiones de facto. Debe haber un esfuerzo para maximizar el nivel de cooperación. Es cierto que los académicos ya están haciéndolo, pero las instituciones están rezagadas.

-Usted fue un entusiasta pionero de la educación online, pero en su momento no resultó...
-Estuve 10 ó 15 años adelantado a mi tiempo, en términos de tratar de usar internet de forma efectiva. Cuando empecé este proyecto era aún el tiempo en que la gente usaba la línea telefónica para conectarse a la universidad y no estaba dispuesta a esperar 3 minutos para que una imagen se cargara. Así que fue tecnológicamente prematuro. También sucedió que no nos dimos cuenta de cuánto costaría construir el contenido. Sin embargo, la idea de construir una aldea académica de un muy alto nivel de calidad fue muy buena; todavía creo que lo fue. Pero no creo que una cosa reemplace a la otra en lo más alto del espectro. Las personas quieren comunicarse con personas directamente, y en laboratorios el intercambio casual, serendipio, hace toda la diferencia del mundo; hasta puede llevar al siguiente gran descubrimiento.

-¿Dónde cree que impactará más la tecnología?
-Creo que nos permitirá cambiar la manera en que se enseña: ya no habrá auditorios de mil asientos. Y una de las grandes posibilidades de esta nueva tecnología es que potencialmente tiene un gran efecto democratizador; trae a los grandes académicos de las universidades estadounidenses a gente de cualquier parte del mundo. También, de un modo diferente, puede recortar los costos asociados a la educación. Tomemos un ejemplo de una escuela de Leyes: tienes diez personas enseñando derecho constitucional. Digamos que sólo dos de ellos fueran realmente buenos profesores ¿para qué necesitas los ocho restantes? Ten a esos dos, que tengan puntos de vista diferentes, que creen esos cursos, que la gente los escuche, reflexione, y luego concurra a seminarios donde discuta con otros profesores. Lo otro que creo que va a pasar es que la estructura fundamental de la investigación va a cambiar. No vamos a estar sólo lidiando con silos de conocimiento disciplinario. El conocimiento profundo de cada disciplina seguirá siendo necesario, pero los grandes problemas del mundo, como por ejemplo el cambio climático, requieren el conocimiento profundo de siete u ocho disciplinas, y tenemos que tener a los grandes académicos de ellas trabajando juntos, en la misma universidad o en varias universidades. Las grandes preguntas requerirán esa flexibilidad, a medida que los problemas vayan cambiando, para la configuración de la investigación.

-¿Ya tiene un título para su próximo libro?
-Por el momento lo llamo Universitopia.

Relacionados