Por Juan Pablo Garnham Septiembre 26, 2013

© José Miguel Méndez

“Para mí es algo terrible, una de las peores enfermedades que he visto en mi vida”, dice Rodney Willoughby, médico experto en rabia del Hospital de Niños de Wisconsin.

“Para mí este caso fue un examen para el sector público. Estábamos bajo la lupa de todo el mundo”, dice el doctor  Sergio Gálvez, jefe de la UCI del Gustavo Fricke.


La llamada venía de Viña del Mar, Chile. Del Hospital Gustavo Fricke, a 8.621 kilómetros de distancia. Rodney Willoughby -pediatra e infectólogo del Hospital de Niños de Wisconsin, en Milwaukee- escuchó lo que ya ha escuchado cincuenta veces: que había un paciente con probabilidades de tener rabia, esa enfermedad que, cuando manifiesta sus síntomas, mata. Las vacunas, si no se aplican antes de esto, no funcionan.

“Conversé telefónicamente con él y le expliqué el caso”, recuerda el doctor Sergio Gálvez, jefe de la UCI del Gustavo Fricke, “le mandamos los exámenes y él confirmó el diagnóstico”. Se trataba de un joven de 25 años, César Barriga, que vivía en Quilpué. César medía un metro noventa y pesaba 122 kilos. Era fuerte y sano, pero ahora estaba en la UCI del hospital, inconsciente y conectado a un ventilador, luego de haber llegado con convulsiones y  con su encéfalo inflamado. Podía ser herpes, enterovirus, tuberculosis. “Hay muchas enfermedades que pueden dar un cuadro similar”, dice el doctor Gálvez. Pero tenía dos particularidades: una, un problema de retención urinaria, algo raro para su edad. Y lo segundo, algo que podría haber sido una anécdota: tres semanas antes, cuando andaba en su moto por Quilpué, un grupo de perros se le tiraron encima y lo alcanzaron a morder en la pierna derecha.

El 7 de agosto llegaron del Instituto de Salud Pública los primeros resultados que indicaban anticuerpos de rabia. Pero en el Gustavo Fricke vieron esto como algo improbable, así que tomaron una nueva muestra, 48 horas después. “Los títulos antirrábicos se multiplicaron por cinco. No sólo no estaban negativos, sino que subieron cinco veces respecto a lo que se vio en la pulsión inicial”, recuerda Gálvez, “ahí claramente el tema cambió y nos quedó claro que se trataba de algo complicado”.

“Para mí es algo terrible, una de las peores enfermedades que he visto en mi vida”, dice Rodney Willoughby, del Hospital de Niños de Wisconsin. “Es un virus muy especializado. Cambia el comportamiento del animal para hacerlo más agresivo y lograr que muerda al otro”. En los murciélagos, causa que cambien su grito por uno de auxilio, para que los demás se acerquen y el animal transmita la enfermedad. En los perros, genera una actitud violenta. Y en los humanos, provoca espasmos, delirios, dolores de cabeza y fiebre, entre otros síntomas. También genera hidrofobia: el infectado tiene sed, pero no puede tomar agua. Es el virus, tratando de generar saliva para que, a la hora de morder a un nuevo huésped, se facilite la transmisión. Incluso puede generar episodios de ira, miedo y pánico en casos extremos.

Todos estos síntomas se mezclan con momentos de normalidad. “Ahí uno puede sentarse con él y explicarle cómo es la rabia. Eso también confiere algo terrible, porque el paciente sabe que va a morir”, dice Willoughby. La rabia termina con los humanos, que en casi un cien por ciento mueren con el virus. “Nosotros no comunicamos bien la enfermedad. Somos una calle sin salida”, explica el estadounidense. Pero Willoughby sabe que hay excepciones. De hecho, por la primera de esas excepciones es que su teléfono sonó ese día. Por esas excepciones es que lo llaman desde lugares tan lejanos como Chile. 

 

LA NIÑA Y EL MURCIÉLAGO

Rodney Willoughby acababa de mudarse a Milwaukee, para trabajar en el Hospital de Niños de Wisconsin. Como pediatra especializado en infecciones, esperaba estudiar en este lugar la infección perinatal. Pero sus planes cambiarían el 12 de septiembre de 2005. “Era mi segunda vez de turno y me llamaron porque había un paciente con encefalitis”, recuerda. Era Jeanna Giese, una quinceañera amante de los animales y deportista. Unos días atrás, había comenzado con síntomas como visión doble, fiebre, problemas para hablar y un movimiento involuntario en su brazo derecho. Los médicos no tenían claro lo que era, hasta que su madre recordó algo que había pasado en misa, hacía más de un mes. Un murciélago entró a la iglesia y comenzó a volar chocando con los vidrios, hasta que Jeanna lo tomó y lo sacó del lugar. Pero, en el proceso, el animal la mordió en el índice izquierdo.

Aunque nunca se había enfrentado a esta enfermedad, Willoughby sabía que no había mucho que hacer, pero pensó que quizás en algún lugar del mundo había alguna investigación por publicar, algo que pudiera dar alguna esperanza. Preguntó al Centro de Control de Enfermedades de Estados Unidos y la respuesta fue negativa. “Entonces decidí algo nuevo. Si todos van por la derecha, yo me voy por la izquierda, porque no había nada que perder”, dice el médico.

A la derecha estaban los tratamientos tradicionales: dar antivirales, vacunas, suero, tratar el problema como una infección. A la izquierda estaba el vacío. Pero se encerró por cuatro horas a estudiar. Poco a poco fue encontrando pequeñas pistas: un tratamiento con una droga llamada ketamina; que un quinto de los pacientes morían en la primera semana; que, en muchos casos, al examinar al cadáver se encontraba que no había daño en el cerebro. “Y había varios artículos que decían que el virus se erradicaba con la respuesta inmunológica natural. Todos los pacientes morían, pero con el virus erradicado”, dice Willoughby. Ahí nació una idea.

“Había que suprimir el cerebro y anticipar una respuesta inmunológica, que sólo toma una semana”, explica el médico. Induciría un coma en Jeanna, protegiendo su cerebro hasta que el sistema inmunológico eliminara el virus. “Lo único que hicimos es suprimir al cerebro, hacerlo descansar el tiempo necesario hasta que llegara la caballería”, dice Willoughby. El riesgo era que la paciente muriera de complicaciones en el camino. O, peor aún, que quedara para siempre en estado vegetal. La familia aceptó el tratamiento experimental. Seis días después, los médicos despertaron a Jeanna y, después de un mes en el hospital, los exámenes indicaban que estaba sana. Quedó con algunas secuelas físicas, pero después de la rehabilitación terminó el colegio, la universidad e incluso hizo su tesis sobre los murciélagos.

Jeanna Giese, el día en que salió del Hospital de Niños de Wisconsin. Fue la primera persona en sobrevivir a la rabia sin haber recibido las vacunas.

“Cada médico ha visto en su vida uno o dos milagros. No se explican, no se repiten”, reflexiona Willoughby, “pero ésa es la gran pregunta acá: si fue un milagro o si se puede repetir”. Al poco tiempo, comenzaron a llamarlo cada vez que había un nuevo caso. Aunque 55 mil personas mueren de rabia al año en el mundo, en Estados Unidos sólo se dan tres casos al año. En Chile, no había uno desde 1996. Una de esas llamadas llegó vía satélite, desde Haití. Era la Guardia Costera de Estados Unidos. “Estaban ayudando en ese país y habían encontrado a un niño en una playa”, dice el doctor. Tenía rabia y querían que lo acogiera en su hospital. El hospital de Willoughby autorizó, pero la visa para la entrada del niño se demoró en llegar. “Cuando llegó a Miami, él falleció”, recuerda.Después de eso, Willoughby decidió crear lineamientos, recomendaciones basadas en la experiencia con Jeanna Giese sobre cómo proceder. Así nació el protocolo de Milwaukee. Desde entonces, ha recomendado su uso en 51 casos, donde siguen sus indicaciones con diferentes grados de precisión. “Registramos cada intento. Cada diez casos, tratamos de mejorar el protocolo”, explica Willoughby. El problema es que, sin contar a César Barriga, de esos 50 casos, sólo seis han sido exitosos hasta ahora.

 

LAS DUDAS DEL PROTOCOLO

Salvar a Jeanna Giese cambió la vida del doctor Willoughby. “Un día uno no sabe nada, pasa un mes y eres el mayor experto del mundo, porque tienes un sobreviviente. Yo me sentía como un farsante”, dice el médico. Pero, cuando se puso a leer más aún sobre esta enfermedad, se dio cuenta de que no era su problema. “Se sabe muy poco de la rabia. Vi que había toda una población de literatura sobre el tema que me parecía falsa”, explica. 

Por su parte, los expertos en rabia rápidamente comenzaron a criticar las teorías de Willoughby. Unos decían que no valía la pena hacer el tratamiento. Que eso fue un caso único y que los costos son tan altos que con eso se podría vacunar a mucha gente. Otros decían que era una versión más débil de la enfermedad o que la razón del éxito estaba solamente en la genética de personas como Jeanna Giese. En el mismo hospital, Willoughby tuvo que defender su tratamiento. “Y hasta hoy tengo que aguantar recibir al menos dos o tres editoriales al año criticando lo que estamos haciendo”, dice el médico.

Rodney Willoughby visitó a César Barriga en Viña del Mar. En la foto, el estadounidense y el doctor Sergio Gálvez examinan al paciente.

En el Gustavo Fricke también hubo dudas. “No hubo consenso”, dice el doctor Sergio Gálvez. En el caso de César Barriga se aplicó, pero con pequeñas variaciones. Por ejemplo, no usaron ketamina, droga anestésica que fue parte del tratamiento que recibió Jeanna Giese. Pero Gálvez explica que el protocolo sí marcó una diferencia. Por ejemplo, siguieron la recomendación de monitorear la presión intracraneana, lo que permitió detectar a tiempo problemas de ese tipo y evitar complicaciones. 

“El protocolo no es una receta de cocina, es una referencia, porque cada paciente es distinto”, dice el chileno, “con siete pacientes que han sobrevivido, no se puede dictar cátedra”.

Pero, ¿qué salvó a César Barriga? Ni Willoughby ni Gálvez pueden estar seguros de la respuesta. Para el estadounidense, fue el equipo del Hospital Gustavo Fricke, incluyendo doctores, enfermeras y laboratorio: “Tuvo un grupo adaptable de médicos, que no cometieron errores. Fue gente como el jefe de la UCI, que estuvo día a día ahí, no importaba si era sábado o domingo”. 

“Para mí este caso fue un examen para el sector público. Estábamos bajo la lupa de todo el mundo”, dice Gálvez, “este paciente se podría haber muerto tranquilamente. Cuando llegó tenía un 75% de probabilidades de mortalidad. Los pacientes no se mejoran solos. Si no se hubieran hecho las cosas, se habría muerto. No es un tema genético, aquí hubo intervenciones concretas”.

Mientras tanto, César Barriga ya salió de la Unidad de Cuidados Intensivos y debería estar comenzando su rehabilitación. El trabajo de Willoughby y Gálvez ya está hecho y, para el médico chileno, es momento de poner el foco en otro lugar. “En Chile hay más de 35 mil casos al año de gente mordida. De los mordidos, el 70% parte con la vacunación, que tiene cinco dosis. Pero lo peor es que sólo el 30% termina la vacunación”, dice el jefe de la UCI del Gustavo Fricke. En el caso de César, alcanzó a recibir sólo la primera dosis. Quizás eso ayudó, dicen los médicos. Quizás no. Gálvez espera que no haya otro caso para cotejarlo.

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