Por Nicolás Alonso, Valeria Bastías y Stefanía Doebbel Abril 4, 2013

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Aprendizaje sin fin

María Angélica Zamora, a sus 46 años, no es una profesora de Educación Básica normal. No sólo porque está entre los mejores puntajes de la Evaluación Docente 2012, sino porque una de sus clases de Ciencias en el Colegio José Manuel Balmaceda de La Serena incluye, por ejemplo, cosas como usar un simulador virtual de partículas, o un avanzado software para construir átomos. Esta semana, sin ir más lejos, en su hora de Lenguaje, los alumnos usaron Movie Maker y plasticina para crear sus propias películas de animación sobre mitos y leyendas, y así entender la diferencia entre ambos conceptos. Ella se encarga de ambas asignaturas, pero antes hizo clases de Historia, y combinó sus labores con un puesto de profesora de Informática en la U. Pedro de Valdivia. Lejos de dispersarla, esa fusión de conocimientos, dice, potencia sus asignaturas.

“El mundo va más allá de la sala de clases, y uno tiene que ir siempre perfeccionándose”, dice la docente. “Les digo a mis alumnos: aunque quieran ser peluqueros o doctores, sean los mejores. No para competir con el resto, sino con uno mismo”. Eso intenta también transmitir a los profesores rurales que ha asesorado: el valor del perfeccionamiento. Y como ejemplo, pone el suyo: les cuenta cómo, a fuerza de voluntad, logró salir de Puchuncaví -donde creció e hizo clases en escuelitas de 11 alumnos-, y realizó becada un postítulo en Informática en la U. de La Serena, más tarde una pasantía en Ciencias en la Universidad de California, Davis, y luego un diplomado en liderazgo en la U. Católica. Sus resultados en la Evaluación Docente, donde antes había sido “competente” y este año fue “destacada”, acreditan su evolución. “Yo no soy la misma profesora que hace diez años, ni entonces era la misma que cuando comencé”, dice. “Un buen profesor tiene que tener una percepción crítica de su trabajo y superarse día a día”.

Se toma en serio lo que dice. Hoy, a pesar de sus buenos resultados, todos los jueves toma el bus de La Serena a Santiago a la una y media de la mañana, para asistir al magíster en Liderazgo Educacional de la PUC -al cual pudo acceder por ser la mejor de la generación en su diplomado-, y a las diez de la noche toma el bus de vuelta para estar el viernes en el colegio. Esos conocimientos quiere utilizarlos para liderar en el futuro proyectos educativos, pero también para poder desafiar mejor a los alumnos de hoy. “Uno a veces no cree en la capacidad que tienen los niños, y sus habilidades son únicas”, señala. “Es una lección que uno aprende, y que potencia tu trabajo como profesor”.

 

Desarmar el mundo

A los alumnos de Magaly Ríos les duele la cabeza. Se quejan y le dicen que no parta, que cómo los hace meterse en cuestiones tan complicadas. Eso, al principio. Después, a la salida de clases, siempre llega un entusiasmado que no puede desconectarse: “¿Pero por qué, profe, por qué?”. Ella siempre responde lo mismo: “Tú lo sabes. Si yo te doy la respuesta es como si me pidieras una manzana y yo te la diera mascada, ¡qué asco! Tienes que procesarlo tú solo”.

Ése es su método: desarmar el mundo dentro de la sala. Cuestionar, pregunta tras pregunta, para que los niños desarrollen pensamiento crítico. Es profesora de Filosofía del liceo Instituto Bicentenario José Miguel Carrera de San Antonio, tiene 52 años, y pertenece al mínimo 2% de profesores que por segundo periodo resultan “destacados” en la Evaluación Docente. Esta vez, es la única dentro de esa categoría en su comuna. La clave del éxito, dice, está en que la pelota quede del lado de los alumnos; en que ellos saquen el conocimiento desde adentro. “Platón decía que el conocimiento tiene que partir del interior hacia afuera, si es al revés, el chico es como un esclavo que memoriza, que repite sin que se le haga significativo”.

Para lograrlo, Magaly recurre al mundo tangible, y desde lo más simple los hace llegar a conceptos abstractos. En sus clases introductorias, les pregunta si puede hacerles una prueba de diagnóstico; los alumnos le dicen que no saben nada, que la filosofía les da miedo. Entonces ella les sigue el juego: “Ok, ¿pero saben de manzanas, me imagino?”, les pregunta. “Todos dicen que sí, y les pido que escriban una plana sobre lo que hace que una manzana sea manzana y no una pera, y entonces quedan plop”.

Magaly dice que su método partió de un error fatal: en sus primeras clases agarró un libro y dictó. Cortocircuito. La imagen de sus alumnos copiando “como corderitos” la hizo cuestionarse el sentido de su profesión, y desde ahí en adelante su cabeza no para de buscar ejercicios creativos para que los niños aprendan: una subasta ética, para ver qué valores consideran más valiosos; un viaje en el tiempo a Grecia en el que los niños actúen de presocráticos y sofistas discutiendo el origen de las cosas; un extracto de The Matrix para pasar a Descartes y preguntarles si están seguros de que la realidad es realidad y no sueño. Ese tipo de cosas.

 

Ser parte de la historia

La primera cosa que amó Óscar Hidalgo fueron los libros. Acompañando a su papá de pueblo en pueblo por La Araucanía, en donde éste era profesor rural, pasó su humilde infancia devorando las novelas y enciclopedias que caían en sus manos. Más tarde, al poco tiempo de ingresar, tuvo que abandonar sus estudios de Historia en la U. de La Frontera porque su padre fue exonerado político, pero consiguió un trabajo barriendo una biblioteca para poder leer en los tiempos libres. Cuando al fin pudo pagar y terminar su carrera, se puso una sola meta: transmitir esa pasión a los niños de Curacautín.

Hoy, a sus 48 años, enseña Historia en el Liceo Las Araucarias de la ciudad. Luego de obtener uno de los mejores resultados en la Evaluación Docente, asegura que lo más importante para ser un buen profesor, en regiones y sobre todo en zonas rurales, es enfocar las clases desde el contexto geográfico y social de los alumnos. “La clave es hacerlos sentir que también ellos son parte de la historia”, dice. “Que sientan que sus familias, sus abuelos, también han construido este país”.

En esa línea, algo común en sus clases de tercero medio es leer el libro Ser niño “huacho” en la historia de Chile, de Gabriel Salazar. La elección no es azarosa: buena parte de sus alumnos suelen no conocer a su padre. Para hablar del feudalismo, utiliza los campos de los padres de los alumnos; para hablar de Chile en el siglo XIX, organiza una visita a Lota, con descenso al Chiflón del Diablo. Otro truco que no le falla, dice, es investigar las otras “historias” de cada época. Chismes como el romance de Pedro de Valdivia con Inés de Suárez, o en Historia Universal los amoríos de Catalina la Grande, suelen ser la puerta de entrada a la atención de los alumnos.

Su mayor orgullo, dice, no son sus resultados en la Evaluación Docente -dos veces consecutivas ha sido destacado-, sino haber despertado su pasión en varios jóvenes: de los otros cuatro profesores de Historia del liceo, dos fueron alumnos suyos. Ellos lo ayudan a actualizarse, pero también hace cursos en la UFRO e hizo un postítulo en la U. de Concepción. También ha participado, por sus buenos resultados, en un programa de apoyo a profesores mal evaluados. Su diagnóstico, para su pesar, es que muchos deben dar un paso al costado. “Los profesores debemos demostrar que somos la profesión más importante, imprescindible”, dice. “Hay gente que puede mejorar, pero los que no recibieron buena formación inicial no van a poder. Mejor que se dediquen a otra cosa”.

 

El idioma de la diferencia

Abrió el sobre y quiso esconderse: ¿por qué si todas sus compañeras eran buenas, esforzadas, ella era la única con puntaje destacado? La llenaron de flores y de abrazos, pero para Karen Soto el logro no era sólo suyo, sino todo de su equipo. Tiene 27 y ésta fue su primera Evaluación Docente. Es profesora de Educación Diferencial, encargada del programa de integración del Liceo Isabel Le Brun de Renca, y no puede verse haciendo ninguna otra cosa en el mundo. No quiere ser inspectora, ni directora, ni tener una fundación; lo de ella es la sala de clases, los niños con capacidades especiales aprendiendo lo que de otra manera no podrían.

Antes, cuando ella era la alumna, juró que jamás sería profesora. Odiaba los malos sueldos, la poca valoración, pero sobre todo que en el sistema educacional los niños con capacidades diferentes quedaran relegados. Para Karen, la clave del éxito dentro de la sala “está en formar equipo, en hacer una red de contención en donde nadie quede fuera”. Eso, por sobre todo, se lo enseñó Remigio en la selva peruana. Él tenía 11, andaba en silla de ruedas, y de leer, sólo sabía las vocales. En el pueblo diminuto en donde fue a hacer voluntariado con América Solidaria, no había existido nunca un profesor fijo que pudiera encargarse de que él también aprendiera. Ella tomó ese lugar: en un año lo puso a la par de sus compañeros, y Remigio se pudo integrar a la escuela normalmente.

Karen dice que su trabajo es como una traducción especial. Explica los mismos contenidos de los profesores de Matemática o Ciencias Naturales de una manera en que los niños con capacidades especiales puedan entender: todos los días, camino a su casa,  les da vueltas a las lecciones e inventa cuentos, canciones, juegos, para que sus alumnas puedan interiorizarlas. Los números negativos, por ejemplo, los pasa con “el cuento del espejo”: cuando los números se miran, del otro lado aparece su “otro yo” negativo. Si dos negativos se gustan, entonces se vuelven positivos y pueden cruzar la línea, multiplicados, hacia el mundo de los positivos.

Pero las dinámicas no valen antes de conocer en profundidad a cada alumno. “Si un niño, por ejemplo, le tiene susto a los espejos, el cuento no tiene sentido. Es fundamental enterarse de con qué persona en específico estás trabajando, saber qué pasado trae, cuáles son sus necesidades particulares”. El resto, dice ella, se trata de estar loco por lo que uno hace y no querer nada más en el mundo que estar ahí, con ellos.

 

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