Por Carlos Albertoni Enero 15, 2014

© Carlos W. Albertoni

El Dakar es una serie de postales de magníficos paisajes. La ruta que siguen los corredores atraviesa a veces dunas y altiplanos, otras, desiertos, montañas, cañones y salares.

El viento levantaba polvo a la hora de la siesta. Sentado sobre un banco de madera, en el umbral de su casa de adobe, un anciano acariciaba a un perro flaco que mordisqueaba una botella de plástico ya vacía. El hombre me sonreía, dejaba ver su dentadura escasa antes de apoyar la espalda en la pared para seguir durmiendo.

El tiempo pasaba lento en Susques, el pequeño pueblo del norte argentino al que había llegado con mi auto siguiendo el rumbo del Dakar. Llevaba ya varios días en el camino y me faltaban aún varios más para llegar a Valparaíso, del otro lado de la cordillera, en Chile. Recién allí habría completado mi largo recorrido.

El Dakar es una de las competencias de rally más famosas y exigentes del mundo. Dakar, la capital de Senegal, es adonde llegaba originalmente la carrera cuando se corría por las arenas del desierto del Sahara, en el norte de África. Por razones de seguridad, en 2009 los organizadores decidieron cambiar el itinerario clásico y llevaron la competencia a Sudamérica. Desde entonces, el rally se ha venido corriendo esencialmente en Argentina y Chile, con Perú y Bolivia turnándose en los últimos dos años.

Más allá de la competencia en sí misma, el Dakar es una serie de postales de magníficos paisajes. La ruta que siguen los corredores atraviesa a veces dunas y altiplanos, otras, desiertos, montañas, cañones y salares. Particularmente atractivo, el recorrido de este año unió la ciudad argentina de Rosario con Valparaíso, cruzando lugares inhóspitos, como las dunas de El Nihuil, en la región cuyana trasandina, el salar de Uyuni en el sudoeste boliviano o el inmenso desierto de Atacama.

Con la ayuda casi indispensable de un GPS, sobre una camioneta de doble tracción, salí entonces a seguir parte de ese recorrido, que los pilotos completaron en trece etapas y dos semanas de competencia, cubriendo un total de algo más de nueve mil kilómetros. Sin apuros, andando muchas veces lento para no exigir el motor en caminos poco aptos, me aventuré por los rumbos del Dakar.

LA PARTIDA

Inicié el trayecto en Rosario, la ciudad que orilla el río Paraná cuya postal más emblemática es el enorme Monumento a la Bandera, levantado en el lugar mismo en el que el general Manuel Belgrano izara por vez primera la de Argentina. Justamente allí, a los pies de ese monumento de setenta metros de altura, comenzaron el Dakar los 712 participantes de este año, en una largada simbólica que fue transmitida a 190 países de todo el mundo.

Desde Rosario seguí el rumbo hacia el poniente, atravesé primero la provincia de Córdoba, luego San Luis y llegué finalmente al sur de Mendoza, para intentar sortear el desafío de las dunas de El Nihuil. Formadas por arenas volcánicas, ocupan un área de 30 mil hectáreas cuyas formas y características asemejan las típicas imágenes del Sahara. Para atravesarlas, reduje la presión de los neumáticos del auto a 16 psi (libra-fuerza por pulgada cuadrada) con el objetivo de dotar al vehículo de una mayor superficie de flotación y aumentar, al mismo tiempo, el tamaño de la huella, lo que permite una mejor tracción. Una vez arriba de El Nihuil, tuve que andar con muchísimo cuidado, ya que hay sitios en los que las dunas pueden trepar hasta los 200 metros de altura, lo que obliga a subirlas con dirección claramente ascendente para que el auto no se vuelque sobre las ruedas laterales.

Desde El Nihuil, el camino me llevó hacia el norte, en dirección a San Juan, en donde atravesé la extrema aridez del Barreal Blanco de la Pampa del Leoncito. Formada en lo que fuera una cuenca lacustre, esta enorme planicie de 14 kilómetros de largo tiene un suelo absolutamente liso, desprovisto de montículos o arbustos que alteren su superficie. Acelerar el motor del auto sobre este lugar que parece infinito es un placer, sobre todo en la tarde, cuando se puede compartir la soledad de Barreal con algunos carrovelistas que aprovechan vientos de hasta 80 kilómetros por hora para hacer correr sus máquinas.


VALLES, VINOS Y SALARES

Luego de San Juan, el rumbo del Dakar siguió por La Rioja, Catamarca y Tucumán. Y hacia allí fui yo, primero serpenteando por la espectacular cuesta de Miranda, que lleva hasta la localidad de Chilecito, luego por el trazado de la Ruta 40, que orilla el pueblo de Belén, donde las hilanderas siguen haciendo magníficos ponchos sobre antiguos telares de madera, y, por último, entrando en los Valles Calchaquíes, una larga franja fértil de más de 500 kilómetros cuyo nombre recuerda a la vieja etnia calchaquí, que viviera en esta zona en las épocas prehispánicas y cuya cultura terminaría desapareciendo en el siglo XVII tras cien años de guerras contra los invasores españoles.

Justamente a través de los Valles Calchaquíes fue que ingresé en la provincia de Salta, siguiendo una ruta de bodegas que producen excepcionales vinos blancos y tintos, en especial de cepas como el torrontés, el cabernet sauvignon, el malbec y el syrah. La localidad de Cafayate es el centro neurálgico de esta zona, considerada como la región vitivinícola más alta del mundo ya que muchos de los viñedos están ubicados en alturas que superan largamente los 2 mil metros sobre el nivel del mar.

En Jujuy, la siguiente escala en mi viaje hacia el norte, pasé por los pequeños pueblos de Tres Pozos y Susques, por la espectacular cuesta de Lipán, que lleva hasta la quebrada de Humahuaca, por la localidad de Abra Pampa, que sirve de puerta meridional para la árida región de la Puna en la que termina el recorrido del sorprendente Tren a las Nubes y por la legendaria ciudad de La Quiaca, en la frontera misma de  Argentina y Bolivia. Cruzando un puente tendido sobre el cauce casi seco de un riacho maloliente, llegué a tierras bolivianas y tomé dirección noroeste hacia la ciudad de Tupiza, para llegar desde allí al onírico salar de Uyuni. Enquistado en medio de una región desértica, a algo más de 3.650 metros sobre el nivel del mar, este salar posee una descomunal superficie, cercana a los 12 mil kilómetros cuadrados, lo que lo convierte en el mayor desierto de sal de todo el mundo. En épocas de lluvias, especialmente en enero y febrero, Uyuni se inunda con una capa de agua que se asienta sobre la sal y lo convierte en un espejo de inmensas dimensiones. Un sitio absolutamente hipnótico.

LA META: CHILE

Luego de Uyuni, atravesé la frontera y llegué a Calama, mi primer destino dentro de Chile. El nombre de esta ciudad proviene de la lengua kunza, hablada por la etnia atacameña. De acuerdo a este idioma, Calama sería una deformación del término Ckolama, que quiere decir lugar donde abundan las perdices.

Para los corredores del Dakar, Calama supuso la entrada al abrasador desierto de Atacama. Y también lo fue para mí. Atravesar este páramo sediento en el verano puede ser un desafío extremo, con temperaturas que llegan hasta los 45 grados centígrados al mediodía y descienden a 20 grados bajo cero en la noche. Extendido sobre una superficie de 105 mil kilómetros cuadrados, que abarca cinco regiones del país, Atacama es considerado el desierto más árido de todo el mundo, con ciertos lugares en los que no se han registrado lluvias en los últimos cien años y ciudades que ostentan increíbles récords meteorológicos, como el promedio anual más bajo de lluvias del planeta que tiene Arica, con apenas 0,5 mm cada 365 días. Casi nada.

Siguiendo el rumbo hacia el sur, el desierto de Atacama se vuelve menos árido gracias a la camanchaca, la famosa bruma que surge desde el Pacífico y permite que ciudades como Copiapó y La Serena se levanten en zonas de valles en los que florecen viñedos que producen magníficos vinos. Precisamente en La Serena inicié el último tramo de mi viaje, coincidiendo con lo que fue la etapa final del Dakar de este año.

Por la Ruta 5 orillé el océano por 425 kilómetros hasta llegar a Valparaíso, una de las ciudades más hermosas de Chile. Frente al mar, en esa Valparaíso que parece un gran anfiteatro natural, terminó este fin de semana el Dakar, que los especialistas señalaron como el más exigente de los últimos años, con casi la mitad de los pilotos obligados a abandonar  en la primera mitad de la carrera. Allí, también, terminó mi recorrido de más de nueve mil kilómetros. Un viaje de mil postales.

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