Por Nicolás Alonso Marzo 28, 2013

El 15 de febrero, Marco García despertó sobresaltado. “¡Están cazando!”, le gritaba su compañero. Salió a cubierta y vio, en medio de un mar de sangre, a una ballena minke luchando por liberarse. Un arpón explosivo le abría la espalda. 

Era un día despejado  y frío, uno de los primeros de febrero, cuando la vio nadando alrededor del Bob Barker, el buque que habitaba hace meses. Una pequeña ballena minke emergía de un lado del océano, para luego pasar por abajo del barco y salir del otro lado. Estaba jugando con los tripulantes, y esa alegría por un momento le bastó a Marco García para compensar el agotador viaje.

Pero una pregunta amarga lo trajo de vuelta al frío: “¿Qué pasaría con ella si nosotros fuéramos un arponero?”. Se le acabó la euforia. Muy pronto esa respuesta vendría a buscarlo, salpicando con sangre su recuerdo del viaje.

Llevaban dos semanas navegando hacia aguas antárticas, estaban cerca del paralelo 60° Sur -donde comienza el Santuario Ballenero Austral, protegido desde 1994 contra la caza comercial de ballenas (prohibida desde 1986)- y aún no encontraban el Nisshin Maru, el barco-factoría de 8 mil toneladas en el que todos los años la flota japonesa mata a cientos de ballenas minke, jorobadas y de aleta.

Era un viaje peligroso, y Marco García León (27), abogado ambientalista chileno y coordinador de Sea Shepherd Chile, lo sabía: para embarcar tuvo que firmar un contrato que estipulaba que “cualquier desprendimiento de su cuerpo” durante el viaje, incluso su propia muerte, era responsabilidad propia. “Tenemos fines de compasión, pero somos de acción directa”, explica García. “Si los balleneros nos tienen que chocar, nos chocan. Somos la única esperanza de esas ballenas de ser defendidas”.

Los Sea Shepherd -pastores del mar- surgieron en EE.UU. en 1977. Paul Watson, su fundador, había sido expulsado de la junta directiva de Greenpeace por radical, y decidió crear una ONG multinacional con la misión de resguardar la vida en los océanos, enfrentando a los barcos ilegales balleneros, loberos o cazadores de delfines, y con voluntarios dispuestos a sacrificar la vida si era necesario. Eran personas de acción y no tardarían en demostrarlo: en su primera década, hundieron una decena de barcos en las costas del mundo, sin causar la muerte de ningún tripulante. Ése es el límite: no quitar vidas.

Hoy, condenas penales mediante, y luego de ser declarados “ecoterroristas” por la Comisión Ballenera Internacional y un juzgado de EE.UU., la organización actúa acatando las leyes marítimas. Amparados en la Carta Mundial de la ONU para la Naturaleza, que da potestad para hacer valer la ley donde no haya fiscalización, ocupan desde hace nueve años varios barcos para impedir la masacre de ballenas en las aguas antárticas. Algunas de sus estrategias son impedir que la flota japonesa recargue combustible -es ilegal hacerlo en aguas antárticas-, o interponerse entre arpones y ballenas. También han lanzado bombas de ácido butírico para pudrir la carne de las ballenas cazadas, y redes a las hélices de los balleneros, pero ahora evitan esas prácticas, explican, para no permitir que se victimicen.

No les ha ido mal: en 2010 se estima que salvaron a 500 ballenas; en 2011, ante el acoso, los japoneses tuvieron que suspender la caza; y en 2012, luego de una persecución de 27 mil kilómetros, sólo les permitieron cazar un tercio de su cuota, fijada casi en mil cetáceos. Para lograr eso, la clave es alcanzar rápido al barco-factoría. Bloqueándolo, los otros tres barcos arponeros no sirven de nada, pues la ballena se pudre si no se procesa rápidamente. 

Por eso este verano la tripulación celebró al encontrar al Nisshin Maru. Entonces comenzó una persecución vertiginosa de cuatro días por el santuario. La tarde del 15 de febrero, Marco García despertó sobresaltado. “¡Están cazando!”, le gritaba su compañero. Corrió escaleras arriba, salió a cubierta y entonces la vio: a pocos metros, en medio de un mar de sangre, una ballena minke luchaba por liberarse. Un arpón explosivo le abría la espalda. El barco levantó a la ballena y la azotó contra cubierta, colgándola para que se ahogara en su sangre. 

Entonces comenzó la batalla para impedir que el arponero traspasara la ballena al barco-factoría. Durante siete horas, él y toda la tripulación permanecieron en cubierta, mientras el capitán hacía maniobras desesperadas por bloquear el puente entre los dos barcos. No pudo lograrlo. Mientras comenzaba el desmembramiento, García pudo ver las burlas de los balleneros. Entró al comedor y se largó a llorar. Durante muchas noches soñó con la sangre que brotaba de su boca.

“Fue brutalmente fuerte”, dice Marco. “Pero si no hubiera pasado, no sé si hubiéramos tenido la convicción que tuvimos para enfrentar lo que vendría después”.

 

Los pastores chilenos

Todo comenzó en Tongoy, en los veraneos de su infancia. Allí Marco García, junto a sus padres y a sus primos, recolectaba la basura de la playa cada tarde. En esos recorridos también vio otras cosas. Cuerpos de lobos marinos baleados, pingüinos entre la basura costera. Entonces empezó a hacerse las primeras preguntas.

La familia vivía en Rancagua, donde él fue un adolescente lector e introvertido, que pronto comenzó a ver demasiados documentales sobre medio ambiente. No era un tema fácil para la familia: el padre, veterinario en una planta de cerdos de Agrosuper, comenzó a tener constantes discusiones con el hijo, que luego de entrar a estudiar Derecho a la U. Diego Portales, se volvió vegetariano, y arrastró a Catalina, su hermana menor, a serlo también. “Yo quería que todo el mundo pensara así. Fui muy radical”, recuerda. “Después te das cuenta de que hay cambios que requieren tiempo y aprendizaje”.

En un electivo sobre derecho ambiental, un profesor le prestó una serie de Animal Planet sobre la campaña antártica de Sea Shepherd, y verla le cambió la perspectiva. Hasta entonces su idea había sido ser abogado para preservar el medio ambiente, pero entonces se convenció de que tenía que hacer mucho más. “Este tipo de atrocidades gatillaron en mí un fuego que nada antes había generado”, recuerda. “Pensé: el ser humano está enfermo. Esto no puede seguir pasando”.

Poco después se enteró de que se estaba formando un núcleo de Sea Shepherd en Chile y se unió a la causa. Comenzó a dar charlas sobre la ONG. Organizó campañas de protesta frente a la Embajada de Japón; en Punta de Choros y otros balnearios del país contra el turismo de delfines y contra las loberas; y hasta le advirtió al Ministerio de Relaciones Exteriores en 2011 que la flota japonesa se dirigía a aguas nacionales. Esa vez, la Armada les prohibió el ingreso. Esa definición de Chile en contra de la caza permitiría que varios años después, García fuera el primer chileno invitado a una campaña antártica.

Se enteró por mail, en su oficina en el bufete donde trabajaba. Allí, poco se sabía de su doble vida de activista, pero una vez que recibió la noticia les contó a todos. Había sido seleccionado entre 15 mil postulantes de todo el mundo, y navegaría en el Bob Barker, la nave principal de la organización. La idea era que aportara sus conocimientos para tomar decisiones legales a bordo.

En ese momento, pensó que sería el mejor viaje de su vida.

 

Guerra en  la Antártica

El 19 de febrero, el capitán del Bob Barker, el sueco Peter Hammarstedt, reunió a los 34 tripulantes en el comedor y les explicó la situación. El Nisshin Maru se estaba quedando sin combustible, e intentarían recargar desde un barco que llegaría al día siguiente desde Panamá. Si lograban impedir que lo hiciera, la temporada de cacería terminaría, y tendrían que volver a Japón con menos de un centenar de ballenas cazadas. Pero para eso ellos tendrían que ubicarse entre el barco japonés -7 mil toneladas más pesado- y el carguero, bloqueando el traspaso. Y resistir lo que viniera.

El capitán ofreció una salida: quien no quisiera arriesgar su vida, podía ser trasladado a alguno de los otros dos barcos de la flota. Varias cosas pasaron por la cabeza de Marco García. Una: si caía al agua, tardaría un minuto en morir congelado. Otra: el Ady Gil, un trimarán de Sea Shepherd que fue partido en dos en 2010. Pero una cosa no pasó por su cabeza: bajarse del barco. “Te asomabas y era como una batalla naval: tres barcos de nosotros, seis de ellos”, dice García. “Pero no había susto. Después de ver a esa ballena estaba dispuesto a todo”.

El día siguiente, tirado en el piso del comedor junto a sus compañeros, pudo ver por las cámaras de seguridad cómo iban quedando encerrados entre dos montañas de acero. La primera embestida hizo caer casi todo lo que había a la vista. “Fue brutal. Pensamos que el barco se había hecho pedazos”, recuerda.

Lo que vino después fue ruido, gritos, alarmas y una voz desde el Nisshin Maru ordenando que pararan las acciones. Fueron cinco impactos, y entonces el aviso: la sala de máquinas se estaba llenando de agua. Excepto la señal de Mayday, en tierra no se supo nada más del Bob Barker.

Con los radares destrozados, y las antenas seriamente dañadas, el Bob Barker había resistido, pero quedó incomunicado. Igual, siguió pegado como pudo al barco-factoría japonés otros cinco días, esperando su último intento de recargar. García sentía otra vez felicidad. Por su coraje y el de sus compañeros.

El 25 de febrero llegaría la embestida final del Nisshin Maru, que los hizo golpear a su vez contra el tanquero, arriesgando hundir ambos barcos. Por ese acto, Sea Shepherd demandó judicialmente a la flota japonesa en Holanda, por intento de asesinato y piratería. 

Después de varias colisiones, la flota japonesa se dispersó. Los siguieron por otros cinco días al Sur, al Norte en un intento de despiste, y luego hacia el santuario. Después los perdieron de vista, pero ya no importaba. El clima de marzo hacía imposible la caza, y las ballenas ya comenzaban a migrar hacia aguas cálidas.

Los balleneros japoneses volvían a su país. La caza había terminado.

 

Volver a casa

El regreso a Australia fue plácido. En cada barco, los tripulantes celebraron el fin de la campaña, que ya llevaba siete meses. En el puerto de Melbourne los recibió una multitud, y los trataron como héroes. Lo mismo se repitió para García en Santiago, en su círculo, cosa que le molesta. “Nosotros no hacemos esto por ego”, dice.

Sentado en su casa en Rancagua, con el logo de la organización en el pecho -una calavera cruzada por el tridente de Poseidón y el bastón de Neptuno- dice que el viaje lo cambió. Después de vivir tanto tiempo en blanco y negro, entiende mejor los grises del mundo. Y a pesar de todo, cuenta, hoy cree más en el ser humano. “Pude presenciar lo más bajo que los humanos pueden caer, pero al mismo tiempo tuve la posibilidad de ver que hay personas que están dispuestas a hacer un alto en su vida por acciones como éstas”, dice García. “Mientras exista gente dispuesta a eso, la batalla no va a estar perdida”.

A pesar de que lo invitaron a la próxima campaña, cree que no volverá al barco por ahora, ya que necesita potenciar la ONG en Chile, desde donde ya está organizando una protesta frente a la Embajada de Japón para fin de mes. Asegura que como máximo los balleneros habrán cazado cien ballenas de las mil que se habían puesto como meta, lo que hace de ésta la campaña más exitosa de Sea Shepherd en la historia. 

Antes de despedirse, con cierta timidez, confiesa que durante el viaje pasó algo especial. Dice que después de cada batalla, cuando más débiles estaban, siempre vio cómo aparecían grupos de ballenas para acompañarlos. También que el último día, antes de llegar a Melbourne, veinte delfines los acompañaron saltando, despidiéndolos, como sabiendo que habían viajado allí para ayudarlos.

Eso, dice Marco García, tiene que significar algo.

 

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